(482) Evangelización de América –25 México. Grandeza de los aztecas

Tenochtitlán - México

–¿Y cómo 400 españoles pudieron apoderarse de tan inmensa ciudad?

–Con la fuerza de muchos pueblos indios dominados por los aztecas.

 Comienzo con México a estudiar la evangelización de la América hispana porque fue allí, en el virreinato de la Nueva España, donde más cuantiosa y cualitativa fue la acción evangelizadora y civilizadora. No tardaron mucho los españoles en darse cuenta de que el Imperio azteca era en América lo más grande y avanzado. Y allí hicieron la mayor inversión en gobernantes y misioneros, ciudades y poblados, iglesias y escuelas, hospitales y caminos.

El imperio azteca

    En el inmenso territorio que llamamos México, y que hoy reconocemos como una unidad nacional, coexistieron muchos pueblos di­versos: al sur mayas, zapotecas, al este olmecas, totonacas, tolte­cas, al centro tlaxcaltecas, tarascos, otomíes, chichimecas, al norte pimas, tarahumaras, y tantos más, ajenos unos a otros, y casi siempre enemigos entre sí. Entre todos ellos habían de distinguirse muy especialmente los az­tecas, que procedentes del norte, fueron descendiendo hacia los grandes lagos mexicanos, hacia la región central de Anáhuac. Conducidos por su «dios» Huitzilopochtli –para los espa­ñoles, Huichilobos–, dios guerrero y terrible, llegaron en 1168 al valle de México (término que procede de Mexitli, nombre también de Huitzilopochtli), y establecieron en Tenochtitlán su capital, el actual lugar de la ciudad de México.

    De este modo, el pueblo azteca, convencido de haber sido elegido por los dioses para una misión grandiosa, fue despla­zando a otros pueblos, y ya para 1400 toda la tierra vecina del lago estaba en sus manos. En 1500, poco antes de la llegada de los españoles, el im­perio azteca reunía 38 señoríos, y se sus­tentaba en la triple alianza de México (Tenochtitlán), Texco­co y Tacuba (Tlacopan).

    Los aztecas llevaron a síntesis lo mejor de las culturas de los pueblos dominados, como los teotihuacanos y los tol­tecas. El Imperio mexicano, organizado en clanes, bajo un emperador poderoso (tlatoani) y varios seño­res, fue desarrollándose con gran prosperidad. En astronomía al­canzó notables conocimientos, elaboró un ca­lendario de gran exacti­tud, y logró un sistema pictográfico e ideográfico de escritura que, con el de los mayas, fue el único de la América pre-hispánica.

    Por otra parte, los azte­cas, aunque no conocían la rueda ni tenían ani­males de trac­ción, construyeron con gran destreza caminos y puen­tes, ca­sas, acueductos y grandiosos templos piramidales. Ignoraban la moneda, pero dispusieron con mucho orden enormes mer­cados o tianguis. Tampoco conocían el arado –pinchaban la tie­rra con una especie de lanza–,  pero hicieron buenos cul­tivos, aun­que reducidos, ingeniándose también para cultivar en chinampas o islas artificiales. Y en cuanto a las artesanías diversas, alcanzaron un alto nivel de perfección técnica y estética.

Así, en 1519, antes de la conquista, los regalos que Her­nán Cortés envió a Carlos I –una serie de objetos indios de oro, plata, piedras preciosas, plumería, etc., que había recibido de mayas, totonacas y de los obsequios aztecas de Moctezuma–, causaron en Europa verdadera impresión. Alberto Durero (+1528), que pudo verlos en Flan­des en la corte del emperador, es­cribió en su Diario: «A lo largo de mi vida, nada he visto que rego­cije tanto mi corazón como estas cosas. En­tre ellas he encontrado objetos maravillosamente artísticos… Me siento incapaz de expre­sar mis sentimientos» (J. L. Martínez, Cortés 187).

La ciudad grandiosa

    La capital del imperio azteca era Tenochtitlán, construida en una laguna, y consagrada en 1325 con la dedicación en su cen­tro de un grandioso templo piramidal (teocali, de teotl, dios, y cali, casa). Cuando en noviembre de 1519 los españo­les avistaron por primera vez aquella ciudad formida­ble, la mayor del mundo en aquella época, queda­ron realmente asombrados… 

«Desde que vimos cosas tan admira­bles –cuenta el soldado cronista, que ya conocemos, Bernal Díaz del Castillo–, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante pare­cía, que por una parte en tierra había grandes ciu­dades, y en la laguna otras muchas… y por delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos solda­dos» (Historia cp.88)…

mercado- méxico

    Cuatro días más tarde, ya entrados en la ciudad, Cortés y los su­yos, a caballo los que lo tenían, y acompañados de caciques azte­cas, salieron a visitar aquella ciudad grandiosa. Lo primero que visitaron fue el tianguis, el inmenso mercado de la plaza de Tlatelolco: mantas multicolo­res y joyas preciosas, animales y es­clavos, alimentos y bebi­das, plantas y pájaros: allí había de todo, distribuido con un orden perfec­to.

«Solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí había –cuenta Bernal– sonaba más que de una legua, y entre noso­tros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaña y llena de tanta gente no la habían visto». Y junto a esto, «veíamos en aquella gran laguna tanta multi­tud de ca­noas, unas que venían con bastimentos y otras que volvían con cargas y mercaderías;… y veíamos en aquellas ciudades cúes y adorato­rios a manera de torres y fortalezas [pirámides truncadas], y todas blanqueando, que era cosa de admiración, y las casas de azoteas» (cp.92).

Otro soldado, Francisco de Aguilar (1479-1571), al visitar también aquella gran ciu­dad aún no conquistada, confiesa que «ponía espanto ver tanta multitud de gentes», y escribe: «Tendría aquella ciudad pasadas de cien mil ca­sas, y cada una casa era puesta y hecha encima del agua en unas estaca­das de palos, y de casa a casa había una viga y no más por donde se manda­ba, por manera que cada casa era una fortaleza» (Relación, 5ª jornada).

    Año y medio más tarde, el 13 de agosto de 1521, el poder azte­ca que tenía su centro en aquella gran ciudad de Tenochti­tlán, se ven­dría abajo para siempre, dando lugar a la Nueva España.

Religiosidad y altura moral

    Cuando los españoles entraron en México, fueron descubrien­do pueblos profundamente religiosos, en los que la religiosidad era propiamente la forma fundamental de la existencia individual y fami­liar, social y política. Tenían, aunque politeístas, alguna idea de un Dios superior, creador de todo, inmortal e invisible, sin principio ni fin (Hunab Ku, para los mayas, Pije Tao para los zapotecas…) También te­nían cierta noticia de una retribución final tras la muerte, y practicaban, concretamente los mayas y aztecas, una ascéti­ca re­ligiosa severa, con oraciones, ayunos y rigurosas mortifica­ciones sangrientas.

Algunas de las oraciones aztecas que nos han llegado son realmente maravi­llosas en la profundidad de su sentimiento y en la pureza de su idea: «¡Oh valero­so señor nuestro, debajo de cuyas alas nos ampa­ramos y defende­mos y hallamos abrigo! ¡Tú eres invisible y no pal­pable, bien así como la noche y el aire! ¡Oh, que yo, bajo y de poco valor, me atrevo a parecer delante de vuestra majestad!… Pues ¿qué es ahora, señor nuestro, piado­so, invisible, impalpable, a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el regimiento de todo el orbe, a quien todo está sujeto, qué es lo que habéis determinado en vuestro divino pe­cho?» (Bernardino de Sahagún, 0FM, 1500-1590, Historia VI,1)…

    Con algunas excepciones, casi todos esos pueblos, mayas, azte­cas, totonacas, obsesionados por el misterio del devenir y de la muerte, practicaban sacrificios humanos, de enigmática significa­ción. Coincidiendo con otros autores, Christian Duver­ger, al estudiar la economía del sacrificio azteca, ve en éste un intento de sostener y dinamizar los ciclos vitales, ya que «la muerte libera un exce­dente de energía vital»… Y precisamente en el sacrificio ritual, la ar­tificialidad de la muerte provocada es lo que hace posible orientar hacia los dioses esa energía, logrando así que se «transmute la fuga de fuerzas en brote de potencia» (La flor letal 112s). De este modo la sangre humana ofrecida a los dioses, los vitaliza y acrecienta las fuentes de toda energía, alimentando las reservas de fuerza que el sol simbo­liza, concentra e irradia.

    La educación azteca era también profundamente religiosa. Junto a ciertos conocimientos manuales, guerreros, musica­les o astrológi­cos, o de higiene, cortesía y oratoria, se inicia­ba a los muchachos, entre los 10 y los 20 años, en la oración, en el servicio a los ídolos, en la castidad, con muy severas prácticas penitenciales. Y la asce­sis era tanto más dura cuanto más alta era la condición social de los jóvenes. En la alta sociedad, por ejemplo, la embriaguez po­día ser castiga­da con la muerte. Es realmen­te impresionante la antigua pedagogía religiosa de los indios de la Nueva España, según la describe fray Bernardino de Sahagún (HistoriaGral. lib.VI).

    Concretamente, a quienes por su cuna estaban destinados a ocupar lugares de autoridad se les educaba desde niños en el autodominio y la más profunda humildad religiosa: «Mira que no sea fingida tu humildad, mira que nuestro señor dios ve los corazones y ve todas las cosas secretas, por muy escondidas que estén; mira que sea pura tu humildad y sin mezcla alguna de soberbia» (lib.VI, 20)… Entre los aztecas, como observa Jacques Souste­lle (+1990), «el ideal de la clase superior es una gravitas completamen­te romana en la vida privada, en las palabras, en la ac­titud, junto con una cortesía exquisita» (La vida 222).

    Es interesante observar, por otra parte, que estas grandes cultu­ras, al mismo tiempo que sufrieron muy graves desviaciones de la vida sexual, a su modo apreciaron mucho la castidad, y supieron inculcarla eficazmente. En este sentido, la llegada de los españoles pudo ocasionar cierta relajación, al menos en determinados aspec­tos. Así, por ejemplo, refiere Diego de Landa (1524-1579) que las mujeres mayas del Yucatán «preciábanse de buenas y tenían razón, porque antes que conociesen nuestra nación, según los viejos ahora lloran, lo eran a maravilla» (Relación cp.5).

Las grandes cualidades de los indios

    Las cualidades de los indios mexicanos impresionaron a los pri­meros españoles quizá aún más que sus vicios y terribles supers­ticiones. Un franciscano, por ejemplo, de la primera evangeliza­ción, Motolinía (Toribio de Benavente, 1490-1569), habla muchas veces de los indios de México con verdadero entusiasmo. En su Historiade los indios de la Nueva España, aunque se refiere generalmente a indios recién cristianos –termina su obra en 1541–, refleja tam­bién en buena parte lo que aque­llos indios ya eran antes del Evangelio:

    «Estos indios casi no tienen estorbo que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos, porque su vida se contenta con muy poco, y tan poco que apenas tienen con qué se vestir y alimen­tar. Su comida es paupérrima, y lo mismo es el ves­tido. Para dormir, la mayor parte de ellos aún no alcanzan una es­tera sana. No se desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se ma­tan por alcanzar estados ni dignida­des. Con su pobre manta se acuestan, y en despertando están aparejados para servir a Dios, y si se quieren disciplinar [para hacer penitencia], no tienen estorbo ni embarazo de vestirse y desnudarse. Son pacientes, sufridos sobre manera, mansos como ovejas. Nunca me acuerdo haberlos visto guardar injuria; humildes, a todos obedientes, ya de necesidad, ya de voluntad, no saben sino servir y trabajar. Todos saben labrar una pared y hacer una casa, torcer un cordel, y todos los oficios que no requieren mucha arte. Es mucha la paciencia y sufrimien­to que en las enfermedades tienen. Sus colchones es la dura tierra, sin ropa ninguna; cuando mucho, tienen una estera rota, y por cabecera una piedra o un pedazo de madero, y muchos ninguna cabecera, sino la tierra desnuda. Sus casas son muy pequeñas, algunas cubiertas de un solo terrado muy bajo, algunas de paja, otras como la celda de aquel santo abad Hilarión, que más parecen sepultura que no casa».

    «Están estos indios y moran en sus casillas, padres y hijos y nie­tos; comen y beben sin mucho ruido ni voces. Sin rencillas ni ene­mistades pasan su tiempo y vida, y salen a buscar el manteni­miento a la vida huma­na necesario, y no más. Si a alguno le duele la cabeza o cae enfer­mo, si algún médico entre ellos fácilmente se puede haber, sin mucho ruido ni costa, vanlo a ver, y si no, más pa­ciencia tienen que Job…»

    «Si alguna de estas indias está de parto, tienen muy cerca la par­tera, porque todas lo son. Y si es primeriza va a la primera vecina o parienta que le ayude, y esperando con paciencia a que la natura­leza obre, paren con menos trabajo y dolor que las nuestras espa­ñolas… El primer benefi­cio que a sus hijos hacen es lavarlos luego con agua fría, sin temor que les haga daño. Y con esto vemos y co­nocemos que muchos de éstos así criados desnudos, viven buenos y sanos, y bien dispuestos, recios, fuertes, alegres, ligeros y hábi­les para cuanto de ellos quieren hacer; y lo que más hace al caso es, que ya que han venido en conocimiento de Dios, tienen pocos impedimentos para seguir y guardar la vida y ley de Jesucristo». Y añade: «Cuando yo considero los enredos y embarazos de los es­pañoles, querría tener gracia para me compadecer de ellos, y mu­cho más y primero de mí» (I,14, 148-151).

    El Señor, «que enseña al hombre la ciencia, ese mismo proveyó y dio a estos Indios naturales grande ingenio y habilidad para apren­der todas las ciencias, artes y oficios que les han enseñado, porque con todos han salido en tan breve tiempo, que en viendo los oficios que en Castilla es­tán muchos años en los aprender, acá en sólo mi­rarlos y verlos hacer, han muchos quedado maestros. Tienen el en­tendimiento vivo, recogido y sosegado, no orgulloso ni derramado como otras naciones… Aprendie­ron a leer brevemente así en ro­mance como en latín… Escribir se enseña­ron en breve tiempo, y si el maestro les muda otra forma de escri­bir, luego ellos también mu­dan la letra y la hacen de la forma que les da su maestro». Todas las ciencias, artes y oficios –la música y el canto, la gramática y la pintura, la orfebrería, la imaginería o la construc­ción–, todas las aprendían de tal modo que con frecuencia supera­ban en poco tiempo a los maestros españoles (III,12-13, 398-411).

Dominadores de muchos pueblos

    El mesianismo azteca tenía sus fundamentos en el gremio sacer­dotal y en una formidable casta de guerreros. De este modo la po­tencia del pueblo azteca fue sujetando poco a poco bajo su dominio a muchos pueblos y señoríos. Los embajado­res aztecas, con gran­diosa pompa y acompañamiento, visita­ban estos pueblos y les invi­taban a ser súbditos. La embajada de Tenochtitlán era la primera. Si no bastaba, seguía la de Texcoco, y si tampoco ésta conseguía el objetivo, a la embaja­da de Tlacopan correspondía el ultimatum, la última adverten­cia. Una vez dominada la ciudad o provincia por la ra­zón o la fuerza guerrera, se procedía a las ceremoniosas nego­ciacio­nes, en las que se fijaban los tributos (Soustelle 203-213). Los pueblos sujetos conservaban normalmente sus propios señores y leyes, sus idiomas, costumbres y dioses, aunque habían de reco­nocer también al dios nacional azteca.

    Por otra parte, como hace notar Alvear Acevedo, hay que tener en cuenta que «la guerra, la conquista y el sometimien­to de otros pue­blos, tenían motivos económicos y políticos, pero también razones religiosas de búsqueda de prisione­ros para su inmolación» (87). En todo caso, a princi­pios del siglo XVI, el emperador Moctezuma, el gran tlatoani (de tlatoa, el que habla), recibía tributo de 371 pueblos. Cada semestre, pasaban los recaudadores o calpix­ques a recoger los impuestos que en especies y cuantías esta­ban perfectamente determinados. Así era el gran impe­rio azteca, y el náhuatl era su lengua.

La ambición termina arruinando

    Esta ambiciosa política guerrera de los aztecas trajo una muy pre­caria paz imperial entre los pueblos, pues, como seña­la Motolinía,

«todos andaban siempre envueltos en gue­rra unos contra otros, an­tes que los españoles viniesen. Y era costumbre general en todos los pueblos y provincias, que al fin de los términos de cada parte dejaban un gran pedazo yermo y hecho campo, sin labrarlo, para las guerras. Y si por caso alguna vez se sembraba, que era muy ra­ras veces, los que lo sembraban nunca lo gozaban, porque los con­trarios sus enemigos se lo talaban y destruían» (III,18, 450).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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