Sé que no debiera afectarnos, pero los sacerdotes somos humanos, afortunadamente, y como tales, débiles y flojuchos en nuestra fe. Bien sabemos que no podemos esperar otra paga que al mismo Cristo, y que uno siembra y quién sabe dónde se producirá la cosecha. Pero… como somos humanos, gracias a Dios, nos gustaría cosechar éxitos humanos, recibir enormes respuestas, sentir cómo nuestras acciones pastorales levantan entusiasmos y el mundo, aunque sea el mundo clerical y parroquial, nos aplaude con pasión.
Demasiadas veces esto no ocurre. Todo lo contrario. Son bastantes las ocasiones en que nos lanzamos con iniciativas, ocurrencias, programaciones, ideas, convencidos de que recibirán una respuesta masiva… para tener que reconocer que a nadie le interesa lo propuesto. Veces en que se hace una convocatoria, que no dudo sea del todo interesante, y que no acude nadie… o casi nadie: dos o tres despistados.
Cuántas veces no nos ha sucedido emprender una tarea con la mejor de las voluntades y encontrarnos con una respuesta mínima, una perseverancia manifiestamente mejorable y un languidecer desde el primer momento. Todos sabemos de esto. Todos hemos tenido en alguna ocasión la tentación, terrible tentación, de tirar la toalla y despotricar contra todo lo que se mueve porque no llegamos a comprender que los planes de Dios no son nuestros planes, ni sus caminos los nuestros.
Más aún. Si tenemos esa tentación es porque en definitiva lo que está en juego no es tanto el Reino cuanto nuestro orgullo, no tanto la gloria de Dios, sino la nuestra. ¿Cómo es posible que a mí, que soy sacerdote y que hago tantas cosas, la gente no me responda como yo creo que debe hacerlo? Orgullo personal. Punto.
He tenido y tengo mis fracasos pastorales, aunque solo nos gusta hablar de lo que nos va bien. Quizás incluso muchos más fracasos que aparentes triunfos, pero todo por lo mismo: porque hablamos de las cosas como si fuera algo nuestro, mientras que Dios sabe por dónde y cómo quiere las cosas.
¿Qué hacer ante el aparente fracaso pastoral?
- Confiar. Porque la parroquia es de Cristo, y Él es quien debe dirigirla y sacarla adelante. De Cristo, no del párroco.
- Rezar. Pedir a Dios que se haga su voluntad, que sean las cosas como Él quiere y no como se nos ocurren a nosotros. ¡Y aceptar que sea así!
- Trabajar con ilusión, con ganas, tropezar y levantarse, fracasar y seguir intentando.
- Agarrarnos a lo fundamental: sacramentos, oración, adoración, la Santísima Virgen.
- Estudiar, conocer cosas, leer, aprender de los compañeros, compartir con ellos éxitos y desengaños.
- Y mantener siempre la mayor de las ilusiones.
Y reconocer que lo que quizá uno llama fracaso pastoral es el mayor de los éxitos, pues Dios así lo tiene dispuesto para nuestro bien y el de su Iglesia, y que quién sabe si nuestro esfuerzo no será una fuente de gracia que repercutirá para bien de la Iglesia y del mundo. En definitiva, trabajar y ponerse al servicio. Luego, Dios dirá. Bendito sea.
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