2 de febrero.

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Homilía para la Presentación del Señor.

Esta fiesta solemne, que dentro del tiempo durante el año, concluye el tiempo navideño, en muchos lugares, por ejemplo Roma, hoy se desarma el pesebre, es designada con diversos nombres con diversos significados: Purificación de María, en relación con el rito de la antigua Ley (Cf. Ex 13, 2. 12. 15; Num 8, 17; Lev 2, 6. 8); La Presentación del Señor, nombre dado por la reforma litúrgica de 1969; Encuentro, en griego Hypapante, el nombre más antiguo, encuentro de Jesús con el viejo Simeón y con la profetisa ultra octogenaria Ana, esto es el encuentro del Antiguo con el Nuevo testamento, inaugurado con el nacimiento de Jesús; Los armenios la llaman: “La Venida del Hijo de Dios al Templo” y todavía la observan el 14 de febrero, Candelaria, por la procesión que en Jerusalén se hacía al final del siglo cuarto, y que nos es recordada por la célebre relación sobre las liturgias locales de la peregrina Egeria o Silvia; y en Roma, en ese mismo tiempo, aunque con diferente significado, penitencial y purificador, con una procesión de luces; en Milán con la letanía, que de la Iglesia de Santa María Beltrade a la Catedral acompañaba la procesión llevando un portatorium con la Idea, es decir con la imagen de la Virgen teniendo en brazos a Cristo niño. Decía el beato Pablo VI: bellísima colección de ritos varios y devotos, los cuales finalmente encuentran en la liturgia de hoy, que podemos sostener auténtica y central respecto a las otras, su punto focal, fijo en el ofrecimiento bíblico de Jesús a Dios, Padre y Señor de la vida humana, en la expresión finalmente mesiánica que se pone al centro de la historia de la humanidad y del contrastado destino de salvación, como “signo de contradicción” (Luc 2, 34).

Comentaba el gran predicador Bossuet: “Nosotros sabemos que el primer acto de Jesús entrando en el mundo, fue de darse a Dios y de ponerse en lugar de todas las víctimas, de cualquier naturaleza que ellas fuesen, para cumplir la voluntad de Dios, cualquiera fuese” (BOSSUET, Elévations sur les mystères, «Œuvres», II, 336). Está en este episodio evangélico la profesión religiosa fundamental: la filosofía de la vida comienza así: el hombre no es para sí; él es criatura, él nace libre, pero en la esfera de un designio divino que envuelve su destino y su deber radical (Cfr. Ef. 1, 3ss). Palabra evidente para quien ha descubierto la llave de la vocación humana, que es aquella de Cristo mismo: “He aquí, que yo vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb. 10, 7. 9; Sal. 39, 8; Is. 53, 7). De aquí toda la relación entre el hombre y Dios se desarrolla en una serie de pasos ascensionales que se hacen oración, diálogo, obediencia, amor, oblación; se hacen también sacrificio, pero destinado a fundirse en el océano de la vida y de la bienaventuranza.

Este empeño inicial, esta ofrenda a la voluntad de Dios merece la gran meditación de esta particular festividad, de nuestra fe en Dios y en Cristo nuestro maestro y nuestro salvador. Somos Pueblo de Dios, y casi llevados por una costumbre histórica, de la cual no tendremos nunca bastante reconocimiento, ni habremos tampoco suficientemente bendecido esta fortuna, me refiero a habernos encontrado con el mundo religioso, con el reino de la fe y de la luz. ¿Hemos comprendido esta suerte maravillosa? ¿Hemos correspondido a la dignidad de esta elección comunitaria, que incorpora nuestra microscópica existencia a aquella universal del Cristo total, que se llama Cuerpo místico, la Iglesia?

¿Nos hemos dado cuenta que en esta desmesurada comunión, que nos hace a todos uno en Cristo, nuestra mínima vida, lejos de perder su personalidad, la adquiere y la engrandece?. Lo nuestro toma proporciones incalculables, y se vale de esta transfigurante “sociedad del espíritu” (Filp. 2, 1) para llegar a aquella plenitud que en vano buscamos en la posesión de las cosas de la tierra, de la naturaleza, de los sentidos, del mismo pensamiento; y que profundamente, inconscientemente, quizá, deseamos: que es la posesión infinita del Dios viviente.

Ofrecerse a Cristo y recibirlo. Con Cristo se conquista lo infinito, Dios.

Felices nosotros, si este ofrecimiento, derivado de nuestro bautismo, se ha mantenido fiel, si se ha profundizado en la conciencia de su hiperbólica proporción; y si en vez de irradiarse en el esfuerzo de volverse mínima y avaramente, se ha hecho más generosa y operante la entrega, si este ofrecimiento se ha hecho pleno y cristiano.

La presentación del Señor al templo y la Purificación de Nuestra Señora nos recuerda la verdadera religión, es decir, la relación con Dios. Por eso en Europa hoy se celebra la jornada de la vida religiosa (en Argentina lo hacemos en septiembre). Pero en un sentido lato, lo que particularmente y según el carisma se vive en el religioso o la religiosa (vida activa, vida contemplativa, instituto secular, etc), lo debemos vivir todos los bautizados. Hoy tengamos un particular recuerdo por los religiosos y religiosas ya que el Santo Padre Francisco concluye el año dedicado a la vida consagrada.

Pidamos al Señor esta gracia para toda la Iglesia, pidamos crecer en oración, diálogo, obediencia, amor, oblación; también en sacrificio, y lo que no entendamos no lo neguemos, no lo disfracemos, sino que a ejemplo de María, guardémoslo y meditémoslo en nuestro corazón, si somos fieles al fin nos daremos cuenta que eso que no entendemos corresponde al designo de amor y misericordia que Dios tiene para cada uno de nosotros.


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