Escribe Angel Cabrero:
¿Cuántas veces hemos oído las quejas de los no creyentes sobre el dogmatismo de la Iglesia? Como si les interesara mucho la doctrina cristiana, que apenas conocen. Les molestan los dogmas, y evidentemente la Iglesia los tiene, pero no para ellos. Para los agnósticos la Iglesia tiene caridad y acogida, que es lo esencial de su mensaje.
En realidad quienes se quejan de dogmatismos son los que no quieren la verdad, salvo que sea la suya. No quieren ni oír hablar de una Verdad con mayúscula, y siempre les huele a imposición o a acusación, porque en el fondo lo que predomina es “yo hago lo que quiero”, que no es más que el “querer ser como dioses” ya presente en el pecado original. Siglos han pasado, pero en el fondo es el problema. Por eso negar totalmente la existencia de Dios es comprometedor, porque les gustaría ser ellos el dios de referencia.
Decía Daniel Innerarity: ‘Algo no va bien cuando la declaración de amor "te quiero" suena demasiado apodíctica e incondicional y se sustituye por un equivalente hipotético del tipo "vamos a ver si esto funciona"’. A estos extremos se llega, y es una realidad constatable, cuando uno no está dispuesto a aceptar una verdad que no sea la propia. Porque en realidad la suya si la quieren imponer. Eso es lo curioso. La Iglesia no puede decir lo que es enseñanza de siglos sobre la moralidad del matrimonio homosexual, pero los lobbies imponen incluso con violencia sus “dogmas”. Y así podríamos hablar de otros muchos temas.
Ya lo había advertido San Juan Pablo II: “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad, y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia. (Centesimus annus 46).
El totalitarismo del relativismo está servido. Ellos dirán que hay que ser tolerantes. Tolerante es el que respeta a todas las personas, independientemente de sus opiniones, pero eso no quiere decir que todas las ideas sean respetables. Un cristiano no puede aceptar, por ejemplo, el aborto, no es una actitud respetable, pero al abortista procuraré ayudarle para que entienda. Esto es tolerancia. Lo otro es puro relativismo. Y el relativista que dice ser tolerante resulta que quiere imponer una verdad: “no hay ninguna verdad absoluta”.
La verdad no es algo a lo que se llegue por mano alzada, de modo asambleario. La Verdad es, y hay que buscarla, luchar por llegar a ella. También fue San Juan Pablo II quien dijo: “La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida” (Veritatis Splendor 94).
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