(365) Santidad-8. Conversión: propósito y expiación

Joven orante

–Total, uno lo intenta y no lo consigue… Casi no merece la pena ni intentarlo.

–Ándese con ojo, que Jesús nos avisó: «si no os convertís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). Cada uno, pues, ha de decirse: sin Cristo no puedo nada (Jn 15,5), pero «todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13).

Examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de la enmienda y expiación de obra. Conversión completa.

* * *

–Propósito de enmienda

El propósito penitencial es un acto de esperanza, que se hace mirando a Dios. El es quien te dice: «vete y no peques más» (Jn 8,11). Él es quien nos levanta de nuestra postración, y quien nos da su gracia para emprender una vida nueva con fuerza y esperanza.

Gran tentación para el cristiano es verse pecador y considerarse irremediable, y venir a entender la salvación al modo luterano. Tras una larga experiencia de pecados, tras no pocos años de mediocridad aparentemente inevitable, de impotencia para el bien –al menos en algunos asuntos de sus vidas–, va posándose en el fondo del alma, calladamente, el convencimiento de que «no hay nada que hacer», «lo mío no tiene remedio». Falla la fe en la fuerza de la gracia de Dios; falla la fe en la fuerza de la propia libertad asistida por la gracia­; y consiguientemente falla la esperanza. Ni se intenta la conversión, porque se considera imposible, y no se intenta aquello que se considera imposible. De este lamentable abatimiento sólo puede sacarnos la virtud de la esperanza: «lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; cf. Jer 32,27). Muchos propósi­tos no se cumplen, pero son muchos más los que ni siquiera se hacen.

Por eso, de ningún modo el cristiano de «dar por supuesto» que tiene propósito de conversión. Si, por ejemplo, al ir a confesar sus pecados en el sacramento de la penitencia, piensa que «ya que voy a confesarme, por supuesto que tengo arrepentimiento y propósito de la enmienda», se engaña lamentablemente. Muchos hay que van a confesar sin tener en realidad propósito de enmendarse, entre otras causas porque no piensan evitar las ocasiones próximas de pecado en las que habitualmente se ponen. Esperan, por tanto, un perdón de Dios al modo luterano, que no exige propiamente arrepentimiento y propósito, sino solamente acogerse a la misericordia del Salvador. De ningún modo, pues, están dispuestos a cumplir mandatos tan radicales como los dados por Jesús: «si tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti», etc. (Mt 5,29-30). No tienen propósito de la enmienda: no lo creen posible, y tampoco necesario.

Los propósitos han de ser espiritualmente formulados, con la gracia de Dios:firmes, prudentes, bien pensados, sinceros, bien apoyados en Dios, y no en las propias fuerzas. Han de ser altos, audaces: «aspirad a los más altos dones» (1Cor 12,31). Toda otra meta sería inadecuada para el cristiano, para el hijo de Dios, que está llamado a la santidad, que no está hecho para andar, sino para volar.

«La vida entera de un buen cristiano se reduce a un santo deseo», dice San Agustín: «Imagínate que quieres llenar un recipiente y sabes que la cantidad que vas a recibir es abundante; extiendes el saco o el odre o cualquier otro recipiente, piensas en lo que vas a verter y ves que resulta insuficiente; entonces tratas de aumentar su capacidad estirándole. Así obra Dios: haciendo esperar, amplía el deseo; al desear más, aumenta la capacidad del alma y, al aumentar su capacidad, le hace capaz de recibir más. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos colmados. En esto consiste nuestra vida: en ejercitarnos a fuerza de deseos. Pero los santos deseos se activarán en nosotros en la medida en que cortemos nuestro deseo del amor del mundo. Lo que ha de llenarse, ha de empezar por estar vacío» (Sources Chr 75 ,230-232) .

Los propósitos no deben ser excesivamente vagos y generales, que en el fondo a nada concreto comprometen. A ciertas perso­nas les cuesta mucho dar forma a su vida, asumir unos compromisos concretos. Les gusta andar por la vida sin un plan, sin orden ni concierto, a lo que salga, según el capricho, la gana o la circunstancia ocasional. Y esto es muy malo para la vida espiritual. Pero tampoco conviene hacer propósitos excesivamente determinados, pues «el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8). En cuestiones contingentes no podemos proponernos objetivos demasiado concretados, pues aunque sean en sí buenos, no tenemos certeza de que Dios quiera darnos hacer esos bienes que pretendemos o más bien otros que su Providencia dispone.

El propósito, como acto intelectivo, «pro-pone» una obra mentalmente, según la fe. Responde así a la naturaleza inteligente del hombre, y es conforme a su modo natural de obrar: primero pensar, segundo elegir, tercero obrar. Pero el propósito, entendido como acto volitivo («decidir»: «hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año, y negociaremos y lograremos buenas ganancias», Sant 4,13), aunque intente obras espirituales en sí mismas muy buenas, puede presentar resistencias a los planes de Dios, que muchas veces no coinciden con los nuestros («no sabéis cuál será vuestra vida de mañana, pues sois humo, que aparece un momento y al punto se disipa», 4,14). Otra cosa es si el propósito, aun siendo volitivo, es claramente hipotético, condicionado absolutamente a lo que Dios quiera y disponga («En vez de esto debíais decir: “si el Señor quiere y vivimos, haremos esto o aquello”», 4,15).

Y es que el cristiano carnal quiere hacer el bien según su voluntad, a su modo y manera; pretende vivir apoyándose en sí mismo, controlando su vida espiritual; quiere avanzar por un camino claro y previsible, con mapa en mano. Pero, por el contrario, muchas veces Dios dispone que sus hijos vayan de su mano sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia, recibiendo día a día «el pan cuotidiano» de la voluntad de Dios providente. Lo que implica un no pequeño despojamiento personal.

* * *

Expiación

La necesidad de expiar por el pecado ha sido siempre comprendida por la conciencia religiosa de la humanidad. Pero aún ha sido mejor comprendida por los cristianos, con mirar solamente a Cristo en la cruz. ¿Dejaremos que él solo, siendo inocente, expíe por nuestros pecados o nos uniremos con él por la expiación? El hijo pródigo, cuando vuelve con su padre, quiere ser tratado como un jornalero más (Lc 15,18-19), y Zaqueo, al convertirse, da la mitad de su bienes a los pobres, y devuelve el cuádruplo de lo que a algunos hubiera defraudado (19,8); la mujer pecadora, a los pies de Jesús, le ofrece humildemente sus lágrimas y la unción de un perfume precioso, y expiando así con gran amor sus pecados, obtiene el perdón de Cristo: «tus pecados te son perdonados» (Lc 7,36-50). Está claro: hay espíritu de expiación en la medida en que hay dolor por el pecado cometido. Y hay deseo de suplir en la propia carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) en la medida en que hay amor a Jesús crucificado.

La devoción al Corazón de Jesús, al centrarse en la contemplación del amor que nos ha tenido el Crucificado, y en la respuesta de amor que le debemos, necesariamente se centra también por eso en la espiritualidad de la expiación, de la reparación y el desagravio. No se trata, pues, de una moda espiritual piadosa, que pueda ser olvidada por la Iglesia Esposa, ya que ésta encuentra en ella el cumplimiento perfecto de su propia vocación.

Es un gran honor poder expiar por el pecado. Un niño, un loco, no pueden satisfacer (satis facere, hacer lo bastante, reparar, expiar) por sus culpas: a éstos se les perdona sin más. Pero la maravilla del amor de Dios hacia nosotros es que nos ha concedido la gracia de poder expiar con Cristo por nuestros pecados y por los de toda la humanidad. Por supuesto que nuestra expiación de nada valdría por sí sola si no se diera en conexión con la de Cristo. Pero hecha en unión a éste, tiene un valor ciertísimo, y nos configura a él en su pasión.

Como dice Trento: «Al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo (Rm 5,10; 1Jn 2,1s), “y de quien viene toda nuestra suficiencia” (2Cor 3,5)» (Denz 1690). «Verdaderamente, no es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados tal que no sea por medio de Cristo Jesús, en el que satisfacemos “haciendo frutos dignos de penitencia” (Lc 3,8), que de él tienen su fuerza, por él son ofrecidos al Padre, y por medio de él son aceptados por el Padre» (ib. 1692).

La expiación es castigo. En todo pecado hay una culpa que le hace merecer al pecador dos penalidades: una pena ontológica (se emborrachó, y al día siguiente se sintió enfermo), y una pena jurídica (se emborrachó, y al día siguiente perdió su empleo). Los cristianos al pecar contraemos muchas culpas, nos atraemos muchas penalidades ontológicas, y nos hacemos deudores de no pocas penas jurídicas o castigos, que nos vendrán impuestas por Dios en su diaria providencia, por el confesor, por el prójimo o por nosotros mismos.

El bautismo quita del hombre toda culpa y toda pena eterna. Quita también la pena jurídica por completo, pero no necesariamente la pena ontológica (un borracho, bautizado, sigue con su dolencia hepática). Y la penitencia, incluso la sacramental, borra del cristiano toda culpa, pero no necesariamente toda pena, ontológica o jurídica (STh III,67, 3 ad 3m; 69,10 ad 3m; 86,4 in c.et ad 3m). Por eso el ministro de la penitencia debe imponer al penitente una expiación, un castigo. Y por eso es bueno también que el mismo cristiano expíe, imponiéndose penas por sus pecados y los del mundo.

Santo Tomás enseña que «aunque a Dios, por parte suya, nada podemos quitarle, sin embargo el pecador, en cuanto está de su parte, algo le sustrajo al pecar. Por eso, para llevar a cabo la compensación, conviene que la satisfacción quite al pecador algo que ceda en honor de Dios. Ahora bien, la obra buena, por serlo, nada quita al sujeto que la hace, sino que más bien le perfecciona. Por tanto no puede realizarse tal substracción por medio de una obra buena a no ser que sea penal. Y por consiguiente para que una obra sea satisfactoria, es preciso que sea buena, para que honre a Dios, y que sea penal, para que algo se le quite al pecador» (STh Sppl. 15,1).

–La expiación es medicina. La contrición quita la culpa, pero la satisfacción expiatoria ha de sanar las huellas morbosas que el pecado dejó en la persona. Esta función de la penitencia tiene una gran importancia para la vida espiritual. En efecto, la expiación, por medio de actos buenos penales, tiene un doble efecto medicinal: 1.–sana el hábito malo, con su mala inclinación, que se vio reforzado por los pecados, y 2.–corrige aquellas circunstancias y ocasiones exteriores proclives al mal que en la vida del pecador se fueron cristalizando como efecto de sus culpas. En una palabra, la expiación ataca las raíces mismas que producen el amargo fruto del pecado (STh Sppl. 12,3 ad 1m; +III,86, 4 ad 3m). Y adviértase aquí que la misma contrición tiene virtud de expiar, pues rompe (conterere: quebrantar, machacar) dolorosamente el corazón culpable.

La perfecta conversión del hombre requiere todos los actos propios de la penitencia. No basta, por ejemplo, que el borracho reconozca su culpa, tenga dolor de corazón por ella, y propósito de no emborracharse otra vez. La conversión (la liberación) completa de su pecado exige además que expíe por él con adecuadas obras buenas y penales (por ejemplo, dejando en absoluto de beber en Cuaresma), que le sirvan de castigo y también de medicina. Sólo así podrá destruir en sí mismo el pecado y las consecuencias dejadas por el pecado. Dicho de otro modo: Cristo salva a los pecadores de sus pecados no solamente por el reconocimiento del mismo, por la contrición y el propósito, sino también dándoles la gracia de la expiación penitencial.

Por lo demás, notemos que en cualquier vicio arraigado, por ejemplo, en el que bebe en exceso, no es posible pasar del abuso al uso, sino a través de una abstinencia más o menos completa. En la sociedad de Alcohólicos Anónimos, por ejemplo, saben bien que quien ha abusado de la bebida hasta hacerse alcohólico (abuso), si no corta absolutamente con su vicio, evitando toda ocasión próxima de recaer en él (abstinencia), no logrará escapar de la esclavitud compulsiva de la bebida (uso libre). En este sentido, volviendo a la conversión de los pecados, en la radical abstinencia del pecador hay al mismo tiempo castigo expiatorio y medicina liberadora. El alcohólico que no quiere dejar la bebida, sino que simplemente se promete «seguiré bebiendo, pero en adelante no beberé con exceso», seguirá siendo alcohólico. Es de experiencia.

El mandato de Cristo de arrancarse el ojo o cortarse la mano «si nos escandalizan» (Mt 5,29-30) es perfectamente realista y es medicina proporcionada a la gravedad de nuestros males. Si un vicio no puede superarse «por las buenas», hay que liberarse de él «por las malas»: «arrancando», «cortando», «dejando» lo que sea. Como dice Santa Teresa, en los combates de la vida espiritual «importa mucho y el todo una grande y muy determinada determinación» (Camino Perf. 21,2).

–El cristiano es sacerdote en Cristo, y por serlo está destinado a expiar por los pecados, no sólamente por los suyos, sino por los de todo el mundo. En efecto, Jesucristo es a un tiempo
sacerdote y víctima. Por eso en la cruz ofreció su vida, su sangre, «por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Y el cristiano, al participar de Cristo en todo, participa también ciertamente de este sacerdocio victimal (Vat. II, LG 10,34), «completando» con la expiación de su propia cruz lo que falta a la pasión de Cristo para la salvación de su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24).

Pío XII ensña: Es preciso que «todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el Sacrificio Eucarístico. Y eso de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, y ofrezcan con él aquel sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan también a sí mismos. Jesucristo, en verdad, es sacerdote… y es víctima… Pues bien, aquello del Apóstol, “tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo” (Flp 2,5), exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias; exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, en fin, que todos nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz junto con Jesucristo, de modo que podamos decir como S. Pablo: “estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo” (Gál 2,19)» (1947, enc. Mediator Dei, 22).

–¿Cuáles son los modos fundamentales de participar de la pasión de Cristo, y de expiar con él por los pecados? El modo fundamental, desde luego, es la participación en la Eucaristía. Pero además de ello, hay tres vías fundamentales: la aceptación de las penas de la vida, el cumplimiento de las penas sacramentales impuestas por el confesor, y también las penas procuradas por la mortificación.

En el próximo artículo estudiaremos estos modos fundamentales de la expiación penitencial.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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