(364) Santidad-7. Conversión: dolor de corazón

Rembrandt

–«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa».

–«Lávame: quedaré más blanco que la nieve… Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50). [Nota.-Por esta vez no hay discusión en este inicio; pero conste que no sienta precedente).

Examen de conciencia (fe), dolor de corazón (caridad), propósito de la enmienda (esperanza), expiación por el pecado (caridad/justicia), son los actos fundamentales que integran la virtud de la penitencia (conversión, metanoia). 

–El examen de conciencia, del que ya traté (363), realizado a la luz de la fe y con la ayuda de la gracia, nos da a conocer y a reconocer la realidad de nuestros pecados, tantas veces ignorada. Es el acto primero de la conversión, el que nos muestra con una lucidez sobrenatural, que «nos viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17), la verdad –la mentira– de nuestros pecados. Mientras una persona no conoce y reconoce sus culpas, no es posible que se duela del pecado y que procure la enmienda. No puede ni siquiera iniciar el proceso de la conversión.

Por eso uno de los principales términos griegos que en el NT expresan la conversión y la penitencia es precisamente la palabra metanoia (metanoéo, convertirse, hacer penitencia), que en primer lugar significa un primer cambio de mente: meta-nous, que hace posible en el hombre una verdadera conversión de la voluntad y de la vida personal.

Para esta transformación radical del pensamiento, tanto San Juan como San Pablo emplean simplemente el término fe: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17). Es ella la que nos permite no «conformarnos a este siglo», y nos mueve en cambio  a «transformarnos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (12,2). La fe, pues, significa participar en modo nuevo del pensamiento de Dios, verlo todo por los ojos de Cristo, asimilar los pensamientos y caminos de Dios, que se elevan tan por encima de los pensamientos y caminos de los hombres «cuanto son los cielos más altos que la tierra» (Is 55,8-9). Ella es el principio absoluto de la conversión.

En este sentido conviene señalar que la conversión es en el sentido pelagiano o semipelagiano algo que se centra casi exclusivamente en la voluntad; y que, por el contrario, en la visón bíblica y católica se vincula en modo muy principal al entendimiento. Sólo si la persona cambia, bajo la acción de la gracia, su modo de pensar, podrá cambiar su modo de querer, de actuar y de vivir: es decir, podrá convertirse.

–Contrición

La contrición hay que procurarla en la caridad, mirando a Dios. Cuanto más encendido el amor a Dios, más profundo el dolor de ofenderle. Pedro, que tanto amaba a Jesús, después de ofenderle tres veces, «lloró amargamente» (Lc 22,61-62). Es voluntad clara de Dios que los pecadores lloremos nuestras culpas: «Convertíos a mí –nos dice–, en ayuno, en llanto y en gemido; rasgad vuestros corazones» (Joel 2,12-13). Es el dolor de corazón, el arrepentimiento, el que lleva a la conversión del pecador. Si Cristo llora por el pecado de Jerusalén (Lc 19,41-44), ¿cómo no habremos de llorar los pecadores nuestros propios pecados?

Decía el papa Francisco recientemente: «Son las lágrimas las que pueden dar el paso a la transformación, son las lágrimas lassque pueden ablandar el corazón, son las lágrimas las que pueden purificar la mirada y ayudar a ver el círculo del pecado en el que muchas veces se está sumergido… Son las lágrimas las que pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión. Así le pasó a Pedro después de haber renegado de Jesús. Lloró y las lágrimas le abrieron el corazón… Pidamos a nuestro Dios el don de la conversión, el don de las lágrimas… “Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de nosotros… purifícanos de nuestros pecados y crea en nosotros un corazón puro, un espíritu nuevo” (Sal 50)» (Ciudad Juárez, México, 18-II-2016).

 El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El concilio de Trento las define así:

«La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento [de la penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del sacramento, que en ella se incluye».

La atrición, por su parte,

«se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que solamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el peniten­te el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia» (Trento 1551: Dz 1676-1678).

Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado, o darlo por supuesto. Por ejemplo, en la preparación de la penitencia sacramental, no debe centrarse la atención del penitente casi exclusivamente en el examen de conciencia, ocupado quizá muy principalmente en hacer sólo el recuento de sus pecados, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlos. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al sacramento, y en modo alguno debe omitir su actualización intensa, como si no fuera necesaria.

Pero el mayor error es queno duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso so­cial, como ocasión de perjuicios y complicaciones que pueda causar. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.

La contrición es el acto más importante de la penitencia, y por eso debemos pedirla. Con la liturgia de la Iglesia, pidamos «la gracia de llorar nuestros pecados» (orac. Santa Mónica 27-VIII)–, y procuremos esa pena del alma mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad alejándonos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas, conocemos qué hacemos al pecar. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.

Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo demoníaco, apasionado, oscuro, falso. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo y consciente, personal y profundo, donde más verídicamente se expresa la verdad íntima de la persona. Y cuando la contrición es muy intensa, no sólamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: tras la ofensa, si en la reconciliación hubo un gran dolor y una amor sincero, quedan más unidos que antes.

La intensidad del dolor por el pecado es tan grande en el cristiano como grande sea su amor a Dios. Por eso nos ayuda tanto leer en la vida de los santos y conocer cómo se duelen cuando en algo han ofendido a Dios. Se duelen muchísimo, porque su amor al Señor es inmenso, casi incomprensible para los cristianos que somos mediocres. Recordaré dos ejemplos que nos ayudan a conocer, siquiere sea de oídas, lo que es el dolor de corazón, la contrición, el arrepentimiento en los santos; es decir, lo que es su amor al Señor. Aunque las citas sean un poco largas, creo que merece la pena hacerlas.

Santa Catalina de Siena (1347-1380), la penúltima de 24 hermanos, Doctora de la Iglesia, analfabeta, hasta que al final de su vida Cristo mismo le enseñó a leer (Carta 212), terciaria dominica, vivió siempre en su casa familiar. El Beato Raimundo de Capua, dominico, fue algunos años su director espiritual y escribió muy detalladamente su biografía (Santa Catalina de Siena, Ed. La Hormiga de Horo, Barcelona 1993). El dolor que Catalina sentía cuando en algo, aunque fuera mínimo, había ofendido al Señor, puede conocerse en esta escena que narra el Beato Raimundo. Es un suceso que ella se lo contó y que él guardó en un escrito. Estando Catalina al anochecer en la iglesia, entró en ella fray Bartolomeo di Domenico, con quien ella tenía mucha confianza:

«Se sentaron y ella comenzó a contarle las cosas que en aquel momento el Señor le estaba mostrando de Santo Domingo. “Veo ahora a Santo Domingo más claramente y más perfectamente que a usted y lo tengo más cerca de mí que usted”. Y comenzó a narrarle las glorias del Santo… Mientras tanto, un hermano de la santa virgen, pasó por allí. Distraída por la sombra o por el ruido de pasos de quien pasaba, Catalina volvió un poco la cabeza y los ojos hacia él, lo suficiente para reconocer a su hermano, y volvió de inmediato a la posición de antes; pero allí rompió a llorar, sin poder decir una palabra (202). El fraile esperó que acabase de llorar. Por fin, después de mucho rato, la pudo invitar a que siguiese con su relato, pero ella todavía sollozaba y no pudo obtener ninguna respuesta. Cuando la virgen pudo hablar, dijo entre sollozos: “¡Infeliz de mí, mísera de mí! ¿Quién castigará un pecado tan grande?”. Fray Bartolomeo le preguntó de qué pecado hablaba, y ella le respondió: “¿No ha visto a esta mujer desventurada que se ha vuelto a mirar a uno que pasaba, mientras el Señor le estaba mostrando sus grandezas?” Y él le dijo: “No has vueto los ojos ni un momento, hasta el punto que yo no me he dado cuenta”. Y ella continuó: “Si supiera el reproche que por ello me ha hecho la beata Virgen, también usted lloraría por mi pecado”. No dijo nada más de la visión, continuó llorando y quiso confesarse». Ya regresada a su casa, según le contó más tarde a su confesor, el Beato Raimundo, «se le apareció San Pablo para hacerle ásperos reproches por haber perdido aquel poco de tiempo girando la cabeza», distrayéndose de lo que el Señor le estaba mostrando: «San Pablo la reprendió más duramente por la distracción que por la pérdida de tiempo… A partir de entonces se volvió más cauta y recogida» (203).

Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la Visitación, que recibió altísimas revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús, y vino a ser la promotora principal de esta gran devoción católica, por expresa voluntad del Señor escribió su propia vida (Autobiografía, Primer Monasterio de la Visitación, Madrid s/f., 141 pgs.). «Mi soberano Señor continuaba recreándome con su presencia actual y sensible, seún me había prometido hacerlo siempre; y en efecto, jamás me privó de ella por culpas que yo cometiese. Pero como su santidad no puede sufrir la más pequeña mancha, y me hace notar la más ligera imperfección, no podía yo soportar ninguna en que hubiera algo, aunque poco, de voluntad propia o de negligencia. Como, por otra parte, soy tan imperfecta y miserable que cometo muchas faltas, si bien involuntarias, confieso serme un tormento insoportable el comparece delante de esta santidad, cuando he sido infiel en alguna cosa, y no hay suplicio al cual no me entregase antes que sufrir la presencia de este Dios santo, cuando está manchada mi alma con alguna culpa. Me sería mil veces más grato arrojarme en un horno ardiendo» (61).

«En cierta ocasión me dejé llevar de algún movimiento de vanidad hablando de mí misma. ¡Oh Dios mío! ¡Cuántas lágrimas y gemidos me costó esta falta! Porque, en cuanto nos hallamos solos Él y yo, con semblante severo me reprendió, diciéndome: “¿Qué tienes tú, polvo y ceniza, para poder gloriarte, pues de ti no tienes sino la nada y la miseria, la cual nunca debes perder de vista, ni salir del abismo de tu nada? Y para que la grandeza de mis dones no te haga desconocer y olvidar lo que eres, voy a poner ese cuadro ante tus ojos”. Y descubriéndome súbitamente el horrible cuadro, me presentó un esbozo de todo lo que soy. Me causó tan fuerte sorpresa y tal horror de mí misma, que a no haberme Él sostenido, hubiera quedado pasmada de dolor. No podía comprender el exceso de su grande bondad y misericordia en no haberme arrojado ya en los abismos del infierno, y en soportarme aún, viendo que no podía yo sufrime a mí misma. Tal era el suplicio que me imponía por los menores impulsos de vana complacencia; así es que me obligaba a veces a decirle: “¡Ay de mí! Dios mío, o haced que muera, u ocultadme ese cuadro, pues no puedo vivir mirándole» (62). 

A mayor amor de Dios, más dolor de haberle ofendido. Hay en esto una lógica psicológica evidente. Pero esta verdad puede considerarse también en otra perspectiva, enseñada por el mismo Cristo: «a quien mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, mucho se le pedirá» (Lc 12,48). El pecado en los santos es más grave porque ellos han recibido de Dios una inmensidad de gracias. Eso les hace deudores –y al mismo tiempo capaces– de una fidelidad especial e incondicional a la voluntad del Señor, sin resistirla en nada, ni en lo mínimo. Por eso se duelen tanto cuando aprecian en su conciencia algo de ofensa a Dios.

* * *

Las «vidas de santos» son las exégesis más fidedignas del Evangelio, sobre todo cuando son autobiográficas (San Agustín, Santa Teresa de Jesús, Santa Margarita María, Santa Teresa del Niño Jesús, San Antonio María Claret, etc.) o cuando están escritas por otros santos (vida de San Antonio, por San Atanasio; vida de San Benito, por San Gregorio Magno; vida de Santa Catalina, por el Beato Raimundo, etc.) . En sus «vidas» los santos nos transparentan al mismo Cristo verdadero. Nos revelan lo que es la vida cristiana vivida en plenitud; y hasta qué punto puede y quiere el Espíritu Santo acrecentar por su gracia en nosotros el amor a Dios y al prójimo, configurándonos a Cristo en pensamientos, sentimientos, palabras y obras. Es muy difícil, por ejemplo, que lleguemos a conocer qué es, como debe ser, el dolor de corazón por el pecado, si no conocemos cómo lo viven los santos. Et sic de caeteris.

Consejo anexo: no pierdan el tiempo leyendo libros de espiritualidad en los que la referencia a los santos –a su enseñanza, al ejemplo de sus vidas– está ausente. Es muy probable que de la vida cristiana den una visión aminorada y falsa.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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