La verdadera mirada humana es una mirada desde dentro, que se dirige al adentro de lo que mira. Se contrapone a ésta la mirada superficial. Recuerdo un viaje con adolescentes a un bonito pueblo francés, San Juan de Luz.
Pasados dos minutos, aquellos jóvenes turistas ya habían visto todo lo que –a su juicio- había que ver: era suficiente un rápido vistazo para dar por conocido un pueblo tan pequeño; y el mar... era el mismo mar de siempre: eso ya lo tenían visto. La mayor parte de ellos pasaron el resto del día en un enorme supermercado –Carrefour-. Y es que... la mirada superficial es muy rápida, no se detiene, no sabe contemplar. La mirada superficial mide por la superficie: si es muy grande tardará mucho en verlo; si es pequeño, tardará poco.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la lectura. Se pregunta Leclercq:
“¿Habéis visto alguna vez a un estudiante que toma un tren al día siguiente de haberle dado su padre unas monedas en un arrebato de buen humor? Para un viaje de media hora se compra tres periódicos, dos revistas y un semanario o dos. Cuando llega a su destino ya se lo ha leído todo. Claro que no sabe nada; cuanto más lee, menos sabe; del mismo modo que cuanto más corre, menos ve”[1].
¿Quién no se ha cruzado, en algún museo, con turistas que van por las salas casi a paso de footing? Sin embargo, también tenemos experiencia de otro tipo de turistas que emplean una mañana entera en una pequeña sala. Y es que todo depende de cómo se mire.
Quien mira adentro ve mucho más de lo que muestra la superficie. La composición, la expresividad, la carga trágica, el lirismo, los contrastes, los relieves, la intención del artista, el vanguardismo, las tonalidades... todo eso está allí, en el cuadro. Mirar adentro es mirar el cuadro, que es bien distinto a ver un lienzo salpicado por pegotes de oleos de distintos colores.
Quien sabe mirar la vida puede vivirla; el superficial sencillamente la gasta. Con una expresividad genial lo dice Unamuno:
“Me dices en tu carta que, si hasta ahora ha sido tu divisa ¡adelante!, de hoy en más será ¡arriba! Deja eso de adelante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y retrógrados, ascendentes y descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan sólo, y busca el otro, tu ámbito interior, el ideal, el de tu alma. Forcejea por meter en ella al universo entero, que es la mejor manera de derramarte en él... En vez de decir, pues, ¡adelante!, o ¡arriba!, di: ¡adentro! Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para que reboses luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los demás todo entero e indiviso.
‘Doy cuanto tengo’, dice el generoso; ‘Doy cuanto valgo’, dice el abnegado; ‘Doy cuanto soy’, dice el héroe, ‘Me doy a mí mismo’, dice el santo; y di tú con él, y al darte: ‘Doy conmigo el universo entero’. Para ello tienes que hacerte universo, buscándolo dentro de ti. ¡Adentro!”[2]
[1] Jacques Leclercq, Elogio a la pereza, en De la vida serena, Patmos, Madrid 1965, pág. 27.
[2] Miguel de Unamuno, ¡Adentro!, Obras selectas, Plenitud, 5ª edición, Madrid 1965, págs. 183-189.
Jose Pedro Manglano, El sentido de la vida
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