«…y he aquí que conversaban con él dos varones, que eran Moisés y Elías, los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén». (Lc 9. 28-36)
La Cuaresma nos ofrece cada año, en este segundo domingo, el Evangelio de la Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor.
Una especie de oasis en las ardientes arenas del desierto.
Una especie de descanso, en el que apetece exclamar como Pedro: “Señor, qué bien se está aquí”.
Sin embargo la Transfiguración tiene una serie de rasgos que solemos olvidar.
Nos quedamos con el Jesús lleno de luz.
Con el Jesús que revela la belleza interior que traspasa la espesura de su humanidad.
La Transfiguración es como una especie de anticipo de su Muerte y Resurrección.
Yo titularía la Transfiguración como “El hombre que hablaba con su muerte y de su muerte”.
No. No se trata del título de películas macabras. Es algo mucho más simpático. En la cima del Tabor se encuentran Jesús, Moisés y Elías. Las tres grandes figuras de la historia de la salvación. Y, sorpresa, tendrían mil y un temas de que conversar. Pero nada más interesante para ellos que hacer tema de su conversación la «muerte de Jesús». Hablaban de «su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén».
En un momento tan brillante y de tanta luminosidad no encuentran mejor tema que hablar de «su muerte». Qué bello es el Tabor, precisamente por eso, Jesús, el hombre que habla de su muerte. Y habla de su muerte y con su muerte como se habla con el amigo más íntimo y querido.
Jesús hablaba de su muerte con toda claridad y además hablaba de ella como de un gran acontecimiento. Nunca le puso tragedia ni ornamentos negros. Habló de ella como momento de gloria, de glorificación. La muerte como realización plena de un camino, de una vida y de una misión.
En el Tabor Jesús se transfiguró. Se encendieron en Él todas las luces de la noche, hasta parecer de día. ¿Se transfiguró Él hablando de su muerte o se transfiguró su muerte con blancura de mañana de Pascua? Yo pienso que se transfiguró Él mismo contemplando la pascua de su muerte. No era la carroza de flores ocultando la muerte, sino la muerte misma revestida de flores de Pascua.
Solo se puede hablar bien de la muerte cuando se ha vencido el miedo a morir, o cuando se ha descubierto que se muere para vivir y para que otros vivan.
Aquel día del Tabor, Jesús tenía ya las «maletas hechas». Lucas habla de inmediato del segundo anuncio de su Pasión y sin acabar el capítulo, pone ya a Jesús en camino del final, camino de Jerusalén. Y lo hace con una frase estupenda: «Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén». (Lc 9, 31)
A nosotros nos sigue siendo demasiado dura la experiencia de la muerte. Los Discípulos, que acaban de ver y escuchar lo acontecido en el monte, siguen sin entender nada. Y eso que Jesús quiere ser muy explícito: «Poned en vuestros oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían esto; les estaba velado de modo que no le entendían y tenían miedo preguntarle acerca de este asunto». (Lc 9, 44-45)
Aquello que no interesa mejor no preguntarlo.
Aquello que se teme, mejor ignorarlo.
Aquello que no se ama, mejor olvidarlo.
No voy a decir que le he perdido el miedo, pero ya no me parece la misma. Algo como si fuese una muerte diferente. Muerte al fin, pero una muerte-vida, una muerte-final del camino, para entrar en el otro camino. El camino que arranca la mañana de Pascua. Hoy ya me atrevería a decir que «vale la pena morir».
¿Hablaré yo hoy con la muerte?
¿No me tendrán por loco si me descubren hablando con la muerte?
¿Y qué importa me tengan por loco si el primer loco fue el mismo Jesús?
No quiero mirar a mi muerte de frente, prefiero mirarla en la muerte de Jesús.
¿Por qué, como cristiano, no voy a ser testigo del morir en la fe?
Morir para vivir un vivir nuevo. El vivir pascual.
Clemente Sobrado C. P.
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