EL CUARTO DOMINGO DE CUARESMA
(Josué 5:9.10-12; II Corintios 5:17-21; Lucas 15:1-3.11-32)
Un día un maestro recogió a sus alumnos alrededor de sí. Preguntó algo que les pereció raro. “¿Cómo se sabe – dijo -- cuando la noche termina y el día comienza?” Un alumno respondió: “Cuando hay suficiente luz para distinguir la higuera del olivo en el jardín”. “No -- dijo el maestro – no es cierto”. Otro estudiante contestó: “Cuando se puede diferenciar un perro y una oveja en el horizonte”. “Tampoco es correcto” el maestro replicó. Entonces toda la clase le pidió juntos: “Dinos, por favor, la respuesta cierta”. “Muy bien – contó el rabí – la noche termina y el día comienza cuando puedes mirar en los ojos de un extranjero y vi a un hermano. Hasta entonces caminas en las tinieblas”. Las lecturas de la misa hoy nos clarifica esta verdad.
La primera lectura es tomada del libro de Josué. Trata de la bondad de Dios para los israelitas. Los sacó de la servidumbre en Egipto. Los alimentó por su viaje largo en el desierto mientras los formaba como su pueblo escogido. Ya les da una tierra rica de modo que puedan criar a sus familias en paz. Similarmente Dios ha amontado beneficios en nosotros. La vida, la familia, el trabajo – todo nos proviene de Dios. Somos bendecidos como un pueblo particularmente en esta tierra de nosotros tan llena de oportunidad.
Deberíamos ser tan agradecidos a Dios que quisiéramos imitar su bondad. Como él nos ha proporcionado todo, deberíamos compartir de nuestros bienes con los necesitados. Pero la verdad es que nos fascina tanto la creación que olvidamos al Creador. Un profesor recuerda el tiempo cuando los hombres de negocio cerraron sus tiendas entre las doce y las tres de la tarde el Viernes Santo para dar culto a Jesús crucificado. Ahora – lamenta él -- muchas gentes quieren ver el torneo de básquet universitario por todo la Semana Santa. Para asegurar que lleguemos a ser como Él, Dios nos ha enviado a Jesucristo. Como dice san Pablo en la segunda lectura, Cristo, el único justo, se hizo como si fuera pecado para despertarnos de nuestra torpeza. Viendo su imagen en la cruz, recordamos que nosotros también tenemos que sacrificarnos por los demás.
El evangelio indica lo largo que tenemos que viajar para hacernos como Dios. La mayoría de nosotros deberían identificarse con el hijo mayor. Pues sólo unos pocos han hecho algo tan malo como tratar a nuestro padre como si fuera una lata para dar patadas. Pero muchos nosotros hemos resentido la dicha de otras personas cuando no tienen que trabajar tanto como nosotros. Llenos de envidia, queremos que sufran por sus bienes como nosotros. Es como el hermano mayor en la parábola quiere que el otro hijo coma papas y frijoles, no la carne asada. En la historia el padre, dándose cuenta de la sensibilidad lastimada de su hijo mayor, viene para reparar el daño. En un sentido le muestra la misma misericordia que hizo a su hijo menor. Pues deja su camino por los dos para reconciliarlos con sí mismo. ¿Se arrepentirá el joven de su planteamiento duro? La parábola no lo dice. Deja la cuestión en suspenso como estamos nosotros hoy en el medio de la cuaresma. Tenemos que decidir si vamos a hacernos condescendientes como Dios mostrando la misericordia a los demás. O ¿quizás queramos encerrarnos en nosotros mismos siempre protegiendo nuestra posición superior?
Un niño siempre sentaba al lado de su padre en la iglesia. Como el hombre siguió la misa con el misalito en sus manos, así lo hizo el hijo. Es lo que el Señor Jesús quiere de nosotros cuando dice a sus discípulos que sean “misericordiosos como su Padre en el cielo”. Jesús quiere que seamos misericordiosos como Dios con los demás.
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