1. (Año II) Apocalipsis 14,14-20
a) La mies está ya madura. La uva, en sazón. El Cordero, Cristo, es el Juez de la historia. El Apocalipsis le llama con el mismo nombre que Daniel en su profecía: “uno con aspecto de hombre”, “el Hijo del Hombre”, como se le llama repetidamente en el evangelio.
Viene sobre una nube blanca, símbolo de la divinidad. Con la corona ceñida sobre la cabeza. Con una hoz afilada para la siega. Y otra hoz afilada para la vendimia. Ha llegado el momento del juicio de Dios, la hora de la verdad. Ahora se verá quién vence y quién es derrotado. El salmo lo había anunciado: “delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra, regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad”.
b) En la parábola de la cizaña había avisado Jesús: “dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega, y al tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged la cizaña y atadla en gavillas para quemarla”.
El Apocalipsis nos pone delante la imagen grandiosa de la siega cósmica, para castigo de los adoradores de la Bestia, los idólatras, el castigo “en el gran lagar de la ira de Dios”, que se describe con una evidente exageración literaria, para expresar la seriedad y universalidad del juicio de Dios.
La intención es animar a los creyentes para que sigan fieles: el tono de todo el libro es de victoria y fiesta para los seguidores del Cordero.
Nos hace bien a todos -y particularmente en estos últimos días del año- pensar que al final habrá un examen sobre nuestra vida. Es de sabios mirar hacia delante, para recordar a dónde se dirige nuestro viaje y verificar si el camino que estamos recorriendo lleva al destino elegido. No es para meternos miedo en el cuerpo. Pero si para infundirnos seriedad. Al final de la vida hay salvación o hay fracaso total. Es nuestro negocio más importante.
2. Lucas 21,5-11
a) A partir de hoy, y hasta el sábado, leemos el “discurso escatológico” de Jesús, el que nos habla de los acontecimientos futuros y los relativos al fin del mundo. Lo que es coherente con esta semana, la última del Año Litúrgico, que hemos iniciado con la solemnidad de Cristo Rey del Universo.
Escuchamos el segundo lamento de Jesús sobre su ciudad, Jerusalén anunciando su próxima ruina. Pero Lucas lo cuenta mezclando planos con otro acontecimiento más lejano, el final de los tiempos. Es difícil deslindar los dos.
La perspectiva futura la anuncia Jesús con un lenguaje apocalíptico y misterioso: guerras y revoluciones, terremotos, epidemias, espantos y grandes signos en el cielo. Pero “el final no vendrá en seguida”, y no hay que hacer caso de los que vayan diciendo “yo soy”, o “el momento está cerca”
b) La ruina de Jerusalén ya sucedió en el año 70, cuando las tropas romanas de Vespasiano y Tito, para aplastar una revuelta de los judíos, destruyeron Jerusalén y su templo, y “no quedó piedra sobre piedra”. Nos hace humildes el ver qué caducas son las instituciones humanas en las que tendemos a depositar nuestra confianza, con los sucesivos desengaños y disgustos. Los judíos estaban orgullosos -y con razón- de la belleza de su capital y de su templo, el construido por el rey Herodes. Pero estaba próximo su fin.
El otro plano, el final de los tiempos, está por llegar. No es inminente, pero sí es serio. El mirar hacia ese futuro no significa aguarnos la fiesta de esta vida, sino hacernos sabios, porque la vida hay que vivirla en plenitud, sí, pero responsablemente, siguiendo el camino que nos ha señalado Dios y que es el que conduce a la plenitud. Lo que nos advierte Jesús es que no seamos crédulos cuando empiecen los anuncios del presunto final. Al cabo de dos mil años, ¿cuántas veces ha sucedido lo que él anticipó, de personas que se presentan como mesiánicas y salvadoras, o que asustaban con la inminente llegada del fin del mundo? “Cuidado con que nadie os engañe: el final no vendrá en seguida”.
Esta semana, y durante el Adviento, escuchamos repetidamente la invitación a mantenernos vigilantes. Que es la verdadera sabiduría. Cada día es volver a empezar la historia. Cada día es tiempo de salvación, si estamos atentos a la cercanía y a la venida de Dios a nuestras vidas.
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