11 de marzo 2016, altar san Pío X, Vaticano.
Homilía para el V domingo de Cuaresma C.
«En caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo. Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios.» 1 Jn 3, 20-21 Cuando S. Juan escribió esto en una de sus cartas, pensaba probablemente en la escena del Evangelio de hoy.
El punto culminante del relato es cuando solos Jesús y la mujer se encuentran, de pie uno frente al otro, observándose, después de que todos los otros se fueron. Nadie puede encontrarse en presencia del pecado sin perturbarse, quizá porque el pecado del otro le recuerda los suyos propios. Solamente Dios puede observar serenamente al pecador y solamente ante Dios el pecador puede conservar su dignidad, a pesar de su pecado.
Jesús no se interesaba por el pecado, su preocupación era el pecador. Su misericordia hacia los pecadores, su compasión y la serenidad que manifestaba cuando se encontraban en su presencia sorprendía a los fariseos hasta escandalizarlos, era esta actitud algo que ellos no podían comprender. ¿Cuál era la causa de esta actitud? La causa es que tenían la actitud contraria a Jesús, ellos, estaban más preocupados por el pecado que por el pecador. Ellos encerraban a las personas en categorías y las trataban en consecuencia. La Ley de Moisés les ordenaba lapidar a “esa clase de mujeres”. La mujer que traen ante Jesús no es para ellos una mujer con un nombre y una historia. Es simplemente “una de esas mujeres”. Yo me pregunto: ¿No hacemos frecuentemente lo mismo en nuestra vida personal, social o comunitaria? Claro, lo que pasa es que no pedimos que apedreen a nadie. A veces tal hermano es “ese tipo de persona con el que no es posible dialogar”, tal hermana es “ese tipo de mujer que es insoportable”, tal gobernante es “ese tipo de gobernante…” Tal sociedad es “ese tipo de sociedad…” y así podríamos seguir puntualizando por largo rato. Pero para Jesús, nadie pertenece a tal o cual categoría. Cada uno es único y debe recibirse, aceptarse y quererse como a una persona única. Dios mira más lo que queremos ser que lo que hemos sido.
Los fariseos invitan a Jesús a actuar como juez en el caso que le presentan. Jesús se inclina entonces y se pone a trazar señales sobre el suelo, cierta tradición dice que escribe los pecados de los presentes, sea como fuere, a Jesús no le interesa el tipo de tribunal que le ofrecen. Cuando insisten Él simplemente les cita un pasaje de la Ley Mosaica , pero modificado, una modificación aparentemente ligera, pero pesada en cuanto al sentido y las consecuencias. Según la Ley Mosaica, el testigo de un crimen debía tirar la primera piedra en la lapidación de un criminal. Jesús dice: “El que de ustedes esté sin pecado que tire la primera piedra”. Por esta modificación Jesús pone el problema a un nivel diferente. El hace que los acusadores se dirijan a su propia conciencia. Ellos se van todos, uno después del otro, reconociendo así que ellos también son pecadores, comenzando por los más viejos. Jesús se muestra lleno de bondad también para con ellos. No se complace en su victoria sobre ellos. Al contrario con humildad se inclina de nuevo hacia el suelo, para dejarles la posibilidad de irse sin mostrar la cara, sin ser humillados.
Y cuando todos se han ido, es entonces cuando se incorpora, mira a la mujer que se encuentra ante él, y le habla. Sus palabras son simples, pero impresionantes: «¿Nadie te ha condenado?… Yo tampoco te condeno, vete y no peques más.»
Hay muchas lecciones para nosotros en este relato. La primera es la de no juzgar y sobre todo de no condenar a nadie. Y luego hay una lección de lucidez. Todo el mundo en este relato es lúcido, incluso los fariseos son conscientes de sus propios pecados y se van. La mujer no intenta en ningún caso negar ni justificar su pecado. Jesús conoce todos los corazones. Y la tercera lección, seguramente la más importante, es una enseñanza sobre la actitud de Dios hacia nosotros, que somos pecadores. No es una actitud que humilla o desprecia, no es la actitud de un juez (no juzga ni condena). No pone el acento en el pecado. Jesús perdona el pecado de la mujer sin mencionarlo, preocupándose más bien por su conversión: «en adelante no peques más» Más importante que nuestro pecado, es el amor que Dios nos tiene.
Tal actitud por parte de Jesús no es exclusivamente escandalosa a los ojos de los Fariseos, también puede molestar a aquellos que sin ser fariseos no llegan a comprender la misericordia y el perdón de Dios, que no es permisivo, pero es paciente. La misericordia y la compasión no son ni naturales ni fáciles para nosotros. Afortunadamente, el Espíritu Santo, en la palabra de Dios nos recuerda esta actitud constitutiva de Dios: la misericordia, para que la experimentemos y para que la sepamos tener con nuestros hermanos. Él puede unir misericordia y justicia. Para nosotros es muy difícil. El Papa Francisco en Santa María la Mayor su primer salida como Romano Pontífice les dijo a los confesores: “sean misericordiosos la gente lo necesita”, me recuerda la frase del Santo Cura de Ars: “nadie es digno de comulgar, pero lo necesitamos”. Pero todos debemos vivir la mansedumbre y la misericordia, si la queremos recibir de Dios. En el curso que terminamos ayer en la Rota Romana el Papa, en la audiencia final, nos decía que la justicia es una obra de verdad, de caridad. En la Iglesia no se entiende nada sin caridad, sin misericordia, por eso la importancia de este año.
Dice san Agustín: “«Yo tampoco te condeno». ¿Qué quiere decir esto Señor? ¿Tú favoreces entonces el pacado? No, por cierto. Escuchen lo que sigue: «Ve y desde ahora en adelante no peques más». En otras palabras, el Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiese perdonado el pecado habría dicho: Ni yo te condeno, vete vive como quieras, estate segura que yo te libraré; por más grande que sean tus pecados yo te libraré; yo te libraré de cada pena y del sufrimiento del infierno. Pero no dice así.” San Agustín después alerta sobre dos extremos la esperanza temeraria del que peca, pensando: ¡total! Dios es misericordia; y, por otro, la desesperación del que cree que inventa un pecado no perdonable, concluye Agustín: “¿Qué hace el Señor con los que están en peligro por una u otra enfermedad (esperanza temeraria y desesperación)? A los que corren riesgo por demasiada esperanza dice: «No tarden en convertirse a Dios, ni difieran de día en día; porque se despliega su ira y eres sorprendido en el día del juicio» (Sirácida), Y a aquellos que corren peligro por la desesperación, ¿qué les dice Dios? «En cualquier día el inicuo se convertirá, todas sus iniquidades yo olvidaré» (Ezequiel). A aquellos entonces que están en peligro por la desesperación él les indica el puerto de la indulgencia; para aquellos que corren riesgos por la excesiva esperanza y se ilusionan con tener siempre tiempo, hace incierto el día de la muerte. Tú no sabes cuando será el último día… Este es el sentido de las palabras que dice a la mujer: «Yo tampoco te condeno»: ahora que estás tranquila a propósito de cuanto has cometido en el pasado, ten temor de cuanto podrá acaecer en el futuro. «Yo tampoco te condeno»: esto es, he destruido lo que has cometido, pero observa cuanto te he mandado, al fin de obtener cuanto te he prometido”. (Lezionario “I Padri vivi” 154)
Este relato nos recuerda también que, en este tiempo de Cuaresma, Dios quiere que nuestras miradas estén dirigidas hacia la alegría de la Resurrección, y que en vez de rumiar nuestros pecados pasados vayamos con pasos firmes hacia una vida nueva sin pecado. Eso lo pedimos con fe, ayudados por la intercesión de la Virgen y ciertos de alcanzar la misericordia de Dios a condición que también la practiquemos.
_____________________
Gracias a todos los que rezaron por mi curso en Roma:
Publicar un comentario