(348) Sínodo. El mundo es pasando, pero Cristo permanece para siempre

 Olas del mar

–Cómo pasa el tiempo… El próximo domingo, Cristo Rey. Y al otro, el Adviento. Un nuevo Año litúrgico.

–Todo cambio estimula al hombre, aunque sólo cambie de cepillo de dientes. Y es que sin saberlo espera el final, cuando el Señor diga: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

Para entender los profundos desacuerdos manifestados en los Sínodos 2014-2015 es necesario conocer, aunque sea a grandes rasgos, la historia de las filosofías modernas.

Panta rei - todo fluye, es una frase atribuida al filósofo preseocrático Heráclito de Éfeso (544-484). Y hay que reconocer que, a poco que el hombre discurra, entiende que todo va pasando en un devenir permanente: las palabras y los hechos, los días y las estaciones, de tal modo que el presente es indeciblemente mínimo: un momento antes de ser presente era futuro; y un instante después ya es pasado. Es por tanto el presente infinitamente breve, efímero, contingente… Y sin embargo, todavía algunos hombres consideran que este flujo incesante de presentes infinitesimales constituye la realidad. La verdadera realidad. En ella, pues, ha de fundamentarse el pensamiento y la acción. «Hay que partir de la realidad», afirman pomposamente.

En las filosofías modernas predomina el devenir y la evolución. El todo fluye se ha convertido así en un principio disolvente de la razón, que trae consigo la pérdida del sentido de la realidad. Las esencias de todas las cosas son sometidas a cambio permanente, a imagen de las transformaciones de la mente. El devenir prevalece sobre el ser, y niega la existencia de una Ley Natural impresa en la naturaleza objetiva de las diversas realidades. A diferencia del pensamiento cristiano tradicional, el pensamiento moderno considera lo cambiante como criterio de verdad, de tal modo que la verdad queda sometida a la voluntad de cambio, o si se prefiere, al inexorable desarrollo dialéctico de la Idea en la historia.

Las filosofías modernas, nacidas del nominalismo, se someten al absolutismo del devenir, que no es sino un voluntarismo radical, que apaga la luz de la razón, pues excluye la existencia de verdades objetivas. El hombre no puede edificar ya su pensamiento y su vida sobre la roca de unas verdades objetivas, inmutables, ciertas, sino que debe estar abierto permanentemente a la duda, a la opinión, a los cambios históricos: todo, hasta lo que parecía más permanente, pasa a estar en proceso de reforma, todo se puede repensar. Y también, por supuesto, el dogma se convierte en algo sujeto a la ley universal del cambio. Panta rei.

Sit pro ratione voluntas. El absolutismo del devenir engendra el absolutismo de la voluntad, y de éste nacen el activismo, el semipelagianismo, el naturalismo, el existencialismo y tantos ismos que marcan la pluralidad de las filosofías modernas. Lo que se mantiene común a todas ellas es la negación de unas realidades creaturales establemente mantenidas en su ser por el Creador, la eliminación del poder cognitivo de la razón y del imperio de una ley natural, la pérdida del sentido de la realidad, la reducción de la naturaleza objetiva de las cosas a un mero fenómeno mental, la disociación entre razón y fe, la incapacidad de concebir estados cualitativos, como el matrimonio indisoluble, o como el estado de gracia y el de pecado, la negación de los actos intrínsecamente malos, como la anticoncepción o el adulterio. El mismo principio de contradicción es devorado por el dialéctico desarrollo inexorable de la Idea en la historia. Eso permitirá, por ejemplo, que a comienzos del siglo XXI un Obispo católico reconozca la disolubilidad de un matrimonio indisoluble. Obvio. O que otro, éste Arzobispo, afirme que el adulterio puede ser un camino de unión progresiva a Dios –que condenó el adulterio, prohibiéndolo severamente–. Evidente. Vale todo. Basta con quererlo.

 Las filosofías modernas reducen a los hombres a la condición de enfermos mentales. Apartándolos del Cristianismo, consiguen que pierdan la fe, y que como consecuencia pierdan también el uso de la razón. El ataque nominalista de Ockham (+1349) contra las esencias y la realidad de la ley natural inicia en Occidente la transición de una visión objetiva y realista, a la que siempre se ha mantenido fiel el pensamiento cristiano, a otra visión subjetivista, en la que desaparece progresivamente el sentido de lo real, aplastado por el predominio de lo mental. Pienso, luego existo, dirá Descartes (+1650). Pero es Hegel (+1831), reduciendo por la dialéctica lo real a lo cambiante, el más fuerte negador de la estable realidad objetiva. En Nietzsche (+1900) todo está sujeto al proceso de cambio; en Schopenhauer (1788), al poder de la voluntad; en el existencialismo de Sartre (+1980) a la libertad del hombre, que es la que crea lo bueno y lo malo (Gén 3,5), en lugar de descubrirlo. El vitalismo, el liberalismo, el deconstruccionismo del pensamiento y del lenguaje, como también la actual ideología del género, son derivaciones de las filosofías aludidas.

 Panta rei. El todo fluye se aplica a la misma verdad, que ya no es una verdad objetiva, absoluta, permanente, sino que, como todo lo mundano, está obligada al proceso evolucionista del cambio, y depende de la época, de las diversas culturas o incluso de la circunstancia de cada individuo. De este modo, el irracionalismo vigente hace hombres irrealistas, sujetos a la dictadura del relativismo, siervos devotos de los procesos evolutivos del cambio. En este marco cultural, un pensamiento dogmático es algo absurdo, más aún, ridículo. Intentar que el hombre se gobierne moralmente ateniéndose a un cuadro de verdades inmutables equivale a meterlo en una jaula o a dejarlo cautivo en una cárcel. Sólo eso es intolerable, dentro de la universal tolerancia impuesta severamente por el imperio del relativismo.

* * *

El modernismo hoy está vigente en el interior de la Iglesia en sectores mucho más amplios y manifiestos que en el siglo XIX. No pocos teólogos y pastores son enfermos mentales. No podemos negar que ciertos Cardenales, Obispos y teólogos, como sus hermanos del XIX, están más o menos infectados por el pensamiento débil del devenir y sujetos a la dogmática de la evolución. Simplemente, son modernistas.

En mi estudio (243 y 245) El modernismo (I y IIya describí las tesis fundamentales de su principales representantes –Bergson, Le Roy, Blondel, Laberthonnière, Loisy­–, refutadas por las grandes encíclicas Providentissimus Deus de León XIII (1893) y Pascendi de San Pío X (1907). Eran tesis promovidas por las falsas filosofías modernas: agnosticismo kantiano de la realidad, inmanentismo, historicismo crítico, negación de los milagros, necesaria evolución de los dogmas, asimilación de las filosofías modernas, especialmente en sus dimensiones morales, etc. Todo eso, aunque eficazmente frenado en tiempos de San Pío X, permanece hoy vivo y mucho más difundido dentro de la Iglesia de lo que estuvo en el siglo XIX. En no pocas Iglesias locales de Occidente esa mentalidad modernista es hoy más frecuente en los teólogos y altos eclesiásticos que el realismo ontológico de Santo Tomás de Aquino, aunque la Iglesia reconozca a éste en su Magisterio como guía intelectual desde hace siglos, y también en el Concilio Vaticano II (1965, Optatam totius, 16) y en el Código de Derecho Canónico (1983, c.252).

* * *

La realidad es Dios, el Creador del mundo, el Conservador providente de todo lo creado, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Ésta es la revelación fundamental en el AT y en el NT. Isaías: «La yerba se seca, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (40,8). El salmista: «El Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos; pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón, de edad en edad» (33,10). A la luz de Cristo, la Iglesia entiende y vive esta verdad desde el principio. Ese convencimiento de la fe es en los cristianos de los primeros siglos uno de los fundamentos principales de su fortaleza ante el martirio.

 San Pedro: «Vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasados, se disolverán, y lo mismo la tierra con las obras que hay en ella. Todo ha de disolverse… pero nosotros esperamos cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según la promesa del Señor» (2Pe 3,10-13). San Pablo: «El tiempo es corto… Pasa la representación de este mundo» (1Cor 7,29.31). «Tú, Señor, al principio fundaste la tierra, y los cielos son la obra de tus manos. Ellos perecerán, pero tú permaneces. Y todos, como un vestido, envejecerán…; pero tú permaneces el mismo, y tus años no se acabarán» (Hb 1,10-12). El mundo es un océano, siempre oscilante y turbulento; Dios, Cristo, la Iglesia, es la nave que flota o incluso el hombre que camina sobre el mar sin hundirse. 

La realidad es Cristo, el creador y re-creador del mundo. «Él estaba en el principio en Dios. Todas las cosas fueron creadas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,2-3). «Él es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas toas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles… todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo, y todo subsiste en Él» (Col 1,15-17). Por eso confesamos nuestra fe: «creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de los siglos… por quien todo fue hecho» (Credo). «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb 13,8). Él es, introducido por le encarnación en la historia de los hombres,  el único que puede decir con toda verdad: «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Esto es lo que expresa el lema de la Cartuja: Stat Crux dum volvitur orbis:  la Cruz permanece estable, mientras el mundo da vueltas.

En el día primero de la Creación dijo Dios: «haya luz, y hubo luz. Y vió Dios que era buena la luz, y la separó de las tinieblas» (Gen 1,3). Y cuando la Iglesia celebra la Vigilia Pascual comienza por encender el Cirio Pascual, signo de la luz de Cristo, que en la plenitud de los tiempos inicia la nueva creación: «Cristo ayer y hoy + Principio y fin + Alfa + y Omega + Suyo es el tiempo + Y la eternidad + A Él la gloria y el poder + Por los siglos de los siglos. Amén».

–La realidad del mundo somos los cristianos, la Iglesia, porque formamos en Cristo un templo de piedras vivas que, edificado sobre la Roca, se alza en todas las naciones. Somos la realidad del mundo porque permanecemos en la Palabra de Dios, Creador y Salvador del pobre mundo presente. Vivimos en medio de la irrealidad del mundo pecador, que cuanto más peca y se aleja de Dios es menos real.

San Juan: «El mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2,17). «Si en vosotros permanece lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. Y ésta es la promesa que Él nos hizo, la vida eterna» (1Jn 2,24-25). Es lo que decía Sta. Catalina de Siena: el pecado es la nada, menos que la nada. Ya en el siglo segundo, cuando la Iglesia estaba tan reducida y perseguida, un anónimo cristiano afirma en el Discurso a Diogneto:

«lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo… La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece el mundo, sino haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres. El alma ama a la carne y a los miembros que la aborrecen, y los cristianos aman también a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo» (n.VI).

–La Liturgia de la Iglesia es la realidad que se celebra en medio de la paupérrima realidad del mundo pecador, ajeno a la voluntad de Creador y Salvador, e incluso enemigo de ella. Toda la Liturgia sagrada actualiza sucesos pasados de la historia de la salvación, participando de su esplendorosa realidad santificante: la elección de Abraham y de Israel, su descendencia; la palabra de los profetas; el nacimiento de Cristo, la predicación de su Palabra; su muerte y resurrección; su ascensión a los cielos; la venida del Espíritu Santo. Todas esas palabras de vida eterna, todos esos acontecimientos salvíficos, se hacen actuales en la Liturgia de la Iglesia. En consecuencia, la actualidad, la realidad más real de la historia humana es el Año litúrgico celebrado incesantemente por la Iglesia. Sin ella el mundo sería como caña agitada por cualquier viento; quedaría como el cuerpo de un hombre sin alma: como un cadáver, destinado inexorablemente a la corrupción total. Como dice el Vaticano II, la Iglesia es «el sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1).

Los diarios y revistas, televisiones y radios, asambleas, discursos y reuniones, las actividades laborales, sanitarias, educativas, legislativas, judiciales, artísticas, constructivas, tienen una realidad mínima, efímera, cambiante, inestable, privada por el pecado en gran parte de ser, de verdad, de bondad, de belleza. O precisando más, todas esas palabras y acciones tienen realidad en la medida en que existen y se mueven según la realidad de Dios, manifestada y ofrecida en Cristo por obra del Espíritu Santo. Afirmar, pues, que «la actualidad», «la realidad» del mundo es lo que informan y comentan los medios de comunicación es una exageración; peor, es un gran error. Tenía razón León Bloy cuando confesaba que cuando quería enterarse de lo que realmente pasa en el mundo no recurría tanto a los diarios, sino que leía el Apocalipsis.

La Liturgia de la Iglesia es el alma del mundo: mantiene siempre actuales los hechos pasados obrados por Dios en la historia de la salvación y anticipa las realidades escatológicas que ciertamente acontecerán en su día, ateniéndose a la voluntad de Dios providente, que es fiel a sus promesas. Los hombres «comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; pero en cuanto Lot salió de Sodoma, llovío del cielo fuego y azufre, y acabó con todos. Lo mismo pasará el día en que se revele el Hijo del hombre» en la Parusía (Lc 17,28-30). «En los días que precedieron el diluvio, comían, bebían, se casaban, hasta el día en que Noé entró en el arca; y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos. Así será la venida del Hijo del Hombre… Por tanto, estad vigilantes, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor» (Mt 24,38-42).

La única manera lúcida y fecunda de vivir las «realidades temporales» es la que describe San Pablo cuando dice: «nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). Los hombres mundanos trastornan, degradan, oprimen las realidades del mundo presente, con guerras e injusticias, abortos y divorcios, leyes contra naturam, insultos y separaciones hostiles, espectáculos degradantes, mentiras y violencias, idolatrías de personas y de obras indignas. Están –más o menos– bajo el influjo del diablo, empeñado en destruir la obra de Dios, especialmente al hombre, que es su imagen en el mundo.

Son los santos, los hombres plenamente cristianos, los que ordenan y pacifican la masa del mundo con acciones llenas de inteligencia, bondad y belleza. Pueden hacerlo, con la ayuda de la gracia, porque tienen puestos sus ojos siempre en Cristo Salvador, obrando bajo su influjo como luz, sal y fermento de las realidades temporales. Se ve claro que están en el mundo, pero que no son del mundo, y que por eso pueden transformarlo con el poder del Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra. Pienso en la acción de los monjes en Europa, en la de los misioneros en América, en San Juan Bosco… en toda la historia de la Iglesia, «sacramento universal de salvación», de salvación temporal y eterna.

Dice el Apóstol que hay «un continuo anhelar de las criaturas que ansían la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestros cuerpos» (Rm 8,19-23). 

* * *

En el Sínodo hemos visto la lucha entre la luz y las tinieblas. No, no se han manifestado simplemente de sensibilidades distintas en la expresión de una misma fe. No. Lo que hemos podido comprobar es que unos piensan según el pensamiento que Dios ha comunicado a los cristianos por la Revelación, y que la Iglesia enseña en su magisterio, y que los otros piensan como el mundo, «piensan como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23; Mc 8,33). Podemos verlo en varias cuestiones fundamentales, que todo lo condicionan.

Lo nuevo y lo viejo. La clave para renovar la Iglesia y el mundo

Buena parte de la enorme fuerza evangeliza­dora de los cristianos primeros está precisamente en que, al recibir la luz de Cristo, entienden perfectamente que el mundo está viviendo en «la vieja locura», como dice Clemente de Alejandría (+215, Pedagogo I,20,2), vieja locura de la que ellos han sido felizmente liberados por el Evangelio. Entienden que el mundo es «lo viejo», es lo de siempre; y que el cristianismo es «lo nuevo», la verdad liberadora y deslumbrante, la Buena Noticia. Para ellos evange­lizar es siempre iluminar con la luz de Cristo a unos hombres «que viven en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79). La palabra «aggiornamento» de la Iglesia resulta más ambigua de lo deseable, a no ser que el «oggi» no se refiera al mundo actual, sino a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que «es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb 13,8)

En el extremo opuesto se sitúan aquellos que pretender renovar la Iglesia asumiendo la realidades temporales del mundo, tal como están configuradas en la efímera realidad de la historia presente. Así piensa y habla, por ejemplo, Mons. Jozef Johan Bonny, Obispo de Amberes, Bélgica. 

«Al igual que en la sociedad existe una diversidad de marcos jurídicos para las parejas, debería también haber una diversidad de formas de reconocimiento en el seno de la Iglesia». La Iglesia, por lo visto, se aleja culpablemente del mundo si no acepta lo que ya en él se ha establecido e incluso legalizado. La «voluntad general» de la sociedad en un cierto tiempo y lugar del mundo es infalible, absoluta, justa y verdadera (Rousseau). La clásica apotaxis del Bautismo, por la que el neo-cristiano, renunciando «al mundo y a sus seducciones diabólicas», venía a la syntaxis con Cristo, el nuevo Adán, el renovador del mundo, queda así definitivamente superada.

Sigue diciendo Monseñor: «Todo el mundo quiere vivir su propia vida en lo referente a las relaciones, amistades, familia y educación de los hijos. No podemos negar que existieron heridas y traumas dentro de la Iglesia. Demasiada gente ha sido excluida por mucho tiempo». Está claro: la Iglesia debe aceptar y legitimar los pecados del mundo, concretamente los referidos a la vida sexual, para que nadie se sienta excluido de ella. Ya hoy en algunas Iglesias locales renovadas disponen de rituales para bendecir en el templo la unión de parejas homosexuales. Esta concepción tiene grandes «ventajas»: relaja toda tensión entre la Iglesia y el mundo, los concilia amigablemente, frena la persecución, trae la paz. Más aún, sea cual sea la conducta moral de los hombres, ya ninguno debe sentirse excluido de la Iglesia. Y cesan también las heridas y traumas dentro de la Iglesia, porque la gente puede «vivir su propia vida en lo referente a las relaciones, amistades, familia y educación de los hijos». Es indudable: es en el mundo donde está la clave de la renovación de la Iglesia. Lo nuevo es el mundo, lo viejo es la Iglesia.

Lo real y lo irreal

Como hemos visto, lo real es Dios, es Cristo, es la Iglesia, la Palabra divina: es todo aquello que se sujeta a Dios, en quien vivimos, existimos y nos movemos, pues Él es la fuente de todo ser, de toda realidad; es el que nos mantiene en el ser. El mundo, por el contrario, es en gran parte una realidad abortada, privada del bien debido, degradada, falsificada: es una realidad temporal vacía de verdad, de bien y de belleza. En el caso, por ejemplo, de que una persona se divorcie y se vuelva a casar, dice el Creador en el Decálogo, y lo reafirma Cristo, que «comete adulterio» (Lc 16,18). Por tanto, esta Palabra divina manifiesta cuál es la realidad, la verdadera realidad.

Pero al extremo opuesto, se piensa que la realidad es el mundo presente temporal, en sus históricas configuraciones concretas. Así lo entiende, según parece, el Cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Berlín y presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania. 

Sobre el asunto de los divorciados que se han vuelto a casar, y acerca de su idoneidad para recibir la comunión eucarística, el Cardenal señala que «incluso si fuera posible reasumir la primera relación –usualmente no lo es– la persona se encuentra en un dilema moral objetivo en el que no hay una salida clara moral-teológica». No hay salida moral clara. La cuestión puede darse en circunstancias muy complejas, que no pueden solucionarse simplemente prescribiendo, cuando es necesario que continúen la convivencia, que convivan como hermano y hermana. «El consejo de abstenerse de las relaciones sexuales en la nueva relación no solo aparece como irreal para muchos [entre ellos el propio Card. Marx]. Es también cuestionable si los actos sexuales pueden ser juzgados independientemente del contexto que se vive».

Según esto, 1º.-no hay actos intrínsecamente ilícitos, que ninguna circunstancia puede hacer lícitos. No cree, pues, el Card. Marx en el Catecismo, cuando apoyándose en los documentos del Magisterio apostólico, enseña que «hay actos que por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; p. ej., la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio» (1756). Y 2º.-Es irreal pretender que los divorciados recasados, que se encuentran obligados por las circunstancias a continuar viviendo juntos, convivan «como hermano y hermana». Es irreal. La realidad es que convivan modo uxorio. La solución moral aludida es irreal, no es válida porque moralmente es imposible, y por tanto no soluciona nada. Hay que ser realistas, hay que partir de la realidad… Qué espanto: esta profunda perversión del lenguaje manifiesta una profunda perversión del pensamiento.

Epifanía de la realidad en la parusía de Cristo

Los cristianos celebramos todos los días la Eucaristía, «mientras esperamos la venida gloriosa de nuestro Salvador Jesucristo», como decimos antes de la comunión. Entre tanto vivimos «como extranjeros y peregrinos» (1Pe 2,11) en la realidad-irreal del mundo presente pecador. Y vivimos así «porque somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra miseria conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas» (Flp 3,20-21).

Entonces será «el final, cuando entregue a Dios Padre el reino, cuando haya reducido a la nada todo principado, toda potestad y todo poder [del mundo presente]. Pues es preciso que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo reducido a la nada será la muerte… Entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a Él todo se lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas» (1Cor 15,24-28). «Nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva» (2Pe 3,13), que serán plenamente reales, porque la voluntad del Padre celeste se hará en la tierra como se hace en el cielo.

«Dice el que testifica estas cosas: sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús. La gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén» (Ap 22,20).

 

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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