En todo planteamiento moral, o político, se da siempre una tensión entre minimalismo y maximalismo. El minimalismo opta por lo esencial, por lo más básico. El maximalismo lo quiere todo; apuesta por el “o todo o nada”.
En categorías estéticas podríamos contraponer el “menos es más” al “más es más”. El racionalismo al barroco, por decir algo.
No creo que, hoy, los católicos en España podamos ser maximalistas. Las razones son muy obvias: Somos una minoría. Somos bastante pocos. Es suficiente comprobar cómo, de un número teórico de habitantes de una parroquia, asiste a los cultos litúrgicos solo una pequeñísima parte.
Somos pocos. Tampoco en otras épocas de la historia los cristianos han sido muchos. Eso de la vida de fe, y de la vida en coherencia con la fe, nunca ha sido, en realidad, una elección de las multitudes.
La Iglesia vive en un lugar, se encarna en una tierra y en una cultura; pero la Iglesia, que sí es territorial, en tanto que Iglesia diocesana, no se identifica nunca del todo, no se confunde del todo, con un territorio o con una población. En un territorio, habrá cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes. Y esa distancia, dentro de la identidad, deja espacio a la misión y al testimonio.
No cabe seguir manteniendo una estructura que ya no es funcional. En la Biología se relacionan estructura y función. Son las leyes de la vida. También en la Iglesia deberían armonizarse estructura y función. Una estructura enorme que no vale para nada, que, en vez de impulsar la vida, la frena, es una estructura que hay que reformar.
¿Por qué tenemos tanta estructura – tantas parroquias, tantas rectorales, tantas vicarías y delegaciones – y tan poca función, tan poca vida? Porque, quizá, seguimos pensando en términos de identidad Iglesia/población cuando, en lugar de eso, deberíamos pensar en categorías de Iglesia/misión, de Iglesia/testimonio.
Si estos parámetros los aplicamos a la política, las consecuencias son obvias. Los católicos tienen, evidentemente, una responsabilidad en su actuación pública y política. Pero esa responsabilidad será proporcional al peso, a la creatividad y a las iniciativas de los cristianos en la vida pública.
¿Qué se espera de un cristiano en la vida pública? Que sea coherente, que no contradiga expresamente la enseñanza evangélica. Pero también se espera, pienso yo, que sea hábil, sabiendo traducir, universalizar, valiéndose de la razón, aquellos principios que pueden contribuir al bien común.
Para un cristiano no cabe más que apoyar la promoción de la dignidad de la persona humana y de la familia. Pero, si hay una ley negativa sobre estas materias, intentará minimizar los males que ocasione. En otras cuestiones – más contingentes – se abre el camino a un cierto pluralismo.
Contra Dios, nada. Contra la dignidad del ser humano, tampoco. Pero los deseos no siempre son la realidad. ¿Minimalismos o maximalismos? ¡Seamos realistas!
¿Qué escogerían, si pudieran, los cristianos de Iraq? ¿Propiciarían, por acción u omisión, el ascenso de algo así como el “Estado Islámico”? Me imagino que no. Sé que no. Y nadie podría reprochárselo.
El martirio se padece, si toca. Pero buscarlo por gusto no me parece sensato.
Guillermo Juan Morado.
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