Bocadillos espirituales para vivir la Semana Santa: Miércoles Santo – Ciclo A

“Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar” (Mt 26,45-57)


Judas no tiene cara de Judas

Resulta curioso. Cuando vemos un cuadro del grupo de los doce, no resulta fácil distinguir a cada uno de ellos. Cada uno puede ser el otro. Porque nada les diferencia. En cambio todos identifican, hasta los niños, la figura de Judas.




En primer lugar todo el mundo lo identifican por la bolsa del dinero que tiene siempre en sus manos. Y luego, siempre le asignamos un rostro tan extraño que lo diferencia del resto. ¿Es realmente ese el Judas que nos describen los Evangelios?

El Judas de los Evangelios no lleva distintivo alguno. No hay ninguna cara que pueda llamarse, “la cara de Judas”. Todas las caras son de Judas. Y Judas es capaz de llevar todas las caras.


A lo largo de la vida pública, no disponemos de rasgo alguno que nos haga entender que Judas era un extraño en el grupo. Aparece como uno de tantos. Como un cualquiera de ellos. Su actitud y su comportamiento no dio lugar a crear sospechas sobre su persona. Si nos atenemos a los textos del Evangelio percibimos que Judas siempre ha sido considerado como uno más del grupo:

“Entonces, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote…” (Mt 26,14) “Entonces, Judas Iscariote, uno de los Doce …” (Mc 14,10) “El era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio”. ( Hch 1,17)


Tal vez encontremos ahí el misterio de los buenos y los malos. Ni los buenos son buenos por su cara, ni los malos lo son por la suya. Uno puede llevar eso que llamamos “cara de santo”, por más que su vida tenga muy poco de santidad. Y otro puede llevar una cara un tanto extraña con una vida de verdadera santidad. La santidad como la verdad no tienen una cara especial. Porque la verdad de Judas no está en la cara, ni siquiera en las apariencias externas. La verdad de Judas, como la verdad de cualquiera, no está en la cara sino en el corazón.

No hay una cara para los ladrones.

Ni una cara para los asesinos.

Ni una cara para los infieles.

Ni una cara para los mentirosos.

Todos ellos llevan la cara de cualquiera. Lo que define al ladrón, al asesino, al infiel o al mentiroso es el corazón. Eso que no se ve y se esconde.

Es más, cuando Jesús en la Ultima Cena anuncia o denuncia la presencia de un traidor en el grupo, todos quedan sorprendidos y nadie sospecha de nadie. Juan nos ofrece una serie de detalles sobre el particular:

“Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará” (Jn 13,21)

“Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: “Pregúntale de quién está hablando”. (Jn 13,23-30)


Incluso, cuando Judas sale fuera, abandona el grupo, ninguno de ellos sospecha que pueda ser él. Y hasta llegan a leer las palabras de Jesús en una clave de enorme respeto hacia Judas. “Como Judas tenía la bolsa, algunos pensaban que Jesús quería decirle: “Compra lo que nos hace falta para la fiesta, o que la mandaba dar algo a los pobres”. (Jn 13,29)


El corazón humano es un misterio de gracia y de pecado. Un misterio de verdad y de mentira. Un misterio difícil de comprender, incluso para uno mismo. Somos y no somos. Estamos y no estamos. Hay una presencia de nosotros que no es sino apariencia. Porque nadie está de verdad si no está su corazón. El misterio del corazón del hombre se reduce a un problema de “presencias”. O la presencia del Espíritu Santo o la presencia de la carne. O estamos habitados por el Espíritu de Dios o estamos habitados por nuestro propio espíritu que es el espíritu del mundo.


¿Qué sucedió en el corazón de Judas esa noche del Jueves Santo? Rodeado de un mundo de misterio, rodeado de un clima de bondad, de amor y salvación, y sin embargo el corazón de Judas está en otra parte. Está impermeable a la verdad que se celebra. Los cantos rodados del río, duros como el acero. Por fuera están mojados. Pero por dentro están secos. Metidos en el río, mojados por fuera y secos en su interior. Uno puede estar metido en el misterio de Dios. Aparentemente mojado del misterio. Y sin embargo, tener el corazón seco, impermeabilizado al misterio de la gracia.


La delicadeza y la ternura de Jesús no logró penetrar dentro de Judas. Incluso, la finura con la que Jesús habló de un “traidor sentado a la mesa” no logró mojar su espíritu. ¿Juzgarle? ¿Condenarle? ¿Alguien se atreve? Mejor comenzamos cada uno por mirarnos por dentro. Ahí donde se juega la suerte de cada uno de nosotros. Ahí donde está en juego nuestra libertad de abrirnos al don de Dios y nuestra libertad de encerrarnos sobre nosotros mismos. Ahí precisamente donde Dios quisiera regalarnos “un corazón nuevo”, pero donde caballerosamente respeta nuestra libertad.


Hay un dato en el Evangelio de Marcos bien significativo y que bien pudiera ser la clave de lectura para cada uno de nosotros.

“Jesús dijo: Yo os aseguro que me entregará uno de vosotros, que come conmigo. Ellos empezaron a entristecerse y a decir uno tras otro: “¿Acaso soy yo?” (Mc 14,18-19)


Todos ellos están tan ajenos a la verdad de Judas, que cada uno siente que ese posible traidor sentado a la mesa: “puedo ser yo”. Se entristecen todos. Y cada uno comienza a cuestionarse a sí mismo. Perciben que todos pueden ser traidores.

La gran verdad del hombre delante de Dios. Resulta fácil pensar que los demás son malos, que los demás son infieles. Y sin embargo, antes de pensar en los otros, la primera interrogante nace en el corazón de cada uno. Antes de pensar que el malo “eres tú”, tengo que pensar que el malo “puedo ser yo”. “¿Acaso soy yo, Señor?”


Clemente Sobrado C. P.




Archivado en: Ciclo A, Semana Santa Tagged: iscariote, judas, miercoles santo, pecado, semana santa, traicion, traidor
00:26

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