La hipocresía de la Europa relativista

Leemos en Aceprensa:El multiculturalismo viene a ser la sacralización del relativismo moral y cultural
Tras la oleada de agresiones desatada en Colonia la Nochevieja pasada, cuando numerosas mujeres fueron presuntamente víctimas de robos y acoso sexual a manos de hombres procedentes de países árabes, la atención de los políticos y la indignación de los medios se ha centrado principalmente en “su cultura”. 

En la supuestamente arraigada falta de respeto de los varones musulmanes hacia las mujeres. En el conflicto de base entre su mentalidad basada en el Corán y la perspectiva europea, mayormente liberal, feminista y progay. En palabras de un comentarista, Colonia es una muestra de que la cultura de estos hombres sencillamente “no es compatible con las normas europeas”. 

 Toda esta preocupación por “su cultura” resulta extraña. No porque no debamos criticar otras culturas –cosa de la que estoy totalmente a favor– o porque no debamos reprobar y castigar a los hombres acusados de las agresiones en Colonia. No. Resulta extraña porque lo que más claramente revelan las reacciones tras los hechos de Colonia es la podredumbre, la confusión y la hipocresía de nuestra cultura. La de la Europa del siglo XXI.

 La de naciones como Alemania, que se dicen liberales e ilustradas pero que, de hecho, hoy viven bajo un credo de multiculturalismo borreguil y lleno de tabúes, que valora más las mentiras útiles para apaciguar la sociedad de masas que las verdades capaces de abrir un debate auténtico y, sin duda, difícil.  La polémica de Colonia muestra con crudeza la corrosión de los valores ilustrados que Europa dice sostener, la decadencia de la libertad y la apertura de espíritu en el corazón mismo de Europa. 

Y ¿nos obsesionamos con los hábitos culturales de unas pandillas de árabes? Autocensura Hubo dos cosas alarmantes en lo que sucedió en Colonia. La primera fue las agresiones mismas, que, según los testimonios de las mujeres, fueron tremendas. La segunda fue el modo en que las autoridades –como si fueran los gobernantes de una novela distópica– quisieron encubrir la naturaleza de las agresiones, no fuera que la verdad alborotara a la gente y provocara tensiones interétnicas. 

El jefe de policía de Colonia ocultó conscientemente la procedencia de los asaltantes. Dijo a los medios que era difícil saber quiénes cometieron las agresiones, afirmación desmentida más tarde por agentes que estuvieron en el lugar de los hechos aquella noche y dijeron que “la mayoría” de los arrestados tenían acreditación de solicitantes de asilo. Como algo sacado de una novela de Orwell, el jefe de policía prefirió alimentar una mentira por omisión a permitir que la verdad de los hechos iniciara una polémica sobre la reciente acogida, por parte de Alemania, de inmigrantes de Siria y otros países. 

Así pues, parece que maquilló los hechos y reescribió la realidad, con la intención de tener a raya las pasiones del que parece considerar levantisco pueblo alemán, al que más vale mantener quieto con mentiras que agitar con verdades desagradables. Y no es el único. Después de Colonia, se ha descubierto que en Suecia hubo una operación similar de censura el año pasado. Allí, policía y autoridades detectaron un “modus operandi que no habíamos visto nunca hasta ahora… grupos numerosos de jóvenes que acorralaban a chicas y las sometían a acoso sexual”. 

También ellos decidieron no hablar abiertamente de estos ataques ni revelar la procedencia de los culpables, muchos de los cuales eran de Afganistán. ¿Por qué? En palabras de un jefe de policía de Estocolmo, porque “a veces no nos atrevemos a decir las cosas como realmente son, por temor a hacer el juego a los Demócratas Suecos”, el partido derechista antiinmigración. Cultura relativista Rehusar decir “las cosas como realmente son”: he aquí un claro síntoma de la cultura política dominante en la Europa del siglo XXI; una cultura relativista, propensa a la autocensura y fundamentalmente hipócrita. No es un fenómeno nuevo. 

Desde los think-tanks étnicos de los años 90, que inventaron el concepto de “islamofobia” para –según decían– combatir y desacreditar la creencia de que la cultura islámica es “inferior a la occidental”, hasta la falsía de la policía de Rotherham (norte de Inglaterra), que se negó a hablar abiertamente de la explotación de chicas blancas de clase trabajadora por parte de musulmanes –no fuera que el conocimiento de tales abusos inflamara las peligrosas pasiones populares–, desde hace veinte años o más, la Europa multicultural acalla o demoniza el debate público sobre ciertos crímenes, sobre la inmigración y aun sobre los valores, por temor a que altere el frágil orden social y moral, y desencadene sentimientos indeseables. 

 En parte, este no “atreverse a decir las cosas como realmente son” está motivado por el miedo a los partidos populistas de extrema derecha –como los Demócratas Suecos– y a la gente que les vota. O sea, está impulsado por sus propios prejuicios. Esta autocensura se presenta como el buen deseo progresista de proteger a los inmigrantes contra los prejuicios y comportamientos hostiles de los nativos, pero está basada en el prejuicio, más oscuro aún, de que las masas de Alemania, Suecia o Gran Bretaña son tan inflamables, están tan llenas de odio, que no se les puede decir “las cosas como realmente son”. 

Los dirigentes mienten, o al menos ocultan la verdad, para tener a raya las iras del pueblo: una especie de tiranía que recuerda las mentiras sobre la producción de alimentos que la propaganda maoísta china contaba a una población que no tenía qué comer. Occidente sin ideales Pero, yendo más al fondo, la censura moral operada por el multiculturalismo acaba con la política misma, entendida en su sentido más genuino de debate libre, sincero y vivo sobre los valores y el futuro. 

Así, el multiculturalismo viene a ser la sacralización del relativismo moral y cultural. Hace virtud del vacío que hay en el corazón del Occidente moderno, mediante el recurso de maquillar la incapacidad de Occidente para articular sus ideales y defender los valores de la Ilustración diciendo que “todas las culturas son igualmente válidas”. El multiculturalismo es el tratamiento cosmético políticamente correcto para disimular la profunda alienación que sufre la sociedad occidental de su propia cultura, de sus tricentenarias tradiciones de democracia, razón, progreso y aspiración, al menos, a la libertad, aunque esta haya sido tantas veces aplastada. 

Por eso, el instinto básico del multiculturalismo, la fuerza que lo impulsa, es acallar y reprimir, elevar la autocensura y la negación de las dificultades reales, por encima del riesgo que supone permitir el debate abierto y –lo que es peor– juzgar y comparar valores. El resultado final es una nueva Europa kafkiana. Una Europa donde la policía disfraza la realidad. Una Europa donde poner los valores europeos por encima de otros valores es tachado de “fobia”. 

Una Europa donde se considera virtuoso rehusar decir la verdad, y donde está mal visto decir “las cosas como realmente son”. Y luego nos extrañamos de que los inmigrantes que llegan a Europa desde lejos no adopten nuestros valores. ¿Qué valores? Si apenas se nos permite articularlos, mucho menos considerarlos superiores a los de otras gentes, y menos aún hacer proselitismo de ellos entre los recién llegados. Aquí está el problema. 

El verdadero problema de hoy no son los inmigrantes, sino la sociedad a la que llegan. Es una sociedad que ni siquiera es capaz de aunar a su propia gente en torno a unos valores comunes, mucho menos a los recién llegados desde miles de kilómetros de distancia. Y los inmigrantes se dan cuenta de esto. Perciben el vacío al que han venido. Saben que se evita el debate sobre sus propios valores y su comportamiento. 

Sienten que sus nuevos países no tienen un sistema serio de valores. Y así, algunos de ellos –algunos– se comportan de forma ofensiva y oportunista, ya sea aferrándose a sus propios valores o burlándose de la sociedad vacía en la que han desembarcado. Nuestro rechazo a defender los valores europeos, o simplemente a hablar abiertamente del crimen y la inestabilidad, actúa como luz verde para los oportunistas que hay en las filas de nuevos inmigrantes. 

 La experiencia de Estados Unidos a principios del siglo XX muestra que es perfectamente posible formar una nación con gentes de muy diversas procedencias cuando existe un proyecto grande y con ideales al que incorporarlas. Hoy día, el caso de Europa confirma que, en ausencia de un proyecto semejante, la sociedad puede parecer cada vez más fragmentada con la llegada de nuevos inmigrantes, que tienen pocos incentivos para integrarse o poca cosa en que integrarse.

 Brendan O’Neill es director de Spiked
Aceprensa
02:52

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