octubre 2014

17:33

A San Juan de la Cruz




Querido Juan de la Cruz, en el siglo Juan de Tepes, patrono de los poetas que escriben en castellano. Tu buena amiga Teresa de Jesús te llamaba "medio fraile" por tu pequeña estatura, pero bien sabía ella que fuiste un gigante en todo lo demás: en santidad, en espíritu contemplativo, en afán reformador, en fortaleza para enfrentarte a la persecución e incluso a la cárcel, y también en astucia para escaparte de la prisión injusta.




Empecé a leer tus poemas a los quince o dieciséis años por recomendación de Quino Andrada, que era mi profe de Literatura. Él me prestó un libro tuyo de "poesías completas" con un largo prólogo que resumía tu vida, y ya entonces me pareció admirable que un pequeño fraile corretón fuese al mismo tiempo el más universal de los místicos españoles y también el primer poeta de Castilla. Yo, que hasta entonces apenas había aprendido a apreciar la métrica y la rima de los versos de Espronceda, descubrí gracias a tu "Cantico espiritual" que unas pocas palabras verdaderas pueden golpear en el alma con la fuerza de un huracán.




Pero no te escribo, querido Juan, para hablar de literatura. Sólo quiero continuar contigo el diálogo que inicié hace un mes con Dulcinea del Toboso, ya sabes, Aldonza Lorenzo, la dama soñada por el bueno de don Quijote.




Explicaba yo a Dulcinea que el secreto de su belleza estaba en la mirada de su andante caballero. Un hombre enamorado puede hermosear a su amada y convertir a una rústica cuidadora de puercos en la más linda de las princesas.




Mientras escribía esas palabras pensaba en tu "Cantico espiritual". ¿Recuerdas? El alma suspira por ver el rostro del Amado; pregunta por Él a las criaturas y éstas le responden:




Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura,/ e, yéndolos mirando,/ con sola su figura/ vestidos los dejó de su hermosura.




Si un hidalgo enamorado y loco fue capaz de embellecer a su amada con sólo mirarla, qué no hará Dios, nuestro Señor, Amor infinito, al contemplar la obra de sus manos. El Creador de todas las cosas no busca la belleza fuera de sí mismo. Al contrario; la derrama en las criaturas con solo mirarlas. Siempre he pensado que la belleza no puede ser casual. No hay un cuadro sin pintor ni una sinfonía sin un músico que la componga. Un millón de letras caídas al azar nunca compondrían los cinco primeros versos de tu Cántico.




Es posible que este argumento no convenza a los que niegan la existencia de un Dios-Artista supremo, pero a mí me sirve. Al contemplar las puestas de sol de Castilla o el colorido de las aves en primavera recuerdo otro gran poema, el Salmo 19, que comienza así: el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.




Pero la mirada de Dios es aún más prodigiosa cuando descansa en aquellos que Él creó a su imagen y semejanza. Si el hombre se deja mirar por su Señor y desnuda el alma, descubre que el Amor quema todo lo sucio y repulsivo que encuentra a su paso y le prepara para una "segunda" mirada.




Así lo dice tu Cántico: no quieras despreciarme,/ que si color moreno en mí hallaste,/ ya bien puedes mirarme,/ después que me miraste,/ que gracia y hermosura en mí dejaste.




La primera mirada endiosa el alma después de haberla lavado con los Sacramentos del Bautismo y la Penitencia. A ese endiosamiento lo llamamos "Gracia". Y es tanta la belleza del alma que ni siquiera Dios puede resistir su atractivo. Por eso vuelve a mirarla y a remirarla como un caballero andante enamorado.







¿Puedes creer, querido Juan, que todavía hay miles de cristianos que ni siquiera saben lo que significa "vivir en Gracia"? Quizá la culpa sea nuestra, por no haber sabido explicárselo.




"¡Si conocieras el don de Dios…!", dijo Jesús a la samaritana junto al pozo de Sicar. Tú, que eres poeta, échanos una mano; a ver si conseguimos que más hombres y mujeres dejen de tener miedo a esa mirada embellecedora de Dios.






14:51
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Este icono, de la Reina de todos los santos, rodeada de ellos y en adoración a la Santísima Trinidad, representada en lo alto, ha presidido hoy en mi parroquia el comienzo de la celebración de la Solemnidad de Todos los Santos.


Además los retablos e imágenes de toda la iglesia estaban iluminados por lámparas encendidas, para significar que los Santos son luz para este mundo en tinieblas.


Y les hemos cantado a los santos y les hemos pedido santidad y sentido para nuestro mundo y para nosotros. Y en la Misa los hemos sentido presentes y vivos en medio de nosotros.


11:54


“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás” (Jn 11, 17-27). En su diálogo con Marta, una de las hermanas de Lázaro, Jesús se auto-revela como “la Resurrección y la Vida”, lo cual quiere decir que Él es Dios en Persona, puesto que sólo Dios es la Vida Increada en sí mismo y sólo Dios, en cuanto Vida Increada, tiene el poder de vencer a la muerte, que es en lo que consiste la resurrección. En otras palabras, al revelarse como el Dios que es la Vida en sí misma, se revela, al mismo tiempo, como el Dios que vence a la muerte, dando la vida, es decir, como el Dios de la Resurrección: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Esta auto-revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección se da en un contexto de muerte y de dolor: las garras de la muerte, que dominan a la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva son tan fuertes, que hasta el mismo Hombre-Dios experimenta su dureza, pues acaba de morir su amigo Lázaro, y Él mismo, el Hombre-Dios, se conmoverá frente a la muerte de su amigo, frente al misterio de dolor que significa la muerte. Pero esta revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección, no se da en forma en casual en el contexto de la muerte de su amigo Lázaro: Jesús podría haber evitado su muerte, porque cuando le avisan que Lázaro está enfermo, Jesús no parte inmediatamente, sino que deja pasar el tiempo, y parte cuando Lázaro ya ha muerto; de hecho, cuando Jesús “llega a Betania”, dice el Evangelio, hacía ya “cuatro días que Lázaro estaba sepultado”, y cuando se acerca a la tumba, sus hermanas le advierten a Jesús que el cuerpo “hiede”, es decir, que está en pleno proceso de descomposición orgánica. Pero el mismo Jesús ya lo había advertido al haber recibido la noticia de la grave enfermedad de Lázaro: “Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios”. Y efectivamente, así sucede: al llegar Jesús a Betania, el poder de la muerte no puede ser más patente: Lázaro ya no está más; su cuerpo hiede, su alma se ha desprendido del cuerpo –el hombre es la unidad substancial del alma y del cuerpo, y la muerte consiste en la separación de ambos principios, y esto es lo que ha sucedido en Lázaro-, y todos los circunstantes, incluidas las hermanas, e incluso hasta Él mismo, puesto que “se conmueve hasta las lágrimas” al ver la mortaja, según el Evangelio, parecen abrumados por el peso del dolor que provoca la muerte. Sin embargo, cuando la muerte parece haber triunfado incluso hasta por sobre el mismo Hombre-Dios, es Él, Jesús, quien, confirmando con un milagro portentoso, las palabras que acaba de decir a Marta –“Yo Soy la Resurrección y la Vida”-, resucita a Lázaro, devolviéndolo a la vida, mediante una simple orden de su voz: “Lázaro, levántate y anda”. Inmediatamente, obedeciendo a su Creador, Redentor y Santificador, el alma de Lázaro se une a su cuerpo, el cual recupera la lozanía, la frescura y el estado de salud que tenía antes de morir, produciéndose el milagro ante la vista de todos. Con este grandioso milagro, la resurrección de Lázaro, Jesús confirma, con los hechos, lo que había afirmado y revelado minutos antes: que Él era Dios en Persona y que, en cuanto Dios, era, en sí mismo, la Resurrección y la Vida: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Así se cumple lo que Jesús había dicho: que la enfermedad de Lázaro habría de servir para “gloria de Dios”, y así sucede, efectivamente, porque todos glorifican a Dios, con mayor alegría y asombro aún, al ver a Lázaro resucitado, que lo que habrían hecho si Lázaro solo hubiera recibido una curación milagrosa de su enfermedad.


Sin embargo, por grandioso que pueda parecer este milagro de la resurrección de Lázaro, es ínfimo, en comparación con la resurrección de los muertos que Él realizará en el Día del Juicio Final, Día en el que, a una simple orden de su Voz, todos los muertos, de todos los tiempos de la humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre que haya muerto en el Último Día, resucitarán para ser juzgados por Él, y Él, como Justo Juez, les dará el destino eterno, según sus obras: o el cielo, o el infierno, de acuerdo a lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica.


“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”, le dice Jesús a Marta, y luego resucita a su hermano Lázaro, que estaba muerto. Pero Jesús no es un mero espectador de la muerte del hombre: para redimir la naturaleza humana en el cumplimiento de su misterio pascual salvífico, Jesús mismo experimentó la muerte, siendo Él el Dios de la Vida y de la Resurrección, y la experimentó dos veces: una primera vez, en la Agonía del Huerto, en Getsemaní, en donde sufrió la muerte de todos y cada uno de los hombres: en el Huerto de Getsemaní, en las tres horas durante las cuales duró su agonía, Jesús sufrió, una por una, las muertes de todos los hombres, asumiéndolas, de modo individual, una por una, aunque en el Huerto no murió, pero sufrió una agonía que fue como la misma muerte, y fue lo que le hizo sudar Sangre; la segunda vez que sufrió la muerte, fue en la cruz, y ahí sí murió realmente, y tanto en la agonía de muerte del Getsemaní, como en la muerte de cruz del Calvario, Jesús probó el sabor de la muerte, para derrotarla definitivamente, para erradicarla de la humanidad y para donarnos la Vida eterna, la Vida misma de la Trinidad.


Al sufrir la Agonía de muerte en el Huerto, y al sufrir la muerte real y verdadera en la cruz, y al resucitar luego en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, es decir, al insuflarle la Vida divina a su Cuerpo muerto en el sepulcro el Domingo de Resurrección, Jesús destruye a la muerte que dominaba a la humanidad, desde el pecado original de Adán y Eva, y pone a disposición de todo hombre y de todos los hombres, esta Vida nueva, insuflada a su Humanidad, pero la condición es que, aquel que quiera recibir esta Vida Nueva, que es la vida de la gracia, quiera recibirlo y quiera creer en Él: sólo así, creyendo en Él –y creer en Él significa convertir el corazón para vivir la vida nueva de la gracia, que excluye radicalmente el pecado-, el hombre tiene la Vida de Dios en él; sólo así, convirtiendo su corazón, porque cree en Jesús en cuanto Hombre-Dios y Redentor, Dueño de la Vida y Señor de la Resurrección, el hombre puede acceder a la Vida eterna, y sólo así, creyendo en Jesús, que está vivo, resucitado y glorioso en la Eucaristía, puede el hombre nuevo, vivificado por la gracia, vivir con esta vida nueva, que es la Vida eterna, la Vida misma de Dios Trinidad.


Esta Vida nueva, la vida de la gracia, sembrada en germen en el corazón del cristiano, es lo que le da la esperanza de una nueva vida, desconocida, más allá de esta vida terrena, la vida en el Reino de Dios, y es por eso que el cristiano, aun cuando muera, sabe que vivirá para siempre, en el Reino de los cielos, y sabe que, aun cuando sus seres queridos hayan ya fallecido, por la Misericordia Divina, espera reencontrarlos en la otra vida, porque ellos también esperaron y creyeron en Cristo Jesús, el Dios de la Vida y de la Resurrección.


“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Porque Jesús es el Dios de la Vida y de la Resurrección, nosotros los cristianos, aun cuando sabemos que hemos de morir algún día, sabemos también, con certeza, que si vivimos y morimos en gracia, por la Misericordia Divina, habremos de resucitar, en cuerpo y alma, para vivir glorificados, contemplando al Dios de la Vida y de la Resurrección, unidos a nuestros seres queridos, que fallecieron en la misma fe, en el Reino de Dios, en donde la muerte ya no existe más, porque allí reina, para siempre, Cristo Jesús, el Dios, de la Paz, de la Alegría, del Amor, de la Resurrección y de la Vida, el mismo Dios que vive, triunfante y glorioso, resucitado, en la Eucaristía.



11:52


“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás” (Jn 11, 17-27). En su diálogo con Marta, una de las hermanas de Lázaro, Jesús se auto-revela como “la Resurrección y la Vida”, lo cual quiere decir que Él es Dios en Persona, puesto que sólo Dios es la Vida Increada en sí mismo y sólo Dios, en cuanto Vida Increada, tiene el poder de vencer a la muerte, que es en lo que consiste la resurrección. En otras palabras, al revelarse como el Dios que es la Vida en sí misma, se revela, al mismo tiempo, como el Dios que vence a la muerte, dando la vida, es decir, como el Dios de la Resurrección: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Esta auto-revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección se da en un contexto de muerte y de dolor: las garras de la muerte, que dominan a la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva son tan fuertes, que hasta el mismo Hombre-Dios experimenta su dureza, pues acaba de morir su amigo Lázaro, y Él mismo, el Hombre-Dios, se conmoverá frente a la muerte de su amigo, frente al misterio de dolor que significa la muerte. Pero esta revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección, no se da en forma en casual en el contexto de la muerte de su amigo Lázaro: Jesús podría haber evitado su muerte, porque cuando le avisan que Lázaro está enfermo, Jesús no parte inmediatamente, sino que deja pasar el tiempo, y parte cuando Lázaro ya ha muerto; de hecho, cuando Jesús “llega a Betania”, dice el Evangelio, hacía ya “cuatro días que Lázaro estaba sepultado”, y cuando se acerca a la tumba, sus hermanas le advierten a Jesús que el cuerpo “hiede”, es decir, que está en pleno proceso de descomposición orgánica. Pero el mismo Jesús ya lo había advertido al haber recibido la noticia de la grave enfermedad de Lázaro: “Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios”. Y efectivamente, así sucede: al llegar Jesús a Betania, el poder de la muerte no puede ser más patente: Lázaro ya no está más; su cuerpo hiede, su alma se ha desprendido del cuerpo –el hombre es la unidad substancial del alma y del cuerpo, y la muerte consiste en la separación de ambos principios, y esto es lo que ha sucedido en Lázaro-, y todos los circunstantes, incluidas las hermanas, e incluso hasta Él mismo, puesto que “se conmueve hasta las lágrimas” al ver la mortaja, según el Evangelio, parecen abrumados por el peso del dolor que provoca la muerte. Sin embargo, cuando la muerte parece haber triunfado incluso hasta por sobre el mismo Hombre-Dios, es Él, Jesús, quien, confirmando con un milagro portentoso, las palabras que acaba de decir a Marta –“Yo Soy la Resurrección y la Vida”-, resucita a Lázaro, devolviéndolo a la vida, mediante una simple orden de su voz: “Lázaro, levántate y anda”. Inmediatamente, obedeciendo a su Creador, Redentor y Santificador, el alma de Lázaro se une a su cuerpo, el cual recupera la lozanía, la frescura y el estado de salud que tenía antes de morir, produciéndose el milagro ante la vista de todos. Con este grandioso milagro, la resurrección de Lázaro, Jesús confirma, con los hechos, lo que había afirmado y revelado minutos antes: que Él era Dios en Persona y que, en cuanto Dios, era, en sí mismo, la Resurrección y la Vida: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Así se cumple lo que Jesús había dicho: que la enfermedad de Lázaro habría de servir para “gloria de Dios”, y así sucede, efectivamente, porque todos glorifican a Dios, con mayor alegría y asombro aún, al ver a Lázaro resucitado, que lo que habrían hecho si Lázaro solo hubiera recibido una curación milagrosa de su enfermedad.


Sin embargo, por grandioso que pueda parecer este milagro de la resurrección de Lázaro, es ínfimo, en comparación con la resurrección de los muertos que Él realizará en el Día del Juicio Final, Día en el que, a una simple orden de su Voz, todos los muertos, de todos los tiempos de la humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre que haya muerto en el Último Día, resucitarán para ser juzgados por Él, y Él, como Justo Juez, les dará el destino eterno, según sus obras: o el cielo, o el infierno, de acuerdo a lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica.


“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”, le dice Jesús a Marta, y luego resucita a su hermano Lázaro, que estaba muerto. Pero Jesús no es un mero espectador de la muerte del hombre: para redimir la naturaleza humana en el cumplimiento de su misterio pascual salvífico, Jesús mismo experimentó la muerte, siendo Él el Dios de la Vida y de la Resurrección, y la experimentó dos veces: una primera vez, en la Agonía del Huerto, en Getsemaní, en donde sufrió la muerte de todos y cada uno de los hombres: en el Huerto de Getsemaní, en las tres horas durante las cuales duró su agonía, Jesús sufrió, una por una, las muertes de todos los hombres, asumiéndolas, de modo individual, una por una, aunque en el Huerto no murió, pero sufrió una agonía que fue como la misma muerte, y fue lo que le hizo sudar Sangre; la segunda vez que sufrió la muerte, fue en la cruz, y ahí sí murió realmente, y tanto en la agonía de muerte del Getsemaní, como en la muerte de cruz del Calvario, Jesús probó el sabor de la muerte, para derrotarla definitivamente, para erradicarla de la humanidad y para donarnos la Vida eterna, la Vida misma de la Trinidad.


Al sufrir la Agonía de muerte en el Huerto, y al sufrir la muerte real y verdadera en la cruz, y al resucitar luego en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, es decir, al insuflarle la Vida divina a su Cuerpo muerto en el sepulcro el Domingo de Resurrección, Jesús destruye a la muerte que dominaba a la humanidad, desde el pecado original de Adán y Eva, y pone a disposición de todo hombre y de todos los hombres, esta Vida nueva, insuflada a su Humanidad, pero la condición es que, aquel que quiera recibir esta Vida Nueva, que es la vida de la gracia, quiera recibirlo y quiera creer en Él: sólo así, creyendo en Él –y creer en Él significa convertir el corazón para vivir la vida nueva de la gracia, que excluye radicalmente el pecado-, el hombre tiene la Vida de Dios en él; sólo así, convirtiendo su corazón, porque cree en Jesús en cuanto Hombre-Dios y Redentor, Dueño de la Vida y Señor de la Resurrección, el hombre puede acceder a la Vida eterna, y sólo así, creyendo en Jesús, que está vivo, resucitado y glorioso en la Eucaristía, puede el hombre nuevo, vivificado por la gracia, vivir con esta vida nueva, que es la Vida eterna, la Vida misma de Dios Trinidad.


Esta Vida nueva, la vida de la gracia, sembrada en germen en el corazón del cristiano, es lo que le da la esperanza de una nueva vida, desconocida, más allá de esta vida terrena, la vida en el Reino de Dios, y es por eso que el cristiano, aun cuando muera, sabe que vivirá para siempre, en el Reino de los cielos, y sabe que, aun cuando sus seres queridos hayan ya fallecido, por la Misericordia Divina, espera reencontrarlos en la otra vida, porque ellos también esperaron y creyeron en Cristo Jesús, el Dios de la Vida y de la Resurrección.


“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Porque Jesús es el Dios de la Vida y de la Resurrección, nosotros los cristianos, aun cuando sabemos que hemos de morir algún día, sabemos también, con certeza, que si vivimos y morimos en gracia, por la Misericordia Divina, habremos de resucitar, en cuerpo y alma, para vivir glorificados, contemplando al Dios de la Vida y de la Resurrección, unidos a nuestros seres queridos, que fallecieron en la misma fe, en el Reino de Dios, en donde la muerte ya no existe más, porque allí reina, para siempre, Cristo Jesús, el Dios, de la Paz, de la Alegría, del Amor, de la Resurrección y de la Vida, el mismo Dios que vive, triunfante y glorioso, resucitado, en la Eucaristía.



11:39
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Os festejamos a lo grande en esta fiesta hermosa y esperanzadora. Gracias por vuestro ejemplo de vida, por vuestra entrega, por vuestros sacrificios y vuestra alegría.


Gracias por no haberos cansado de luchar por el bien mientras tuvisteis aliento. Gracias porque con vosotros cambiaron situaciones que parecían irreversibles. Gracias porque os fuistéis pero no nos habéis abandonado.Gracias porque, desde el cielo nos estáis marcando el camino, gracias.


Interceded por nosotros, no nos dejéis de la mano para que no nos perdamos. devolvednos la esperanza, la ilusión, la fe y el amor abnegado. Santos todos del cielo, interceded por nosotros.


11:38

“Al llegar al mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y, a media tarde, Jesús clamó con vos potente:”Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Jesús dando un fuerte grito, expiró”. ( Mc 15,33-39;16,1-4)



Hoy celebramos la Conmemoración de todos los fieles difuntos.

Esta celebración tiene su historia.

Hacia la mitad del siglo segundo nos encontramos con una serie de oraciones por lo fieles difuntos.

Ya en el siglo cuarto estas oraciones abundan.

Pero será San Odón en el siglo diez-once que fija la conmemoración de los difuntos el día dos de noviembre, que es la que hasta ahora perdura.

La liturgia tiene una serie de lecturas para la misa de hoy.

Es que Jesús habló mucho de su muerte, pero no habló directamente de la nuestra.

Por eso tendremos que ver la muerte del cristiano a la luz de la de Jesús.


El pueblo cristiano tiene una gran veneración por los difuntos.

El pueblo cristiano ofrece constantemente Misa y oraciones por los difuntos.

El pueblo cristiano asiste hoy más a visitar a sus difuntos en los cementerios que a las Iglesia a celebrar la Eucaristía.


En el fondo es una confesión de fe en el más allá.

Es una manera de confesar que los muertos viven.

No tendría sentido visitar los sepulcros ni ofrecer flores, ni ofrecer Misa, si los que han muerto ya no existen.


Es posible de que hoy se actualice la mañana de pascua.

Todos a visitar los sepulcros que ya están vacíos.

Pero donde lo muertos, al igual que Jesús, estén vivos.

No sabría decir hasta donde los que acuden hoy a visitar a sus seres queridos creen que todavía siguen allí, o hasta donde creen que están vivos en Dios, compartiendo la resurrección de Jesús.


Pero es el día que a todos nos invita:

A meditar sobre el sentido de la muerte.

A meditar sobre la suerte de los muertos.

A meditar sobre la nueva vida de los muertos.

Por una parte cuando muere un ser querido nos sentimos nosotros morir con él.

Y hasta se da un cierto signo de desesperación, de pérdida de nuestros seres queridos.

Cuando en realidad, vista desde la fe cristiana es la meta a la que todos estamos llamados.

Es un fenómeno natural de nuestra condición humana.

Pero es también el momento de reafirmar y celebrar nuestra fe en el más allá.


No podremos entender nuestra muerte:

Si no es a la luz de la muerte de Jesús.

Si no es a la luz de la nueva vida de la fe.

Si no es a la luz de que la muerte no es el final sino “la llamada” de Dios.

Si no es a la luz de ese germen de nueva vida que ya hay en nosotros.

Y que la muerte lo único que hace:

Es romper la cáscara que encierra en germen de la vida.

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene ya la vida eterna”.

“Si el grano no muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”.


La vida eterna, la vida resucitada no es algo que comienza con nuestro morir.

Nuestro morir es lo que hace posible que la vida eterna que llevamos dentro florezca en vida resucitada, en la nueva vida de Dios.


Para el niño que nace, el nacer es como una especie de muerte.

Se sentía feliz en el seno materno.

Nacer para él es un morir.

Mientras tanto cuantos esperamos que la mamá dé a luz, esperamos “su nacimiento”.

Nacer es comenzar a vivir una nueva vida.

Morir, para nosotros es sentir que, al otro lado, Dios espera nuestro nacimiento definitivo.


Yo no quisiera que sobre mi tumba escriban: “aquí yace”.

Sino que escriban por aquí pasó alguien que ahora comparte la gloria de Dios.

Por eso me gusta aquella oración de Jesús en Ultima Cena: “Padre, este es mi deseo que aquellos que me diste están conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste antes de la creación del mundo”.

Digamos con gozo: la muerte es la boda del hombre con Dios.

La muerte hace posible nuestra vida eterna, la vida de Dios.


Clemente Sobrado C. P.




Archivado en: Ciclo A, Tiempo ordinario Tagged: difuntos, esperanza, fieles, muerte, resurreccion, vida eterna

05:18


Estos días estoy proponiendo un curso bíblico por entregas en el blog. Sé que si no aprendemos a leer la Biblia interpretando sus géneros literarios y descubriendo su mensaje más allá del envoltorio, se puede convertir en un libro aburrido, aparentemente contradictorio y lleno de falsedades. Pero si somos capaces de entrar en sus imágenes y en su manera de hablar, descubriremos un mensaje siempre actual y necesario, porque nos habla de lo que es verdaderamente importante: las relaciones entre los hombres y con Dios, el sentido de la existencia, nuestro origen y nuestro destino.



A su manera, de eso habla un precioso artículo de Alfonso Lazo, que me ha hecho descubrir la hermana María José Pérez, de las carmelitas descalzas de Puzol, en España. Habla de eso y del sano realismo de santa Teresa de Jesús (otro tema que estoy tratando abundantemente en el blog). Lo titula "Una fatua ignorancia", y dice así:


Contaba en este periódico Carlos Vermut, Concha de Oro del último Festival de San Sebastián, que cuando hizo su primera comunión le regalaron un cómic de la Biblia lleno de truculentas historias; y añade que sus padres que eran creyentes se volvieron de pronto ateos. No queda claro si a consecuencia de la lectura de aquel tebeo; porque las tremendas historias que narra el Antiguo Testamento hacen perder la fe al más devoto si se toman al pie de la letra. En cambio, con otro libro, a mí me pasó al revés.


Hace algunos años, el profesor Pedro Piñero publicó un delicioso estudio sobre las andanzas de Santa Teresa por Andalucía. De ahí salté a las obras mismas de la carmelita de Ávila: un estupendo retrato de las costumbres y religiosidad de su época. Viajando en un carro en plena canícula lo pasó fatal en el sur. Sevilla le pareció una ciudad endemoniada y de gente poco seria: la Nueva Roma rebosaba de escándalos, jolgorio, pícaros y frailes nada entusiastas de las reformas. La desconfianza de la santa hacia Andalucía recuerda un poco la de Erasmo hacia España: «Non placet Hispania», tierra de moros y de judíos, decía el humanista holandés. Cuando empecé a leer a Teresa apenas sabía yo nada de esta mujer de linaje judío converso, y me asombró que con todo su misticismo fuera tan realista y tan poco milagrera. Tenía bien enseñada a las monjas: primero, guisar y fregar el suelo que ya habría lugar después para milagros y apariciones. La militancia atea de nuestra época lo ignora todo de ella, a diferencia del agónico ateísmo de Unamuno que la admiraba sin límites.


Nuestros ateos militantes padecen como una obsesión con el cristianismo, como si la existencia de Dios fuese para ellos un desastre personal. De ahí su continua apelación a la ciencia en busca de refugio. Pero es en el terreno de la seriedad científica donde pierden pie: ignorando los métodos de la historia comparada no pasan de recurrir a los tópicos de los crímenes de la Iglesia y los disparates de la Biblia. Sin duda, crímenes hubo; mas si se deja de lado el resto de la historia es como hacer la historia de los sindicatos hablando sólo del gangsterismo de los muelles de Nueva York, del sindicalismo peronista, de los cursos de formación de Andalucía y del heroico minero asturiano que guardaba un millón de euros bajo la cama. O como hacer la historia de la izquierda únicamente con el terror jacobino de la Revolución Francesa, los fusilamientos de rehenes en la Comuna de París, los crímenes de Lenin, las purgas de Stalin, las fosas de Katyn, el genocidio de los jemeres rojos de Camboya... No es serio.




En cuanto a los muchos episodios risibles o atroces del Antiguo Testamento -el arca de Noé, la ballena de Jonás, la serpiente del Edén, el fuego sobre Sodoma-, desde el mismo San Agustín para acá ningún cristiano de cierta cultura se los tomó nunca de manera literal. Tuve un abuelo, católico practicante, lector de Teresa, que cuando le hablaban de Lourdes o de Fátima torcía el gesto: los milagros, decía, sólo los del Evangelio y 'cum grano salis'. En cuanto a mí, como modesto homenaje a esa monja tan realista vuelvo a leer ahora, en su V Centenario, el Libro de las fundaciones. Inútil recomendar tal lectura a sectarios ignorantes.


El artículo ha sido publicado originalmente aquí.

01:56

jesus-sana-al-ciego


1. (Año II) Filipenses 1,1-11


Durante lo que queda de esta semana y toda la siguiente, nos acompañará como primera lectura de la misa la carta de Pablo a los Filipenses.


Es una de las cartas llamadas “de la cautividad” (junto con Efesios, Colosenses y Filemón). Va dirigida a la comunidad de Filipos, una ciudad de Macedonia, en el norte de la actual Grecia. Filipos, que era colonia romana, se llamaba así porque la fundó Filipo II, el padre de Alejandro Magno, el siglo IV antes de Cristo.


Ésta fue la primera ciudad europea evangelizada por Pablo, en su segundo viaje, hacia el año 49 (cf. Hechos 16). El apóstol conservaba un recuerdo muy cariñoso de aquella comunidad, que colaboró con él y le ayudó en todo momento. Esta carta la escribe en ocasión de que, una vez más, al saber que estaba detenido, le envían por medio de Epafrodito alguna ayuda, tal vez dinero y ropa.


a) Hoy escuchamos el saludo, que firman Pablo y Timoteo. Ellos se llaman a sí mismos “servidores de Cristo Jesús”, mientras que a la comunidad la titulan “el pueblo santo de cristianos que residen en Filipos”.


El saludo y la acción de gracias están llenos de alegría y cariño cordial: “os llevo dentro”, “testigo me es Dios de lo entrañablemente que os quiero en Cristo Jesús”.


A la vez, Pablo desea que lo que ya tienen de bueno lo sigan manteniendo y vaya creciendo: “el que ha inaugurado en vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”, “que vuestra comunidad de amor siga creciendo más y más”, para que lleguen al día del juicio “cargados de frutos de justicia”.


b) Es bueno que un apóstol reconozca los méritos de la comunidad. Que vea sus valores y sus virtudes, no sólo los defectos. Es bueno que un encargado de grupo -catequesis, familia, comunidad- dé gracias a Dios porque hay muchas personas buenas, que han colaborado con su entrega personal y que esté agradecido también a las mismas personas a quienes ha ayudado, porque probablemente le han ayudado ellas más a él.


No somos nosotros los únicos que trabajamos o podemos atribuirnos el mérito del bien que se hace: los demás seguramente han puesto también su aportación, y a veces más generosa que nosotros. Eso sí, todos debemos desear que todavía crezca esa fe y ese amor y los valores de la comunidad y de cada persona. Reconocer lo bueno que ya hay, y pedir a Dios y trabajar porque todavía mejore.


Buen programa el que nos propone Pablo: “que vuestra comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad, para apreciar los valores… limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia”.


2. Lucas 14,1-6


a) Otra curación en sábado. El lunes pasado leíamos una que hizo Jesús con la mujer encorvada. Hoy es con un hombre aquejado del mal de la hidropesía, la acumulación de líquido en su cuerpo.


Pero no importa tanto el hecho milagroso, que se cuenta con pocos detalles. Lo fundamental es el diálogo de Jesús con sus adversarios sobre el sentido del sábado: una vez más da a entender que la mejor manera de honrar este día santo es practicar la caridad con los necesitados. Y les echa en cara que por interés personal -por ejemplo para ayudar a un animal de su propiedad- sí suelen encontrar motivos para interpretar más benignamente la ley del descanso. Por tanto no pueden acusarle a él si ayuda a un enfermo.


b) Uno de los 39 trabajos que se prohibían en sábado era el de curar. Pero una reglamentación, por religiosa que pretenda ser, que impida ayudar al que está en necesidad, no puede venir de Dios. Será, como en el caso de aquí, una interpretación exagerada, obra de escuelas rigoristas.


¿Qué excusas ponemos nosotros para no salir de nuestro horario, en ayuda del hermano, y tranquilizar así nuestra conciencia? ¿el rezo? ¿el trabajo? ¿el derecho al descanso?


Sí, el domingo es día de culto a Dios, de agradecimiento por sus grandes dones de la creación y de la resurrección de Jesús. Todo lo que hagamos para mejorar la calidad de nuestra Eucaristía dominical y para dar a esa jornada un contenido de oración y de descanso pascual, será poco.


Pero hay otros aspectos del domingo que también pertenecen a su celebración en honor del Resucitado: es un día de alegría, todo él -sus veinticuatro horas- vivido pascualmente, sabiendo encontrarnos a nosotros mismos y nuestra paz y armonía interior y exterior, un día de contacto con la naturaleza, por poco que podamos. Y también un día de apertura a los demás: vida de familia y de comunidad -que nos resulta menos posible los días entre semana- y un día de “saber descansar juntos”, cultivando valores humanos importantes. Un día de caridad, en que se nos ocurran detalles pequeños de humanidad con los demás: ¿a qué enfermo de hidropesía ayudamos a sanar en domingo? ¿no hay personas a nuestro lado con depresiones o agobiadas por miedos o complejos, a las que podemos echar una mano y alegrar el ánimo?


Jesús iba a la sinagoga, los sábados. Y parece como que además prefiriera ese día precisamente para ayudar a las personas curándolas de sus males. Sus seguidores podríamos conjugar también las dos cosas.




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san alonso rodriguez


SAN ALONSO RODRIGUEZ
(+ 1617)



Desaparecida su partida de bautismo, discuten los modernos biógrafos del Santo la fecha de su nacimiento, pareciendo casi seguro que éste tuvo lugar en Segovia el año 1533. Fue hijo de Diego Rodríguez y de María Gómez, dedicados al comercio de paños, y fue el segundo de los once hijos, siete varones y cuatro hembras, nacidos de este matrimonio. Cuando Alonso tenía doce años llegaron a Segovia dos de los primeros jesuitas, que se hospedaron en casa de Diego Rodríguez y, después de practicar su apostolado en la ciudad, se retiraron a una casa de campo. Durante todo el tiempo que estuvieron en Segovia tuvo el niño Alonso verdadera intimidad y trato con ellos, y los padres le enseñaron la doctrina cristiana, a rezar el rosario, a ayudar a misa y a confesarse.


Uno de estos padres era nada menos que el padre Fabro, y, aunque San Alonso olvidó sus nombres, recordó toda su vida y evocaba en su ancianidad estas enseñanzas recibidas en la niñez. Su padre envió a Alonso y a su hermano mayor a estudiar a Alcalá en el colegio de jesuitas allí fundado por el padre Francisco Villanueva, amigo de la familia, y a quien fueron encomendados los dos hermanos. No estuvo allí Alonso mas que un año, pues, fallecido su padre, la madre decidió que el primogénito continuase los estudios y Alonso regresase a Segovia para ponerse al frente del negocio paterno. Parece que el Santo no reunía grandes condiciones para el comercio, y el negocio iba cada día peor. Por consejo de su madre se casó con una joven montañosa llamada María Juárez, que poseía algunos bienes de fortuna. De este matrimonio nacieron dos hijos, pero la desgracia perseguía a Alonso, que perdió primeramente a uno de los hijos y a su mujer. Ya viudo, se murieron el otro hijo y la madre del Santo, que así quedó solo.


Se produce entonces en su alma una profunda crisis, decidiendo entregarse a una nueva vida, que inicia con una confesión general hecha con el padre Juan Bautista Martínez, predicador de la Compañía. Después pasó tres años de rigurosa penitencia con disciplinas cotidianas, cilicio, ayunos, cuatro horas y media diarias de oración y comunión cada ocho días. En una de sus memorias escrita en 1604 (Obras, t. l pp. 15-17) nos explica el Santo cómo en esta época fue ascendiendo de la oración vocal a la oración extraordinaria y sobrenatural, iniciándose ya las visitas de Jesucristo y la Virgen, tan constantes durante el resto de su vida. Después de seis años de esta vida hace en 1569 cesión a sus hermanas de sus bienes y se va a Valencia en busca de su confesor, el padre Luis Santander, rector del colegio de la Compañía en esta ciudad, y con el propósito de ingresar en la misma. Para esto se presentaron dificultades casi insuperables: su edad, su falta de estudios, su poca salud.


El padre Santander lo colocó primero en casa de un comerciante, después de ayo de un hijo de la marquesa de Terranova. Vistas las dificultades para ingresar en la Compañía, y obedeciendo a la sugestión de un conocido en quien el Santo creía ver después una influencia diabólica, formó el propóstio de dedicarse a la vida eremítica. Se produce entonces una crisis decisiva para su futura vida espiritual, pues, cuando dió cuenta al padre Santander de su proyecto, éste le dijo: “Me temo, hijo, que os perdéis, porque veo que queréis hacer vuestra voluntad”. Ante estas palabras la conmoción de Alonso fue extraordinaria, haciendo allí mismo firme propósito de no realizar nunca su voluntad en los restantes dias de su vida. Esto explica una de las notas características de la espiritualidad del Santo: la obediencia ciega y absoluta.


Finalmente, todas las dificultades para el ingreso de Alonso en la Compañía fueron vencidas por la decisión del padre Antonio Cordeses, uno de los grandes espirituales jesuítas y provincial a la sazón, que dijo que “quería recibir a Alonso Rodríguez en la Compañía para que fuese en ella un santo y con sus oraciones y penitencias ayudase y sirviese a todos”. Fue admitido en 31 de enero de 1571. En este mismo año, el 10 de agosto, llegaron a Palma, enviados desde Valencia para ingresar en el colegio de Monte Sión, dos padres y un hermano. Era éste el hermano Alonso Rodríguez, que desde este momento residió en Monte Sión, desarrollándose allí todos los acontecimientos de su vida religiosa. En 5 de abril pronunció sus votos del bienio o votos simples. Doce años más tarde, en 1585. también en 5 de abril, hizo sus últimos votos de coad jutor.


En este lapso de tiempo entre los dos votos hay que situar el periodo más duro y doloroso de su vida espiritual: los siete años llenos de sufrimiento y de terribles tentaciones, que el Santo nos relata en sus escritos. A partir de 1572 se hizo cargo del puesto de portero, que desempeñó sin interrupción durante más de treinta años, hasta mediados de 1603. Según nos relata el padre Colín, habiendo pasado ya de los setenta y dos años, “consumida su salud con la lucha perpetua de su carne y espiritu, y quebrantadas las fuerzas…, advirtiendo los superiores que no tenia sujeto para tanto trabajo ni pies para tantos pasos, habiéndole eximido primero de subir escaleras y otras cargas pesadas del oficio, se lo hubieron finalmente de quitar todo y encomendaron otros más llevaderos… Y esto hasta el año 1610, que los siete restantes ni para esto estuvo”.


Un conjunto de enfermedades le obligó en el año 1617 a guardar cama, no levantándose ya más, falleciendo en medio de acerbos sufrimientos en 31 de octubre de 1617 con el nombre de su amado Jesus en los labios.


En la manuscrita Historia de Monte Síón se nos cuenta cómo desde 1635 se inició con limosnas la construcción de una capilla de traza y arquitectura “curiosa y magnífica” para, además de a otros servicios religiosos, destinarla a guardar en ella el cuerpo del venerable hermano Alonso Rodríguez. Esto no se realizó sino mucho después. Hasta 1760 no declaró Clemente XIII heroicas sus virtudes. La causa de beatificación del hermano Alonso fue interrumpida en razón de las vicisitudes sufridas en esta época por la Compañía con las persecuciones, que culminaron en la supresión, llevada a cabo por el papa Clemente XIV. El proceso se activó cuando en 1816 Pío VII restableció la Compañía y los padres volvieron al colegio de Palma en 1823. El 25 de mayo de 1825 León Xll le proclamaba Beato y, finalmente, León XIII, en 15 de enero de 1888, canonizó al Beato Alonso Rodríguez al mismo tiempo que a su amado discípulo San Pedro Claver, el apóstol de los negros esclavos.


El conjunto de los opúsculos de San Alonso no obedece a un plan sistemático: pero pueden clasificarse en tres grupos, conforme a los fines para que fueron escritos: a) consejos espirituales, que el Santo daba por escrito, unas veces espontáneamente, otras atendiendo peticiones, y estos papeles fueron tan solicitados que los superiores llegaron a prohibir su salida del convento sin su autorización; b) notas en las que el Santo recogía sus inspiraciones para tenerlas presentes y conseguir su progreso espiritual, denominándolas Avisos para mucho medrar; c) la cuenta de conciencia, que, obedeciendo a sus superiores, debía dar periódicamente por escrito, de las gracias recibidas de Dios, de su espíritu, de sus sentimientos. Así se formó su Memorial o Autobiografía, que, empezada en mayo de 1604, llega hasta junio de 1616. El conjunto de los escritos reproducidos en la edición del padre Nonell está constituido por trece cartapacios en cuarto y cinco en octavo. Los elementos antes indicados están agrupados formando algunos trataditos. Por ejemplo: Tratadito de la oración, Tratado de la humildad…, Amor a Dios…, Contemplación y devoción a la Virgen, Avisos para imitar a Cristo, etc. Si a esto añadimos las cartas, tenemos el panorama de la producción literaria del Santo. La manera de escribir, que hemos indicado, dió ocasión a numerosas repeticiones de conceptos e ideas, como puede comprobarse en la copiosa edición del padre Nonell. Para remediar este inconveniente elaboró el padre Borrós su Tesoro ascético, donde en solas 183 páginas recoge lo fundamental de la producción del Santo. Finalmente, su doctrina ha sido plenamente sistematizada en la obra del padre Tarragó.


San Alonso, que escribió por estricta obediencia sus confesiones más íntimas, nunca habla de sí, refiriéndose siempre a una cierta persona, cuyas vicisitudes espirituales se relatan. Dentro de la Compañía la obra de San Alonso puede ser considerada como el símbolo y modelo de la espiritualidad de los hermanos coadjutores, que, alcanzando la santidad con sus trabajos humildes y obscuros, representan una especial faceta del apostolado y espiritualidad del organismo a que pertenecen.


Aunque ningún aspecto de las etapas y manifestaciones de la vida espiritual dejan de tener su representación en el conjunto doctrinal de los escritos del Santo, creo que tres notas principales se destacan como las más caracteristicas y personales de esta espiritualidad: el ejercicio permanente para lograr la constante y auténtica familiaridad con Dios, la ciega obediencia y profunda abnegación de sí mismo, el amor y deseo de la tribulación, que el Santo consideraba el mayor bien que se puede recibir de Dios. Desde aquella promesa que hizo al confesarse en Valencia con el padre Santander, el Santo consideró la ciega obediencia como el primer deber. Él mismo, hablando de sí dice: “Lo que le pasa a esta persona con Dios sobre esta materia de la obediencia es que era tan cuidadosa en obedecer a ciegas que un padre le dijo que obedecía a lo asno”. Se cuentan de él sucedidos que recuerdan por su ingenua simplicidad los relatos referentes a los humildes compañeros de San Francisco de Asís. En una ocasión, hallándose enfermo, el enfermero le lleva la comida, ordenándole de parte del superior que coma todo el plato. Cuando regresa el enfermero le encuentra deshaciendo el plato y comiéndoselo pulverizado.


Los beneficios de la tribulación los expuso San Alonso en un encantador escrito titulado Juegos de Dios y el alma. Un breve texto nos explica las ganancias del alma beneficiándose con la tribulación. “Y el juego es de esta manera: que juega Dios con el alma, su regalada y querida, y el alma con su Dios, al cual ama con amor verdedero, y juega con Él a la ganapierde. Y es que, perdiendo en esta vida, según el uso del mundo, gana ella; y es que permitiendo Dios que sea maltratada, perdiendo, gana, callando y sufriendo el mal tratamiento, no se vengando, como se venga el mundo.”


“Pasa adelante el juego, y es que el alma va siempre perdiendo de su derecho, según su carne y el mundo le enseña; y así, perdiendo, gana, porque, si ganase según el mundo y la carne le enseña, quedaría perdida. ¡Oh juego enseñado por Dios al alma, cuan digno sois de ser ejercitado!”


El Santo escribe en el sabroso castellano popular y corriente de la época y sin pretensiones literarias. A veces logra páginas de verdadera belleza, cuando expone doctrinas por las que siente apasionado entusiasmo: tal ocurre al explicar los frutos que se obtienen con el Ejercicio de la presencia de Dios: “Pues así como todas las plantas y criaturas de la tierra, con la comunicación y presencía del sol reciben de él gran virtud y las causa que crezcan y den fruto, así las almas que andan siempre en la presencia de Dios reciben de este Señor gran virtud y es causa que crezcan y den gran fruto de virtudes y buenas obras, enseñándolas grandes cosas de perfección. Y si las flores, y rosas, y los árboles reciben de parte del sol con su presencia y comunicación tanta hermosura y lindeza, y si él les faltase pondrían luto, como si fuesen sensibles. Como se ve en algunos géneros de rosas o flores, que cuando el sol quiere salir dan muestra de alegría descubriendo su hermosura y belleza con la venida y presencia del sol, que parece que le salen a recibir alegres; y cuando el sol se va de su presencia parece que ponen luto, porque luego cubren su hermosura, que parece a nuestra tristeza, por su ausencia, hasta que vuelva y le salgan a recibir con su acostumbrada hermosura y alegría; así, ni más ni menos, el alma que no reside y anda delante de su Dios, ¿cómo vivirá con tanta tristeza? ¿Quién alegrará su corazón? ¿Quién dará luz a su entendimiento? ¿Quién la encenderá en el amor divino?” (Obras, III p. 493).


Pero la verdadera influencia espiritual no la ejerció San Alonso Rodríguez con sus obras, que permanecieron inéditas hasta el siglo XIX. El humilde y santo portero de Monte Sión fue durante su vida un foco radiante de espiritualidad. Dentro del convento los superiores, so pretexto de poner a prueba su obediencia, le obligaban a pronunciar pláticas en el refectorio y a contestar a consultas sobre temas arduos de doctrina, que eran siempre esclarecidos por la luminosa experiencia de su vida espiritual. Mediante su correspondencia con personalidades de Palma y de España entera ejerció un verdadero magisterio: pero aún sería mas importante la lista de cuantos recibieron directamente su enseñanza, desde los padres superiores del colegio hasta los novicios que por él pasaban.


Representativa de esta influencia del humilde portero es la gran figura de San Pedro Claver. Cuando Ilegó como novicio tuvo San Alonso la revelación de que aquel joven había de ser santo por los merecimientos de su apostolado en las Indias. Es uno de los episodios más conmovedores de la historia de la espiritualidad española esta profunda y tierna intimidad entre los dos santos. Cuando el joven Pedro Claver partió de Monte Sión consiguió licencia para poder llevarse el cuadernito de avisos espirituales que le había dado el hermano portero Alonso. Estas hojas, que hoy se conservan piadosamente en el Archivo de Loyola, acompañaron al Santo en todas las tremendas vicisitudes de su vida. Su última gran alegría fue recibir en Cartagena de Indias, poco antes de su muerte, la Vida de San Alonso Rodríquez, publicada por el padre Colín. Paralítico y clavado en un sillón escuchaba la lectura de este libro, que evocaría en su mente recuerdos de su juventud en el colegio de Monte Sión, haciéndole sentir la nostalgia de aquellas tierras y de aquellos mares impregnados del recuerdo de Raimundo Lulio, que marcó a la cristiandad aquella ruta de apostolado heroico en cuya práctica consumió su vida abnegada el santo apóstol de los negros esclavos.


Finalmente San Alonso Rodríguez es uno de los grandes santos de la Compañía de Jesús. Hombre de pocas letras, aunque muy dado a piadosas lecturas, su doctrina no es producto de una cultura libresca, sino el resultado de una experiencia espiritual, que logró elevarse a las más altas cimas de la vida mística. Como hemos visto, por circunstancias que parecen providenciales, toda su formación estuvo vinculada desde la niñez a la Compañía de Jesús, viniendo a ser este humilde hermano portero una de las pruebas vivientes de que se equivocan los que sostienen que la espiritualidad jesuítica es casi exclusivamente ascética.




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