Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Así concluye la enseñanza de Jesucristo, que leemos este domingo en la misa. Nos invita a dejar la mediocridad y buscar la perfección. Porque quiere para nosotros una vida lograda, plena y feliz, como la del mismo Dios.
Pero esa vida, nos advierte Jesucristo, tiene un precio: poner la otra mejilla y amar a los enemigos. ¿Nos pide un imposible? ¿Ha habido alguien que haya obrado así?
No está en nuestra mano –responde el Catecismo- no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús.
¿Por qué no intentamos vivir esto en la vida diaria, con la familia, con los compañeros de trabajo, los convecinos, los extranjeros? Cambiaríamos el mundo y seríamos más felices.
Pero, para lograrlo, no olvidemos lo que también dice el Catecismo: Sólo el Espíritu Santo que es “nuestra vida” puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Así el perdón se hace posible. La oración cristiana transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana.
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