–Confieso que no recuerdo suficientemente ante Dios a nuestros hermanos difuntos.
–Yno es ésa la mayor de sus innumerables deficiencias en la vida de la fe.
Recordemos primero algunas premisas fundamentales de la fe antes de exponer la gran importancia que en la Liturgia de la tierra tiene el piadoso recuerdo de los fieles difuntos.
–La Iglesia es una y única, aunque existe en tres estados diferentes: cielo, purgatorio y tierra. El concilio Vaticano II en la constitución dogmática sobre la Iglesia enseña que
«hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (1Cor 15,26-27), de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican [en el purificatorio-purgatorio]; otros, finalmente, gozan de la gloria [en el cielo], contemplando “claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es” (con. Florencia, 1439: Dz 1305). Pero todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en Él (Ef 4,16) (LG 49).
Los cristianos imperfectos tendemos a pensar principalmente en la Iglesia de la tierra, que es la única visible para nosotros, y no la pensamos suficientemente en su relación con la Iglesia del cielo y la del purgatorio. Nos falta la visión espiritual de un San Pablo: «nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). Esa norma del Apóstol apenas es vivida por los cristianos de poca fe. Y su miopía espiritual tiene no pocas consecuencias negativas. Señalo dos:
1ª) Las imperfecciones y pecados que se producen en esta Iglesia de la tierra nos oscurecen la grandeza y santidad de «la Iglesia de Cristo», llevándonos a veces al pesimismo y la desesperanza. No nos damos cuenta de que la Iglesia visible es una parte mínima de «la Iglesia católica», y tampoco entendemos suficientemente que es como un edificio grandioso, como una catedral, pero que está todavía en construcción, y que por eso aparece tantas veces feo, sucio, desordenado. Llegará el día del Señor y se manifestará en la belleza propia de la Esposa de Cristo, cuando finalmente se retiren andamios, cuerdas, sacos, materiales sobrantes, y tantas otras cosas que actualmente la afean. Mientras llega ese día, la Iglesia del cielo y del purgatorio es muchísimo más importante y numerosa que nuestra Iglesia visible de la tierra.
2ª) No conocemos bien la realidad de la Iglesia Peregrina si no la consideramos siempre unida a la del Cielo y del Purgatorio. Esta debilidad en la fe lleva, por ejemplo, a malentender la Liturgia visible que en la tierra celebramos. No acabamos de vivir que –aunque a veces tenga una realización sumamente precaria– la liturgia presente es una participación, un eco, de la Liturgia celestial celebrada por el Cristo glorioso con sus ángeles y sus santos. Nos angustia demasiado la eventual miseria de nuestras liturgias presentes –a veces parecen poco más que una charca de ranas croando– porque ignoramos de hecho su profunda unión actual con «los coros de los ángeles» y de los santos: con la liturgia del cielo. Pero ésta es la fe que el Vaticano II confiesa.
* * *
–Al celebrar la Eucaristía nos unimos a la Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. Las oraciones de las Plegarias eucarísticas manifiestan claramente esta realidad en las llamadas intercesiones.
«Con ellas se da a entender que la eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus miembros, vivos y difuntos, miembros que han sido todos llamados a participar de la salvación y redención adquiridas por el cuerpo y la sangre de Cristo» (Ordenación general del Misal Romano 55g).
En la Plegaria eucarística III, por ejemplo, se invoca
–primero la ayuda del cielo, de la Virgen María y de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda»;
–en seguida se ruega por la tierra, pidiendo salvación y paz para «el mundo entero» y para «tu Iglesia, peregrina en la tierra», especialmente por el Papa y los Obispos, pero también, con una intención misionera, por «todos tus hijos dispersos por el mundo»;
–y finalmente se encomienda las almas del purgatorio a la bondad de Dios, es decir, se ofrece la eucaristía por «nuestros hermanos difuntos y cuantos murieron en tu amistad».
Así, la oración cristiana –que es infinitamente audaz, pues se confía a la infinita misericordia de Dios– alcanza en la eucaristía la máxima dilatación de su caridad: «recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria».
–Los ángeles en la Liturgia
«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2). Cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial», etc. (Sacrosanctum Concilium 8).
Hasta mediados del siglo XX la presencia de los ángeles en la vida de la Iglesia de la tierra era muxho más señalada en el arte, en la literatura espiritual, en la liturgia. Por ejemplo, era frecuente que los fieles en la celebración de la Eucaristía vieran representados a los ángeles en imágenes o pinturas, a veces en torno al mismo altar, o en el ábside y en los retablos. Al comienzo de la Misa, al pedir a Dios todopoderoso que perdone nuestros pecados, pedimos la intercesión de la Virgen María, de «los ángeles y los santos», y de los hermanos congregados en la asamblea. Y la mayoría de los Prefacios eucarísticos terminan uniendo la liturgia terrena con los ángeles: «por eso, con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria». Esa presencia angélica, tantas veces ignorada, integra la verdadera naturaleza de la celebración de la Eucaristía.
–Los santos en la Liturgia
La Eucaristía, y toda la liturgia, es celebrada en la tierra por la Iglesia en la comunión de caridad con los santos. La Eucaristía es signo y causa de las unidad de la Iglesia en la caridad divina. Por eso, como declara el Vaticano II, «no veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios» (LG 50; Catecismo 957).
«Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios. En cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro, que podamos nosotros también ser sus compañeros y sus condiscípulos» (Martirio de san Policarpo 17, 3) (Catecismo, ib).
Confiamos en la intercesión de los santos. «Por lel hecho de que los bienaventurados están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (1Cor 12,12-27). Porque ellos, habiendo llegado a la patria y estando en presencia del Señor (2Cor 5,8), no cesan de interceder por Él, con Él y en Él a favor de nosotros ante el Padre, ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús (1Tim 2,5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad» (LG 49; Catecismo 956).
Poco antes de morir dice Santo Domingo a su hermanos: «No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida» (Bto. Jordán de Sajonia, Vita 4,69). Y Santa Teresa del Niño Jesús: «Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra» (Verba) (Catecismo ib)
En la Plegaria eucarística III pedimos al Señor: «Que [el Espíritu Santo] nos transforme en ofrenda permanente […] con María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires, y todos los santos,por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda».
–Los difuntos en la Liturgia
La Liturgia de la tierra se realiza también en comunión con «las benditas almas del purgatorio», que aunque murieron en la gracia de Dios y están seguras de su salvación, todavía sufren una purificación final. Y «la unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales» (LG 49). Así lo enseña el Catecismo:
«La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció sufragios por ellos; “pues es una idea santa y piadosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados” (2Mac 12,46) (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en favor de nosotros» (Catecismo 958). Adviértase que no solamente ayudamos nosotros a los fieles difuntos con nuestras oraciones, Misas, sufragios y mortificaciones, sino que al mismo tiempo recibimos «su eficaz intercesión en favor de nosotros».
Ofrecer misas por los difuntos
La caridad de la Iglesia Madre es católica, es decir, universal: cuida no sólo de sus hijos vivos, sino también de los que ya murieron. La Iglesia, nuestra Madre, nos hace recordar cada día a nuestros hermanos difuntos, al menos, en el memento por los difuntos de la Misa, y también en la última de las preces de vísperas. Pero además nos recomienda ofrecer misas en sufragio de los difuntos, especialmente por nuestros familiares y aquellos otros que la Providencia divina asoció más a nuestras vidas. Es una gran obra de caridad hacia ellos, y si la omitimos, no será éste el más pequeño de nuestros pecados de omisión. El Catecismo nos enseña:
«El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos, “que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados” (Trento: Dz 1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo […] “Oramos [en la anáfora] por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima… Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores…, presentamos a Cristo, inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres” (S. Cirilo de Jerusalén [+386])» (Catecismo 1371).
José María Iraburu, sacerdote
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