La ofrenda real de los fieles con Cristo, asociados a su sacrificio, como verdadera participación se prolongará luego en la vida cotidiana, convirtiéndola en “sacrificio espiritual”, en una “liturgia existencial” de continua santificación y ofrenda.
“En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda” (CAT 1368).
Ya decía el Concilio Vaticano II que “los hombres son invitados y llevados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo” (PO 5) y, antes, Pío XII: “Y no se olviden los fieles cristianos de ofrecer, juntamente con su divina Cabeza clavada en la cruz, a sí propios, sus preocupaciones, sus dolores, angustias, miserias y necesidades” (Mediator Dei, n. 127).
Esta participación de los fieles en el sacrificio de Cristo, lo que se busca pastoralmente cuando se quiere participar, es la unión con Cristo en su ofrenda, una unión tan íntima, que inaugura un culto vivo, existencial, en lo cotidiano:
“El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29s). Todo lo que hay de auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. Aparece aquí todo el valor antropológico de la novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar todos los aspectos de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios” (Benedicto XVI, Exh. Sacramentum caritatis, n. 71).
Esta incorporación a Cristo en su sacrificio, ofreciéndose los fieles junto con Él, es una participación plena en la liturgia que corresponde al sacerdocio bautismal y que se prolonga en la liturgia de lo cotidiano, en el culto espiritual de la propia existencia:
"Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios" (LG 34).
Al ver en la iglesia el altar, hemos de pensar también en aquel altar interior, el propio corazón, que debe ofrecer sacrificios y holocaustos de alabanza al Señor.
La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar. La oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de la misma. Incluso cuando la oración se vive “en lo secreto” (Mt 6, 6), siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Trinidad Santísima (cf IGLH 9) (CAT 2655).
Así como en la Iglesia se ofrece la Víctima santa en el altar, en el altar de nuestro corazón hemos de ofrecernos nosotros a Dios. Así como en la Iglesia se eleva la súplica al Padre en el altar, en el altar de nuestro corazón hemos de elevar nuestras súplicas constantes a Dios. Así como en la Iglesia el altar es incensado con suave olor para que la alabanza llegue al cielo, en el altar de nuestro corazón hemos de ofrecer siempre el incienso de nuestra alabanza a Dios.
Comentando el libro de los Números, predicaba Orígenes:
“Los dos altares, esto es, el interior y el exterior, puesto que el altar es símbolo de la oración, considero que significan aquello que dice el Apóstol: "Oraré con el espíritu, oraré también con la mente". Cuando, pues, 'quisiere orar en el corazón', entraré en el altar interior, y eso considero que es también lo que el Señor dice en los Evangelios: 'tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto y cierra tu puerta y ora a tu Padre en lo escondido'. Quien, pues, así ora, como dije, entra en el altar del incienso, que está en el interior".
"Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable” (Rm 12,1).
En el altar del corazón ofrecemos sacrificios vivos, los de la vida cotidiana, los sacrificios interiores, espirituales, la lucha contra el pecado y las mortificaciones, la vida teologal que crece, el trabajo, la actividad, el descanso. Todo es ofrecido en el altar del corazón.
"Para salir de Egipto no basta con la mano de Moisés, se busca también la mano de Aarón. Moisés indica la ciencia de la ley; Aarón, la pericia de sacrificar e inmolar a Dios. Es, pues, necesario que los que salgamos de Egipto no sólo tengamos la ciencia de la ley y de la fe, sino los frutos de las obras, por los cuales se agrada a Dios. Por ello se mencionan las manos de Moisés y de Aarón, para que por las manos entiendas las obras.
De hecho, si, saliendo de Egipto y 'volviendo a Dios', rechazo la soberbia, habré sacrificado un toro al Señor por las manos de Aarón. Si elimino el desenfreno y la lujuria, creeré haber matado un chivo para el Señor por las manos de Aarón. Si venzo la pasión cruel, un ternero; si la necedad, parecerá que he inmolado una oveja" (Orígenes, Hom. in Num, XXVII, 6, 2).
La participación de los fieles en la liturgia conduce a ofrecer todo lo que antes, día a día, hemos ido ofreciendo a Dios en el altar del corazón; y al participar en la liturgia –con este recto sentido de participación- viviremos lo cotidiano ofreciendo y glorificando a Dios. Por Cristo, con él y en él.
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