–¿Y cómo 400 españoles pudieron apoderarse de tan inmensa ciudad?
–Con la fuerza de muchos pueblos indios dominados por los aztecas.
Comienzo con México a estudiar la evangelización de la América hispana porque fue allí, en el virreinato de la Nueva España, donde más cuantiosa y cualitativa fue la acción evangelizadora y civilizadora. No tardaron mucho los españoles en darse cuenta de que el Imperio azteca era en América lo más grande y avanzado. Y allí hicieron la mayor inversión en gobernantes y misioneros, ciudades y poblados, iglesias y escuelas, hospitales y caminos.
El imperio azteca
En el inmenso territorio que llamamos México, y que hoy reconocemos como una unidad nacional, coexistieron muchos pueblos diversos: al sur mayas, zapotecas, al este olmecas, totonacas, toltecas, al centro tlaxcaltecas, tarascos, otomíes, chichimecas, al norte pimas, tarahumaras, y tantos más, ajenos unos a otros, y casi siempre enemigos entre sí. Entre todos ellos habían de distinguirse muy especialmente los aztecas, que procedentes del norte, fueron descendiendo hacia los grandes lagos mexicanos, hacia la región central de Anáhuac. Conducidos por su «dios» Huitzilopochtli –para los españoles, Huichilobos–, dios guerrero y terrible, llegaron en 1168 al valle de México (término que procede de Mexitli, nombre también de Huitzilopochtli), y establecieron en Tenochtitlán su capital, el actual lugar de la ciudad de México.
De este modo, el pueblo azteca, convencido de haber sido elegido por los dioses para una misión grandiosa, fue desplazando a otros pueblos, y ya para 1400 toda la tierra vecina del lago estaba en sus manos. En 1500, poco antes de la llegada de los españoles, el imperio azteca reunía 38 señoríos, y se sustentaba en la triple alianza de México (Tenochtitlán), Texcoco y Tacuba (Tlacopan).
Los aztecas llevaron a síntesis lo mejor de las culturas de los pueblos dominados, como los teotihuacanos y los toltecas. El Imperio mexicano, organizado en clanes, bajo un emperador poderoso (tlatoani) y varios señores, fue desarrollándose con gran prosperidad. En astronomía alcanzó notables conocimientos, elaboró un calendario de gran exactitud, y logró un sistema pictográfico e ideográfico de escritura que, con el de los mayas, fue el único de la América pre-hispánica.
Por otra parte, los aztecas, aunque no conocían la rueda ni tenían animales de tracción, construyeron con gran destreza caminos y puentes, casas, acueductos y grandiosos templos piramidales. Ignoraban la moneda, pero dispusieron con mucho orden enormes mercados o tianguis. Tampoco conocían el arado –pinchaban la tierra con una especie de lanza–, pero hicieron buenos cultivos, aunque reducidos, ingeniándose también para cultivar en chinampas o islas artificiales. Y en cuanto a las artesanías diversas, alcanzaron un alto nivel de perfección técnica y estética.
Así, en 1519, antes de la conquista, los regalos que Hernán Cortés envió a Carlos I –una serie de objetos indios de oro, plata, piedras preciosas, plumería, etc., que había recibido de mayas, totonacas y de los obsequios aztecas de Moctezuma–, causaron en Europa verdadera impresión. Alberto Durero (+1528), que pudo verlos en Flandes en la corte del emperador, escribió en su Diario: «A lo largo de mi vida, nada he visto que regocije tanto mi corazón como estas cosas. Entre ellas he encontrado objetos maravillosamente artísticos… Me siento incapaz de expresar mis sentimientos» (J. L. Martínez, Cortés 187).
La ciudad grandiosa
La capital del imperio azteca era Tenochtitlán, construida en una laguna, y consagrada en 1325 con la dedicación en su centro de un grandioso templo piramidal (teocali, de teotl, dios, y cali, casa). Cuando en noviembre de 1519 los españoles avistaron por primera vez aquella ciudad formidable, la mayor del mundo en aquella época, quedaron realmente asombrados…
«Desde que vimos cosas tan admirables –cuenta el soldado cronista, que ya conocemos, Bernal Díaz del Castillo–, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas… y por delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (Historia cp.88)…
Cuatro días más tarde, ya entrados en la ciudad, Cortés y los suyos, a caballo los que lo tenían, y acompañados de caciques aztecas, salieron a visitar aquella ciudad grandiosa. Lo primero que visitaron fue el tianguis, el inmenso mercado de la plaza de Tlatelolco: mantas multicolores y joyas preciosas, animales y esclavos, alimentos y bebidas, plantas y pájaros: allí había de todo, distribuido con un orden perfecto.
«Solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí había –cuenta Bernal– sonaba más que de una legua, y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaña y llena de tanta gente no la habían visto». Y junto a esto, «veíamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos y otras que volvían con cargas y mercaderías;… y veíamos en aquellas ciudades cúes y adoratorios a manera de torres y fortalezas [pirámides truncadas], y todas blanqueando, que era cosa de admiración, y las casas de azoteas» (cp.92).
Otro soldado, Francisco de Aguilar (1479-1571), al visitar también aquella gran ciudad aún no conquistada, confiesa que «ponía espanto ver tanta multitud de gentes», y escribe: «Tendría aquella ciudad pasadas de cien mil casas, y cada una casa era puesta y hecha encima del agua en unas estacadas de palos, y de casa a casa había una viga y no más por donde se mandaba, por manera que cada casa era una fortaleza» (Relación, 5ª jornada).
Año y medio más tarde, el 13 de agosto de 1521, el poder azteca que tenía su centro en aquella gran ciudad de Tenochtitlán, se vendría abajo para siempre, dando lugar a la Nueva España.
Religiosidad y altura moral
Cuando los españoles entraron en México, fueron descubriendo pueblos profundamente religiosos, en los que la religiosidad era propiamente la forma fundamental de la existencia individual y familiar, social y política. Tenían, aunque politeístas, alguna idea de un Dios superior, creador de todo, inmortal e invisible, sin principio ni fin (Hunab Ku, para los mayas, Pije Tao para los zapotecas…) También tenían cierta noticia de una retribución final tras la muerte, y practicaban, concretamente los mayas y aztecas, una ascética religiosa severa, con oraciones, ayunos y rigurosas mortificaciones sangrientas.
Algunas de las oraciones aztecas que nos han llegado son realmente maravillosas en la profundidad de su sentimiento y en la pureza de su idea: «¡Oh valeroso señor nuestro, debajo de cuyas alas nos amparamos y defendemos y hallamos abrigo! ¡Tú eres invisible y no palpable, bien así como la noche y el aire! ¡Oh, que yo, bajo y de poco valor, me atrevo a parecer delante de vuestra majestad!… Pues ¿qué es ahora, señor nuestro, piadoso, invisible, impalpable, a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el regimiento de todo el orbe, a quien todo está sujeto, qué es lo que habéis determinado en vuestro divino pecho?» (Bernardino de Sahagún, 0FM, 1500-1590, Historia VI,1)…
Con algunas excepciones, casi todos esos pueblos, mayas, aztecas, totonacas, obsesionados por el misterio del devenir y de la muerte, practicaban sacrificios humanos, de enigmática significación. Coincidiendo con otros autores, Christian Duverger, al estudiar la economía del sacrificio azteca, ve en éste un intento de sostener y dinamizar los ciclos vitales, ya que «la muerte libera un excedente de energía vital»… Y precisamente en el sacrificio ritual, la artificialidad de la muerte provocada es lo que hace posible orientar hacia los dioses esa energía, logrando así que se «transmute la fuga de fuerzas en brote de potencia» (La flor letal 112s). De este modo la sangre humana ofrecida a los dioses, los vitaliza y acrecienta las fuentes de toda energía, alimentando las reservas de fuerza que el sol simboliza, concentra e irradia.
La educación azteca era también profundamente religiosa. Junto a ciertos conocimientos manuales, guerreros, musicales o astrológicos, o de higiene, cortesía y oratoria, se iniciaba a los muchachos, entre los 10 y los 20 años, en la oración, en el servicio a los ídolos, en la castidad, con muy severas prácticas penitenciales. Y la ascesis era tanto más dura cuanto más alta era la condición social de los jóvenes. En la alta sociedad, por ejemplo, la embriaguez podía ser castigada con la muerte. Es realmente impresionante la antigua pedagogía religiosa de los indios de la Nueva España, según la describe fray Bernardino de Sahagún (HistoriaGral. lib.VI).
Concretamente, a quienes por su cuna estaban destinados a ocupar lugares de autoridad se les educaba desde niños en el autodominio y la más profunda humildad religiosa: «Mira que no sea fingida tu humildad, mira que nuestro señor dios ve los corazones y ve todas las cosas secretas, por muy escondidas que estén; mira que sea pura tu humildad y sin mezcla alguna de soberbia» (lib.VI, 20)… Entre los aztecas, como observa Jacques Soustelle (+1990), «el ideal de la clase superior es una gravitas completamente romana en la vida privada, en las palabras, en la actitud, junto con una cortesía exquisita» (La vida 222).
Es interesante observar, por otra parte, que estas grandes culturas, al mismo tiempo que sufrieron muy graves desviaciones de la vida sexual, a su modo apreciaron mucho la castidad, y supieron inculcarla eficazmente. En este sentido, la llegada de los españoles pudo ocasionar cierta relajación, al menos en determinados aspectos. Así, por ejemplo, refiere Diego de Landa (1524-1579) que las mujeres mayas del Yucatán «preciábanse de buenas y tenían razón, porque antes que conociesen nuestra nación, según los viejos ahora lloran, lo eran a maravilla» (Relación cp.5).
Las grandes cualidades de los indios
Las cualidades de los indios mexicanos impresionaron a los primeros españoles quizá aún más que sus vicios y terribles supersticiones. Un franciscano, por ejemplo, de la primera evangelización, Motolinía (Toribio de Benavente, 1490-1569), habla muchas veces de los indios de México con verdadero entusiasmo. En su Historiade los indios de la Nueva España, aunque se refiere generalmente a indios recién cristianos –termina su obra en 1541–, refleja también en buena parte lo que aquellos indios ya eran antes del Evangelio:
«Estos indios casi no tienen estorbo que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos, porque su vida se contenta con muy poco, y tan poco que apenas tienen con qué se vestir y alimentar. Su comida es paupérrima, y lo mismo es el vestido. Para dormir, la mayor parte de ellos aún no alcanzan una estera sana. No se desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se matan por alcanzar estados ni dignidades. Con su pobre manta se acuestan, y en despertando están aparejados para servir a Dios, y si se quieren disciplinar [para hacer penitencia], no tienen estorbo ni embarazo de vestirse y desnudarse. Son pacientes, sufridos sobre manera, mansos como ovejas. Nunca me acuerdo haberlos visto guardar injuria; humildes, a todos obedientes, ya de necesidad, ya de voluntad, no saben sino servir y trabajar. Todos saben labrar una pared y hacer una casa, torcer un cordel, y todos los oficios que no requieren mucha arte. Es mucha la paciencia y sufrimiento que en las enfermedades tienen. Sus colchones es la dura tierra, sin ropa ninguna; cuando mucho, tienen una estera rota, y por cabecera una piedra o un pedazo de madero, y muchos ninguna cabecera, sino la tierra desnuda. Sus casas son muy pequeñas, algunas cubiertas de un solo terrado muy bajo, algunas de paja, otras como la celda de aquel santo abad Hilarión, que más parecen sepultura que no casa».
«Están estos indios y moran en sus casillas, padres y hijos y nietos; comen y beben sin mucho ruido ni voces. Sin rencillas ni enemistades pasan su tiempo y vida, y salen a buscar el mantenimiento a la vida humana necesario, y no más. Si a alguno le duele la cabeza o cae enfermo, si algún médico entre ellos fácilmente se puede haber, sin mucho ruido ni costa, vanlo a ver, y si no, más paciencia tienen que Job…»
«Si alguna de estas indias está de parto, tienen muy cerca la partera, porque todas lo son. Y si es primeriza va a la primera vecina o parienta que le ayude, y esperando con paciencia a que la naturaleza obre, paren con menos trabajo y dolor que las nuestras españolas… El primer beneficio que a sus hijos hacen es lavarlos luego con agua fría, sin temor que les haga daño. Y con esto vemos y conocemos que muchos de éstos así criados desnudos, viven buenos y sanos, y bien dispuestos, recios, fuertes, alegres, ligeros y hábiles para cuanto de ellos quieren hacer; y lo que más hace al caso es, que ya que han venido en conocimiento de Dios, tienen pocos impedimentos para seguir y guardar la vida y ley de Jesucristo». Y añade: «Cuando yo considero los enredos y embarazos de los españoles, querría tener gracia para me compadecer de ellos, y mucho más y primero de mí» (I,14, 148-151).
El Señor, «que enseña al hombre la ciencia, ese mismo proveyó y dio a estos Indios naturales grande ingenio y habilidad para aprender todas las ciencias, artes y oficios que les han enseñado, porque con todos han salido en tan breve tiempo, que en viendo los oficios que en Castilla están muchos años en los aprender, acá en sólo mirarlos y verlos hacer, han muchos quedado maestros. Tienen el entendimiento vivo, recogido y sosegado, no orgulloso ni derramado como otras naciones… Aprendieron a leer brevemente así en romance como en latín… Escribir se enseñaron en breve tiempo, y si el maestro les muda otra forma de escribir, luego ellos también mudan la letra y la hacen de la forma que les da su maestro». Todas las ciencias, artes y oficios –la música y el canto, la gramática y la pintura, la orfebrería, la imaginería o la construcción–, todas las aprendían de tal modo que con frecuencia superaban en poco tiempo a los maestros españoles (III,12-13, 398-411).
Dominadores de muchos pueblos
El mesianismo azteca tenía sus fundamentos en el gremio sacerdotal y en una formidable casta de guerreros. De este modo la potencia del pueblo azteca fue sujetando poco a poco bajo su dominio a muchos pueblos y señoríos. Los embajadores aztecas, con grandiosa pompa y acompañamiento, visitaban estos pueblos y les invitaban a ser súbditos. La embajada de Tenochtitlán era la primera. Si no bastaba, seguía la de Texcoco, y si tampoco ésta conseguía el objetivo, a la embajada de Tlacopan correspondía el ultimatum, la última advertencia. Una vez dominada la ciudad o provincia por la razón o la fuerza guerrera, se procedía a las ceremoniosas negociaciones, en las que se fijaban los tributos (Soustelle 203-213). Los pueblos sujetos conservaban normalmente sus propios señores y leyes, sus idiomas, costumbres y dioses, aunque habían de reconocer también al dios nacional azteca.
Por otra parte, como hace notar Alvear Acevedo, hay que tener en cuenta que «la guerra, la conquista y el sometimiento de otros pueblos, tenían motivos económicos y políticos, pero también razones religiosas de búsqueda de prisioneros para su inmolación» (87). En todo caso, a principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma, el gran tlatoani (de tlatoa, el que habla), recibía tributo de 371 pueblos. Cada semestre, pasaban los recaudadores o calpixques a recoger los impuestos que en especies y cuantías estaban perfectamente determinados. Así era el gran imperio azteca, y el náhuatl era su lengua.
La ambición termina arruinando
Esta ambiciosa política guerrera de los aztecas trajo una muy precaria paz imperial entre los pueblos, pues, como señala Motolinía,
«todos andaban siempre envueltos en guerra unos contra otros, antes que los españoles viniesen. Y era costumbre general en todos los pueblos y provincias, que al fin de los términos de cada parte dejaban un gran pedazo yermo y hecho campo, sin labrarlo, para las guerras. Y si por caso alguna vez se sembraba, que era muy raras veces, los que lo sembraban nunca lo gozaban, porque los contrarios sus enemigos se lo talaban y destruían» (III,18, 450).
José María Iraburu, sacerdote
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