Sí, esta vez no os engaño: son las cuatro y veinte de la mañana, hora canaria, y como no puedo dormir, he decidido ponerme en pie para comenzar la Liturgia de las horas y, ya de paso, escribir algunas líneas en el globo.
Hoy, domingo de la Divina Misericordia de 2014 es una fecha que pasará a los libros de historia con letra grande. El Santo Padre Francisco va a canonizar el mismo día a dos Papas gigantescos, dos figuras del siglo XX que han dejado en el mundo una huella imborrable.
A estas horas de la mañana, uno no tiene la mente demasiado engrasada ni lúcida, pero me viene la cabeza al menos una consideración:
En uno de los siglos más duros y difíciles para la fe cristiana―el siglo del marxismo, del nazismo, de la secularización, del materialismo, de la cristofobia, de los escándalos eclesiásticos y de las grandes persecuciones religiosas― Dios nuestro Señor nos ha concedido ocho Papas excepcionales: tres de ellos ya son santos canonizados (Pio X, Juan XXIII y Juan Pablo II); dos son “Venerables”, es decir, con su proceso de beatificación muy avanzado (Pio XII y Pablo VI); uno más, “siervo de Dios”, en camino también de beatificación (Juan Pablo I); y sólo dos Romanos Pontífices más que, de momento, no han emprendido ese camino: Pio XI y Benedicto XV. (*)
―¿Y qué deduces de todo esto?
―Elemental, mi querido Kloster: cuando en el cuerpo de la Iglesia se respira calma y no hay grandes problemas, alguna vez hemos tenido Papas mediocres, incluso poco dignos. Pero si la persecución arrecia o la fe del pueblo se debilita, Dios nuestro Señor nos envía un gigante, o los que haga falta, para confirmarnos en la fe.
―Así que llevamos un siglo de gigantes.
―Más de un siglo, amigo.
(*) No cuento a León XIII, que murió en 1903.
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