1. Ayer se nombraba a Abrahán en el evangelio, porque los judíos se sentían orgullosos de ser sus hijos. Hoy de nuevo aparece en las dos lecturas -y en el salmo- como figura del Jesús que con su Pascua se dispone a agrupar en torno a sí al nuevo pueblo elegido de Dios.
Yahvé hace un pacto de alianza con Abrahán. Le cambia el nombre, con lo que eso significa de misión específica: ahora no es Abrán (hijo de un noble), sino Abrahán (padre de muchedumbres). Dios le promete descendencia numerosa, a él que es ya viejo, igual que su mujer; y le promete la tierra de Canaán, a él que no posee ni un palmo de tierra.
Por parte de Dios no hay problema. Él cumple sus promesas: «el Señor se acuerda de su alianza eternamente», como nos ha hecho repetir el salmo.
Pero Abrahán y sus descendientes tienen que guardar también su parte de la alianza, tienen que creer y seguir al único Dios. Yahvé será el Dios de Israel, e Israel, su pueblo. Abrahán sí creyó, a pesar de todas las apariencias en contra.
2. Pero los que se vanaglorían de ser descendientes de Abrahán, no quieren reconocer a Jesús como el Enviado de Dios. Toman piedras para apedrearle. No son precisamente seguidores de su padre Abrahán, el patriarca de la fe. No aceptan que en Jesús quiera sellar Dios una Nueva Alianza con la humanidad y empezar una nueva historia.
La verdad es que algo de razón tenían en «escandalizarse» de lo que decía Jesús.
¿Cómo se puede admitir que una persona diga: «quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre», «antes que naciera Abrahán existo yo»? A no ser que sea Dios: pero esto es lo que los judíos no pueden o no quieren admitir.
En el prólogo del evangelio ya decía Juan que «en el principio existía la Palabra», que es Cristo. Y que vino al mundo «y los suyos no le recibieron». Ahí ya estaba condensado lo que ahora vivimos en la proximidad de la Pascua: el rechazo a Jesús hasta llevarlo a la muerte.
3. Ayer la clave de este diálogo era la libertad. Nos preguntábamos si somos en verdad libres, y de qué esclavitudes tendrá que liberarnos el Resucitado en la Pascua de este año.
Hoy la clave es la vida: los que creen en Jesús, además de ser libres, tienen vida en plenitud y «no conocerán lo que es morir para siempre». Si nuestra fe en Cristo es profunda, si no sólo sabemos cosas de él, si no sólo «creemos en él», sino que «le creemos a él» y le aceptamos como razón de ser de nuestra vida: si somos fieles como Abrahán, si estamos en comunión con Cristo, tendremos vida. Como los sarmientos que se unen a la cepa central. Como los miembros del cuerpo que permanecen unidos a su cabeza. Los que «no sabrán qué es morir» serán «los que guardan mi palabra»: no los que la oyen, sino quienes la escuchan y la meditan y la cumplen.
En vísperas de la Pascua -la fiesta de la vida para Jesús, aunque sea a través de su muerte- también nosotros sentimos la llamada a la vida. La Pascua no debe ser sólo una conmemoración histórica. Sino una sintonía sacramental y profunda con el Cristo que atraviesa la muerte hacia la vida. Así entramos en la nueva alianza del verdadero Abrahán y nos hacemos con él herederos de la vida.
Los que celebramos la Eucaristía con frecuencia oímos con gusto la promesa de Jesús: «el que come mi Cuerpo y bebe mi sangre tendrá vida eterna y yo le resucitaré el último día». La Eucaristía, memoria sacramental de la primera Pascua de Jesús hace dos mil años, es también anticipo de la Pascua eterna a la que nos está invitando.
«Mira con amor, Señor, a los que han puesto su esperanza en tu misericordia» (oración)
«Guardad mi alianza, tú y tus descendientes» (1ª lectura)
«El Señor se acuerda de su alianza eternamente» (salmo)
«Quien guarda mi palabra no sabrá qué es morir para siempre» (evangelio)
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