15 de noviembre.

verdeyo

Homilía para el XXXIII domingo durante el año B

Solo una lectura superficial o fundamentalista de este Evangelio puede ver solamente un anuncio del fin del mundo. También si más de un predicador de los tiempos de las buenas predicaciones se complació haciendo temblar de miedo a sus auditorios con una retórica angustiosa de esta página del Evangelio, sin embargo esta página sagrada nos ofrece un mensaje lleno de esperanza.

 En la tradición profética del Antiguo Testamento (Jeremías 8, 2; Ezequiel 8, 16, por ejemplo), el sol y la luna representaban las divinidades paganas. Las estrellas y las potencias celestiales representaban los jefes de las naciones que se apoyaban en los dioses para oprimir los pueblos y se hacían ellos mismos considerar como profetas, y aún como dioses. Muchos textos de Isaías, Jeremías, Ezequiel describían la caída de estos imperios bajo las imágenes de una catástrofe cósmica. Es el mismo lenguaje, género literario, poético e imaginativo que utiliza Jesús.

 En el momento en que fue escrito este Evangelio el mundo estaba lleno de conflictos, de guerras, de opresión. Las grandes potencias se hacían la guerra, frecuentemente interponiendo al pueblo, y los opresores pretendían obrar en virtud de una misión divina. El porvenir de pueblos enteros estaba sacrificado a las ambiciones de poderes orgullosos embriagados de su supremacía (real o creída). ¿Esta situación es tan distinta a la de hoy? Pensemos solamente en Gaza e Israel, para no poner una nota muy exagerada de dramatismo en esta homilía; pero ejemplos, lamentablemente, sobran los atentados del viernes en Paris, otro tristísimo ejemplo.

 El Evangelio alienta a los primeros cristianos para que continúen luchando fielmente en este mundo de sufrimientos. Todas estas potencias terminarán por estallar. Sólo el reino de amor y fraternidad instaurado por el Hijo del hombre durará eternamente. La afirmación que “El Hijo del hombre aparecerá en su gloria” es el anuncio de la victoria de lo humano (plenamente realizado en Jesús de Nazaret) sobre lo deshumano y sobre la opresión. Ya vino, pero lo han matado. Ahora vuelve a través de todos sus discípulos, que, como Él y en su nombre, llevan su mensaje a los cuatro puntos cardinales del mundo. Son sus testigos (sus mártires).

 Porque su mensaje está destinado a todos los confines de la tierra, Él envía sus mensajeros a congregar a los elegidos de los cuatro puntos cardinales. Él sólo puede realizar una “globalización” que no sea la hegemonía del relativismo sobre la verdad, de la utilidad sobre el bien, de los fuertes sobre los débiles, porque los débiles y los pequeños son sus privilegiados.

 Si la primera parte de este relato evangélico habla de la caída de los poderosos, del fin del mundo en sentido general, y en sentido particular del fin del mundo de la iniquidad, la segunda parte, llena de la frescura de la vida que se renueva, describe el mundo nuevo –aquél que comenzó y del que ha dejado en nosotros la responsabilidad de terminar la construcción aquí abajo- con la delicada imagen de una higuera, cuyas ramas en primavera se vuelven tiernas y cuyas hojas comienzan a florecer.

 La generación de Jesús era la del segundo éxodo. Como la del primer éxodo, continuaban esperando un Mesías que diese a Israel la supremacía sobre todos los pueblos paganos. Jesús anunciaba que “antes que pase esta generación”, todas estas falsas esperanzas serán por siempre destruidas por la toma de Jerusalén con la destrucción del Templo. La misma cosa llegará, tarde o temprano, en la hora que Dios sólo conoce, a todos los poderes opresores en el curso de los siglos.

 Decía el Papa emérito Benedicto XVI, el 15 de noviembre de 2009: «“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13, 31). Detengámonos un momento a reflexionar sobre esta profecía de Cristo. La expresión “el cielo y la tierra” aparece con frecuencia en la Biblia para indicar todo el universo, todo el cosmos. Jesús declara que todo esto está destinado a “pasar”. No sólo la tierra, sino también el cielo, que aquí se entiende en sentido cósmico, no como sinónimo de Dios. La Sagrada Escritura no conoce ambigüedad: toda la creación está marcada por la finitud, incluidos los elementos divinizados por las antiguas mitologías: en ningún caso se confunde la creación y el Creador, sino que existe una diferencia precisa. Con esta clara distinción, Jesús afirma que sus palabras “no pasarán”, es decir, están de la parte de Dios y, por consiguiente, son eternas. Aunque fueron pronunciadas en su existencia terrena concreta, son palabras proféticas por antonomasia, como afirma en otro lugar Jesús dirigiéndose al Padre celestial: “Las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17, 8).» El fundamento de nuestra esperanza es la fe en Cristo, fe que tenemos que vivir y profundizar en este tiempo que no prepara para el año de la misericordia, fe vivida.

 El mensaje de este Evangelio está lleno de esperanza. Comporta también una misión, la misión nuestra de Cristianos, de apurar esta venida del Hijo del hombre, esta plena humanización de la sociedad, poniendo en práctica el Evangelio. Entonces, haciendo caer todas las barreras que hemos alzado entre nosotros, Él congregará a los elegidos “de los cuatro puntos cardinales, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo”. En la medida en que este mundo sea un mundo de amor, no tendrá nunca fin, porque el que ama ya vive aquí el reino que germinará en la vida eterna, el que no ama se precipita al vacío y a no-ser del mal. ¿Dios, por casualidad, querrá destruir lo que ha creado por amor? El único miedo que tenemos que tener es no amar lo suficiente.

Que María Santísima nos conceda esta esperanza tan realista.


09:57
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