Hermano, hermano, si nos remontamos al mismísimo origen, soy hermano de aquel negrito del África tropical, de la viuda incinerada a la fuerza en la India, de Gandhi y de Lenin, de Buda y Mahoma, Lutero y Calvino, santa María Goretti y Mata Hari, incluso soy hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol, y del sol.
Así da gusto ser hermano de quien haga falta. Lo mismo me da el último paramecio, la estrella más lejana, la bacteria de mi última infección, el dictador de Corea del Norte, el más pequeño de los chinitos, el mayor de los batusis, la trufa más codiciada o la peor de las amanitas. Todos somos creaturas de Dios y desde ese punto de vista, de alguna manera hermanos como lo somos del hermano sol, el hermano lobo, la hermana agua y la hermana muerte, amén.
A partir de aquí, vamos a mirar lo de la fraternidad de otra manera. Porque si ser hermano es eso tan bonito de compartir, sentir juntos, ayudarse y sentirse todos ciudadanos de un mundo que necesita el vuelo de una paloma y por eso estamos aquí, entonces cantemos y no entremos en detalles. Pero si alguien pretende que la fraternidad sea ayudarse, regalarse, comprender, amar y abrir las puertas de casa, atención, que servidor va a poner algunas barreras.
No pienso abrir las puertas de mi casa ni a los Stalin ni a los Hitler de turno, a los Castro o a los Kim Jong. No me da la gana. Para nada me pienso partir el pecho por ayudar a los expertos en abortos o a los ingenieros de la economía que supieron lucrarse a costa del pobre. No considero hermano mío a quien vive del engaño, la muerte, la droga o el aprovechamiento del más débil. Como católico todo aquel que pretenda socavar los fundamentos de mi fe no puede ser mi hermano, ni entrar en mi casa como tal.
De masonería no sé mucho, entre otras cosas porque ya se encargan los mismos masones de que así sea. Dicho esto, hay más de doscientos documentos en la Iglesia condenando la masonería. Juan Pablo II afirma en 1983 que “no ha cambiado el juicio negativo de la Iglesia respecto de las asociaciones masónicas, porque sus principios siempre han sido considerados inconciliables con la doctrina de la Iglesia; en consecuencia, la afiliación a las mismas sigue prohibida por la Iglesia. Los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas se hallan en estado de pecado grave, y no pueden acercarse a la santa comunión”.
Bien. Me basta esto para decir que cuidadito con esta gente. Vamos, que serán mis hermanos por la cosa de la filiación divina por creación, pero poco más. Dicho esto, más que hermanos, por más que se empeñe el cardenal Ravasi, primos muyyyyyyyyyyyyyyyy lejanos y de esos con los que además uno no va ni a cobrar una herencia.
Yo no sé si el cardenal Ravasi ha tenido un lapsus, una experiencia mística mal digerida, una iluminación que le haya venido de lo alto -con minúscula, evidentemente- o si está padeciendo algún tipo de delirio, porque ya me dirán ustedes si después de más de doscientos documentos, y alguno tan contundente como el de Juan Pablo II y alguna otra cosa posterior, uno puede ponerse el delantal y hermanos para siempre. Algo falla, algo huele.
¿Hermanos? Anda ya. Primos lejaniiiiiiiiiiiiisimos, parientes ignorados, algún gen como criaturas de Dios, pero dicho eso, nada de nada.
Eso sí, leído lo de Ravasi, hoy los masones hermanos, mañana hermanos del alma, y pasado de militancia obligatoria para cualquier católico. Menos para un servidor, y algunos como yo, que ya se sabe somos integristas, y con un integrista no se juega. Evidentemente que no.
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