“La multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y esto les resultaba escandaloso. Y se extrañó de su falta de fe.” (Mc 6,1-6)
Resulta curioso el que veamos la luz y luego nos empeñemos en negarla.
Primero encendemos la luz, y luego nos dedicamos a apagarla.
Es que ¿cómo vamos a decir que vemos, si luego preferimos vivir como ciegos?
¿No fue también esta la actitud de los paisanos de Jesús en su propio pueblo natal?
Primero reconocen y admiran su sabiduría.
Una sabiduría que nadie habría podido enseñarle.
Una sabiduría que no se enseñaba en la sinagoga.
Admiraban incluso los milagros de sus manos le hacían algo especial.
Pero esto iba a tener serias consecuencias. ¿Y por qué entonces no le hacemos caso y la seguimos?
Cambiar no era fácil.
Cambiar trae problemas, incluso con la misma sinagoga.
Había que buscar otra salida.
Era preciso desmontar toda aquella admiración.
Y nada más fácil que buscarle la suela de sus sandalias.
A este le conocemos. Y conocemos toda su parentela.
Aquí no hay señales de Dios sino señales de que es uno como nosotros.
Un cualquiera.
Con frecuencia me viene a la mente esta actitud, cuando pienso en la gente que quiere cambiar.
Cambiar ya es, de por sí, difícil.
Pero más difícil resulta que la gente crea en su cambio.
¿Recuerdan la curación del ciego de nacimiento?
Vivía mucho más tranquilo como ciego.
Todo el mundo le conocía y nadie se metía con él.
Ahora todos se cuestionan sobre su identidad.
Si es el mismo o es otro o alguien que se le parezca.
Hasta los mismos padres se limpian las manos y no quieren saber nada.
Cuando uno cambia todos dudan de su cambio. Vienen todas las comidillas:
¡Si le conoceré yo!
¡Si sabré yo de qué pie cojea!
¡Yo no me fío nada de él!
¡Veréis que vuelve a las andadas!
Y todos conocemos su genealogía hasta la quinta generación.
Por eso, muchos prefieren no cambiar.
Quieren cambiar, pero tienen miedo.
Prefieren seguir con los de su calaña, porque, al menos allí le aceptan como es.
Como que quedan marcados para toda su vida.
¡Y que no se le ocurra pedir un trabajo, porque lo primero que le van a pedir son sus credenciales policiales.
La culpa de que muchos no cambien la tenemos todos nosotros que lo marginamos porque no creemos en su cambio.
¿Y no sucede algo parecido con la Iglesia? Todos vemos cuánto hay de bueno y de bondad y de santidad en ella. Pero basta que un sacerdote saque los pies del plato es suficiente para justificar el dejar de creer en ella.
Ver y negar la luz.
Ver los milagros de sus manos y pensar solo en las manos del “carpintero”.
Ver que allí hay algo nuevo, pero conocen a su madre, a su padre y hermanos.
Siempre hay razones para abrirnos a la luz.
Siempre hay razones para no creer.
Siempre hay razones para no aceptar lo nuevo, el cambio.
Y Jesús tuvo que largarse de su pueblo extrañado y dolorido por su “falta de fe”.
Clemente Sobrado C. P.
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