Homilía Domingo XX durante el año C
Nos encontramos con un aspecto del mensaje de Jesús desconcertante. El amor del prójimo es el elemento central del mensaje de Jesús. Y cuando pensamos el amor y la caridad, nosotros pensamos en unidad, en armonía, en ausencia de conflicto. Entonces, somos sorprendidos, casi como un shock, es sentir a Jesús decirnos que no ha venido a traer paz sobre la tierra, sino división. Evidentemente es fácil explicar rápidamente este texto diciendo que se trata de un lenguaje figurado, e ir a buscar otros textos del Evangelio que se correspondan mejor a nuestro deseo de tranquilidad y de calor humano, de contención.
Sin embargo, si queremos ser realistas y si abrimos los ojos, veremos rápido que hay muchísimas divisiones en torno nuestro. En el mundo contemporáneo han tomado dimensiones gigantescas, el Papa Francisco lo recuerda frecuentemente: divisiones entre las culturas, entre las naciones, entre las clases sociales y entre las generaciones, los pobres y los encarcelados son una realidad palpable, si no le damos vuelta la cara, en nuestra sociedad.
El amor cristiano no pretende y no quiere suprimir las diferencias que están frecuentemente en el origen de estas divisiones, sino que quiere más bien construir puentes entre los grupos humanos, las culturas, las religiones, las civilizaciones, para superar la pobreza y la marginalidad. La originalidad del Evangelio consiste en el mandamiento de amar sin límites, de amar a todos los seres humanos, así como son, en su diversidad, para llevarlos a lo auténticamente humano.
Cuando el Verbo de Dios se hizo hombre, vino para ser un puente no solo entre Dios y la humanidad, sino también entre los hombres. En la tradición del Antiguo Testamento, para Israel, como para el resto de los otros pueblos de la época, los lazos familiares y tribales tenían una importancia capital. Eran sin duda una condición para la supervivencia. Una persona debía todo a su familia, y estos lazos se extendían a una serie de círculos concéntricos de la familia extendida, hasta el clan, hasta la tribu, a la nación. En una civilización que estaba casi continuamente en guerra, una persona debía amar a los suyos y odiar a todos los otros. Toda la capacidad de comunión estaba reservada a la familia.
Jesús quería hacer desaparecer esta división. Vino para llevar la salvación a todo el mundo; amaba a todos y quería extender su amor más allá de su familia y de sus parientes. Él nos invita a hacer lo mismo. Los lazos de familia, y también aquellos de pertenencia a una nación, son importantes; pero están subordinados a algo más importante: están subordinados al amor de Dios y a su invitación al amor universal, así como a la necesidad de establecer el reino de Dios, que es un reino de amor. Porque la religión verdadera no es una sociología, el Reino no se establece cuando mejoran los parámetros de bienestar social, desligados de un crecimiento humano (moral) real, por eso la Asunción de la Virgen, la Vida plena, el cielo, es la meta de la superación de toda pobreza y marginación, pero como el cielo es real, debemos transformar el aquí y el ahora de nuestra sociedad. La verdadera religión transforma a la persona y así los cambios sociales son permanentes.
Si estos principios evangélicos fueran puestos en práctica, muchos de los problemas modernos concernientes a las tensiones étnicas o a los malentendidos entre pueblos serían resueltos.
Cada uno de nosotros debe asumir sus propias elecciones por fidelidad al Evangelio. Si algunos de los nuestros nos rechazan porque hemos hecho la elección del amor universal, debemos aceptar este rechazo en comunión con Cristo que fue rechazado por los suyos por esta misma razón, y siguiendo el ejemplo del profeta Jeremías, de quien habla la primera lectura del domingo XX. Esto quiere decir Jesús cuando dice, que ha venido a traer fuego sobre la tierra -un fuego que purifica y hace nacer a la vida nueva. Y también un fuego que obra el discernimiento y el juicio. Dejémonos purificar por este fuego.
«He venido a traer fuego sobre la tierra y ¿qué quiero sino que arda?» (Lc 12,49). El entonces cardenal Ratzinger, comentando esta cita del Evangelio, opinaba que es quizá una de las sentencias más importantes pronunciadas por Jesucristo sobre la paz; en ella Jesús nos está enseñando una gran verdad: «que la verdadera paz es belicosa, que la verdad merece sufrimiento y también lucha. Que no puedo aceptar la mentira para que haya sosiego» (J. Ratzinger, Dios y el mundo, Círculo de Lectores, Barcelona 2005, p. 210)
Es común encontrar personas que piensan que alcanzaremos la paz y superaremos la pobreza cuando organicemos una estructura de seguridad confiable o establezcamos un organismo de protección civil infranqueable, pero esto aún es poco. Podríamos contar con todas estas cosas, pero todavía estaríamos viviendo una paz de caricatura y postiza, que no ha llegado a la raíz del problema y al corazón de cada hombre de nuestra sociedad.
La paz verdadera, la superación de la pobreza y el delito, no es fruto de estructuras políticas u organismos internacionales en su raíz. Nace en el alma de cada hombre y de allí se expande hasta permeabilizar toda la sociedad. Es, por lo tanto, consecuencia de una elección personal.
¿Elección de qué cosa? Elección de la verdad. La paz genuina se logra con la aceptación de la verdad en la propia vida. Por esto mismo es belicosa, porque aceptarla y vivir de acuerdo con ella muchas veces significa ir contra corriente y quedar mal ante los ojos de muchos.
No hay que pensar ahora en los delincuentes como la única fuente del problema. Cada uno debe entrar en sí mismo y preguntarse hasta qué punto ha pactado ya con la mentira y vive en el engaño. Y este pactar con la mentira puede ir de las cosas más simples como la famosa “mordida” al oficial de tránsito (que en otros términos es la acción de dar el dinero de la multa al policía para su uso personal) hasta una vivencia disfrazada o incluso traicionera de la propia vocación como esposo(a), padre/madre, profesional, religioso(a) hasta la mayor de las corrupciones a nivel nacional o internacional.
Jesús ha traído fuego, el fuego de la verdad y del amor no debemos crear falsos pacifismos pero debemos respetar al otro y vivir en la verdad personal, familiar y social aunque esto suponga lucha. Lucha que no es por capricho o desahogo sino por vivir en la auténtica paz.
Que María Asunta nos acompañe, para que no tengamos la tentación de edulcorar la Palabra de Dios, para que no pidamos perdón por cumplir los mandamientos y vivir los preceptos de la Iglesia, sino tratar en la medida de nuestro leal saber, entender y poder, vivir según sus exigencias, para superar la pobreza, y visitar y acompañar a los presos, no sólo los de las cárceles, si no los presos de cualquier pecado.
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