noviembre 2013




¡Cuántas veces queremos tomar el camino fácil para salir de las dificultades recortando el esfuerzo, para encontrarnos al final con un resultado que no nos gusta. // Autor: Juan Rafael Pacheco | Fuente: Catholic.net



En inglés tienen una frase que lo dice todo: "easy comes, easy goes", o sea, fácil viene, fácil se va. Vemos cómo la depresión abate despiadadamente los que lo tienen "todo", y la melancolía es parte triste de sus vidas, al comprobar lastimosamente que no "todo" lo compra el dinero.



¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué tantos grandes ricos son presa fácil del consultorio del psiquiatra, del psicólogo? ¿Por qué los que heredan fortunas tienden frecuentemente a vivir una vida vacía, de hastío existencial?



Entonces, ¿será necesaria la lucha diaria por la vida para lograr ser felices?



Cuentan de un hombre que encontró un capullo de mariposa. Lo llevó a su casa para observar la mariposa cuando saliera.



Un día notó que tenía un pequeño orificio. Había llegado el momento tan esperado. Ahí permaneció durante varias horas, viendo la mariposa luchar para lograr pasar su cuerpo a través del pequeñísimo huequito.



Pronto pareció que había cesado de forcejear pues no lograba salir. Parecía estar atascada.

Sintiendo lástima, el hombre quiso ayudarla. Con una tijerita cortó a un lado del agujero agrandándolo, y la mariposa salió al fin del encierro.



Pero no era el hermoso ejemplar que el hombre esperaba. Tenía el cuerpo muy hinchado y unas alas pequeñas y dobladas.



El hombre confiaba que en cualquier instante las alas se desdoblarían y la hinchazón del cuerpo cedería.



No pasó ni lo uno ni lo otro. La infeliz solamente podía arrastrarse en círculos con su cuerpecito hinchado y sus alas dobladas. Jamás logró volar.






Lo que el hombre no había entendido era que la restricción de la apertura del capullo y el esfuerzo de la mariposa de salir por el diminuto agujero, eran parte natural del proceso, que forzaba fluidos del cuerpo de la mariposa hacia sus alas, para que alcanzaran el tamaño y fortaleza requeridos para poder volar y ser libre finalmente.



¿Qué fue lo que pasó? Muy sencillo. Al privar la mariposa de la lucha, también le fue privado su normal desarrollo.



Si Dios nos permitiera progresar en todo sin obstáculos, nos convertiríamos en seres inútiles. No podríamos crecer y ser fuertes como podríamos haberlo sido a través del esfuerzo y la constancia, a través de la lucha, a través del trajín de cada día.



¡Cuánta verdad encierra esta pequeña historia!

¡Cuántas veces queremos tomar el camino fácil para salir de las dificultades, tomando en nuestras propias manos esas tijeras y recortando el esfuerzo, para encontrarnos al final con un resultado insatisfactorio y muchas veces desastroso!



Apliquémonos la lección, y agradezcamos a Dios que tengamos que luchar para conseguir con Su ayuda el pan nuestro de cada día.

Bendiciones y paz.






Andrés, natural de Betsaida, primero fue discípulo de Juan Bautista, más tarde siguió a Cristo y le presentó también a su hermano Pedro. Junto con Felipe, introdujo en presencia de Cristo a unos gentiles, y también fue él quién hizo saber a Jesús, cuando la multiplicación de los panes, que había un muchacho que tenía unos panes y unos peces. Según la tradición, después de Pentecostés predicó el Evangelio en muchas regiones y fue crucificado en Acaya.



Andrés era hermano de Simón Pedro y como él pescador en Cafarnaúm, a donde ambos habían llegado de su natal Betsaida. Como lo demuestran las profesiones que ejercían los doce apóstoles, Jesús dio la preferencia a los pescadores, aunque dentro del colegio apostólico están representados los agricultores con Santiago el Menor y su hermano Judas Tadeo, y los comerciantes con la presencia de Mateo. De los doce, el primero en ser sacado de las faenas de la pesca en el lago de Tiberíades para ser honrado con el titulo de "pescador de hombres" fue precisamente Andrés, junto con Juan.



Los dos primeros discípulos ya habían respondido al llamamiento del Bautista, cuya incisiva predicación los había sacado de su pacífica vida cotidiana para prepararse a la inminente venida del Mesías. Cuando el austero profeta se lo señaló, Andrés y Juan se acercaron a Jesús y con sencillez se limitaron a preguntarle: "Maestro, ¿dónde habitas?", signo evidente de que en su corazón ya habían hecho su elección.



Andrés fue también el primero que reclutó nuevos discípulos para el Maestro: "Andrés encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías. Y lo llevó a Jesús". Por esto Andrés ocupa un puesto eminente en la lista de los apóstoles: los evangelistas Mateo y Lucas lo colocan en el segundo lugar después de Pedro.

Además del llamamiento, el Evangelio habla del Apóstol Andrés otras tres veces: en la multiplicación de los panes, cuando presenta al muchacho con unos panes y unos peces; cuando se hace intermediario de los forasteros que han ido a Jerusalén y desean ser presentados a Jesús; y cuando con su pregunta hace que Jesús profetice la destrucción de Jerusalén.



Después de la Ascensión la Escritura no habla más de él. Los muchos escritos apócrifos que tratan de colmar este silencio son demasiado fabulosos para que se les pueda creer. La única noticia probable es que Andrés anunció la buena noticia en regiones bárbaras como la Scitia, en la Rusia meridional, como refiere el historiador Eusebio. Tampoco se tienen noticias seguras respecto de su martirio que, según una Pasión apócrifa, fue por crucifixión, en una cruz griega.



Igual incertidumbre hay respecto de sus reliquias, trasladadas de Patrasso, probable lugar del martirio, a Constantinopla y después a Amalfi. La cabeza, llevada a Roma, fue restituida a Grecia por Pablo VI. Consta con certeza, por otra parte, la fecha de su fiesta, el 30 de noviembre, festejada ya por San Gregorio Nacianceno.



Para entender la profundidad del misterio de Dios tenemos la necesidad de Jesús, lo dijo la mañana del viernes el Papa. «¿Cuál es el camino que quiere el Señor? Siempre con el espíritu de inteligencia para comprender los signos de los tiempos. Es hermoso pedir al Señor Jesús esta gracia, que nos envíe el espíritu de comprensión, para que no tengamos un pensamiento débil, un pensamiento uniforme, y un pensamiento según los propios gustos: sino un pensamiento como lo quiere Dios. Con este pensamiento, que es un pensamiento de mente, de corazón y de alma. Con este pensamiento, que es un don del Espíritu Santo, buscar que es lo que quie


El Señor, hablando de su segunda venida, nos exhorta a la vigilancia, a

estar en vela
, a estar preparados (cf Mt 24,37-44).


Comentando este pasaje evangélico, San Gregorio Magno escribe: “Vela el que tiene los ojos abiertos en presencia de la verdadera luz; vela el que observa en sus obras lo que cree; vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”.


1º) Velar es, en primer lugar, abrir los ojos y mantenerlos abiertos para reconocer la presencia de la verdadera luz, que es Cristo, nuestro Señor. San Pablo dice a los romanos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13,11).


El Adviento nos invita y nos estimula a captar la presencia del Señor en medio de nosotros: “La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como una “visita‟, como un modo en el que Él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?”, se preguntaba el Papa Benedicto XVI en una homilía de Adviento.


Si nos dejamos cegar por las prisas, por la rutina, por la mediocridad, seremos incapaces de advertir la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin la conciencia de su cercanía nos dejaríamos vencer por el hastío y el cansancio. Debemos hacer nuestra la oración del Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.


2º) “Vela el que observa en sus obras lo que cree”. En cierto sentido, somos lo que hacemos. En nuestras acciones se plasma de forma concreta nuestro querer, nuestro hacer y nuestro ser. No podemos ser generosos si no hacemos real en nuestras actuaciones la generosidad. No podemos, coherentemente, salir al encuentro de Cristo si en nuestras obras rechazamos a Cristo olvidándonos de los hermanos (cf Mt 25,45). La vigilancia nos exige, pues, coherencia, armonía entre la fe y la vida: “Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rm 13,13).


3º) “Vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”. La indolencia es la pereza, la insensibilidad, la indiferencia. Es todo lo contrario del dinamismo que pide el caminar al encuentro del Señor: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob”, exhorta Isaías (Is 2,1-5). Sin dar un paso, inmovilizados por nuestra desgana, no podemos marchar por las sendas de la salvación.





También la ignorancia nos mantiene en las tinieblas, en la ausencia de luz, en la lejanía de Dios. En el desconocimiento de Dios, que es la mayor de las ignorancias, se halla el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1,18-32). Ahuyentar la ignorancia implica reconocer a Dios y orientar hacia Él nuestras vidas.


El Señor viene, está presente y nos visita. Él disipa las sombras y nos permite contemplar las cosas de un modo nuevo; su gracia nos empuja con suavidad y firmeza para que caminemos guiados por su luz.


Guillermo Juan Morado.


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En breve, un nuevo libro:


EL ENCUENTRO CON JESÚS

GUILLERMO JUAN MORADO



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En agosto de 2009, escribí dos posts acerca de esta cuestión. Y me gustaría en el post de hoy, añadir algunas consideraciones, porque la contestación que di en su momento, aunque correcta, me parece mejorable. Antes de nada y por si a alguien le interesa, aquí están los links a esos posts:




Hoy sólo os dejo la cuestión planteada. Pensadla. Mañana os doy mi opinión.



Domingo 1 A – Adviento



Flickr: Esteban León Soto



Queridos amigos:

Vivimos momentos interesantes. Porque vivimos momentos difíciles.

Son precisamente esos momentos difíciles los que nos ponen a prueba a todos.

Los momentos fáciles, carentes de riesgo, de lucha y de búsqueda, terminan por ser momentos anodinos.


Lo que sí me atrevería a decir es que las dificultades son las que más despiertan nuestras posibilidades.


Lo fácil no requiere demasiado esfuerzo. Y por eso mismo, tampoco requiere que acudamos a las reservas espirituales que todos llevamos dentro de nosotros mismos.

No sabemos lo que podemos hasta que nos enfrentamos con lo difícil.

No sabemos de lo que somos capaces hasta que nos decidimos a algo grande.

No sabemos cuáles son nuestras verdaderas energías en tanto no tengamos un gran reto por delante.

Por eso, siempre he preferido las situaciones difíciles a las fáciles.

Lo fácil nunca nos dará nuestra verdadera medida.

Lo fácil nunca nos dará nuestra verdadera talla humana y espiritual.


Dicen que vivimos en un mundo y una cultura tentada por la “desesperanza”. Y a decir verdad, cuando vemos las estadísticas de los que ya han perdido el sentido de la vida, la esperanza en la vida, se siente que algo nos estremece por dentro. ¿Qué está pasando?, se pregunta uno.


De la Iglesia se ha dicho que “o es capaz de despertar la esperanza” o ya no tiene sentido.

Y del cristiano se ha escrito que “o es testigo de la esperanza”, o “su vida ya no dice nada”.

Frases que, en el fondo suenan bien. Y hasta tienen su reto y desafío. Pero pensamos que es preciso pasar de la invitación a la decisión.

Son malos tiempos para la esperanza.

También lo son para la fe.

También lo son para la dignidad humana.

También lo son para la paz y la armonía entre los hombres.


Por eso mismo, son momentos interesantes. Y como es preciso pasar de las palabras a los hechos, ahí va nuestra sugerencia. Queremos encender un mundo de ilusión y esperanza.


¿Me quieren decir qué otra cosa es al Adviento sino la aventura de Dios que pone sus esperanzas en el hombre? El anuncio del riesgo de Dios que se atreve a hacerse hombre para que el hombre se haga un poco más divino.

Si Dios se arriesga a la esperanza, ¿qué mucho que nosotros nos arriesguemos a esperar?


Por mucho que digamos que “ya nadie cree en las palabras”, personalmente sigo pensando que: una palabra dicha a tiempo y con esperanza:

Puede impedir una tormenta.

Puede levantar el ánimo decaído.

Puede hacer salir de nuevo el sol.

Puede reconstruir toda una vida.


Todos estamos llamados a ser agentes de esperanza.

A llevar una luz de esperanza.

No me negarán que con la llegada del Papa “Panchito” no ha comenzado a alumbrar una nueva luz en la Iglesia y en el mundo.

Como que la Iglesia tiene otro rostro.

Como que la Iglesia tiene otra sonrisa.

Como que todos estamos esperando algo nuevo.


Hoy ya todos pareciera que tenemos nuevas ilusiones.

Hoy ya todos nos atrevemos a mirar de otra manera.

Y todo por un hombre que ha entendido el Evangelio con el corazón.

No podemos negar que corren aires nuevos.

No sabemos a dónde va a parar el polen de las flores llevado por el viento o por las abejas y los pájaros. Pero estamos seguros de que en alguna parte, está creciendo una nueva flor o un nuevo fruto.


Dejemos que la esperanza vuele, que en alguna parte aterrizará. Si tú te dejas transformar de esperanza, una nueva luz se ha encendido.

La luz que irradiará el Portal de Belén, será razón de nuestra esperanza y luz de esperanza para el mundo.


Clemente Sobrado C. P.




Archivado en: Adviento, Ciclo A Tagged: Adviento, esfuerzo, esperanza, testimonio

San Andrés


“Pasando junto al lago de Galiea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro y a Andrés, su hermano, que estaba echando las redes en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”. (Mt 4,18-22)



Celebramos hoy la fiesta de San Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron que siguieron a Jesús.

Un seguimiento curioso:

Jesús está de paso junto al lago.

¿Estaría relajándose al aroma matutino del lago?

Dos hermanos pescando.

Se llevan la gran sorpresa de una llamada inesperada.

Llamados por alguien al que posiblemente apenas conocían y con quien posiblemente nunca habían hablado y hasta es posible que nunca le habían dicho ni los buenos días.

¿Qué vio Jesús en ellos?

¿Qué vieron ellos en él?


Aquí nada de cálculos.

Nada de consultas ni preguntas sobre ese personaje posiblemente desconocido.

Sencillamente una fuerza recorre sus cuerpos como una sangre nueva por sus venas.

Dejan la barca y al “instante le siguen”.

No averiguan ni consultan.

Dan un salto de la barca y a seguirle.

A seguirle a un futuro desconocido.

Todo queda en manos de él. Todo queda en manos de la confianza.


Cuando Dios llama, están de sobra los cálculos.

Cuando Dios llama, no se apuesta.

Cuando Dios llama, no se juega a seguridades.

Cuando Dios llama, se apuesta al riesgo.

Cuando Dios llama, se apuesta a fiarse.

Cuando Dios llama, se apuesta a creer en alguien.

Cuando Dios llama, no se comienza por exigir garantías.

Cuando Dios llama, no se habla de peligros ni de preguntas ¿y qué pasará si todo fracasa?

Cuando Dios llama, no hace falta que nosotros veamos, basta que vea El.


Cuando se sigue a Jesús no se discute el precio.

Cuando se sigue a Jesús no se firman condiciones.

Cuando se sigue a Jesús no se piden garantías.

La única actitud es sencillamente sí.

Se deja lo que se tiene o se está haciendo y se decide por él.

La barca queda bailando al ritmo de las olas, mientras que los pies comienzan a llenarse del polvo de los caminos.


¿Qué vio Jesús en ellos para hacer de ellos los primeros llamados?

Unos pescadores del lago no ofrecían demasiados horizontes.

Posiblemente lo mejor que vio en ellos fue:

Su capacidad de creer en él.

Su capacidad de decir que sí a la primera.

Su capacidad de riesgo con el futuro.


Señor: si me llamas cambia mi corazón por dentro.

Señor: si me llamas hazme disponible.

Señor: si me llamas que no te ponga condiciones.

Señor: si me llamas que no sea de los que te pido esperes a mañana.

Señor: si me llamas, que mi sí no sea para unos días.

Señor: si me llamas, que mi no sea quejumbroso sino que por donde pase vaya dejando huellas de felicidad.


Clemente Sobrado C. P.




Archivado en: Ciclo C, Santos, Tiempo ordinario Tagged: andres, apostol, san andres



“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21, 29-33). Aunque el mundo en el que vivimos en este siglo XXI -neo-pagano, materialista, hedonista, relativista-, parece haber decretado tanto la muerte de Dios como de Cristo, su Mesías, al fin de los tiempos se verá que las palabras de Jesús eran verdaderas: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.


Este mundo, tal como lo conocemos, tomado en sus dos acepciones, tanto en el sentido de creación como de construcción pecaminosa del hombre, desaparecerá, porque tiene que hacerlo para dar paso a “los cielos nuevos y la tierra nueva” prometidos en la Escritura.


El mundo, con toda su carga de malicia, de mundanidad y de pecado, debe desaparecer indefectiblemente, para dar paso a un mundo nuevo, regenerado por la gracia divina. El hombre ha demostrado que sin Dios, solo construye una catástrofe social, porque las leyes contrarias a la naturaleza humana, con las cuales el hombre pretende construirse su falso paraíso terrenal, solo le provocan angustia, dolor y muerte.


Parecerían ser nuestros días los días en los que el hombre, llevado por su ceguera y su necedad, ha conseguido construir un mundo sin Dios, un mundo al que él le llama “feliz”, porque los Mandamientos de Dios han sido suplantados por los mandamientos del hombre y la Voluntad de Dios ha sido suplantada por la voluntad del hombre. El hombre cree que puede legislar contra la naturaleza y por eso aprueba por ley toda clase de aberraciones: eutanasia, eutanasia infantil, aborto, fertilización in vitro, familias y matrimonios alternativos, consumo de drogas.


“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Pero cuando el hombre crea que es él quien ha triunfado con su malicia, Dios intervendrá en la historia humana de modo visible, haciendo desaparecer el mundo de perversión construido por la malicia humana. En ese momento, darán inicio los cielos nuevos y la tierra nueva prometidos en el Apocalipsis, en donde ya no existirá más el mal ni la perversión, sino que será Dios Uno y Trino, el Dios que es Amor, quien reinará en todo y en todos.



1. (Año I) Daniel 7,2-14


a) Cambia el panorama con respecto a los días anteriores: ahora es Daniel quien tiene una “visión nocturna”, llena de simbolismos extraños.


Esta vez son cuatro animales -como hace unos días eran cuatro materiales de construcción de una estatua- los que describen los cuatro imperios sucesivos: el babilonio, el de los medos, el de los persas y el griego, de Alejandro y sus sucesores seléucidas, con sus “diez cuernos”, tantos como reyes de aquella dinastía. También aquí se detiene más el vidente en el reinado último, el de Antíoco, su contemporáneo, al que describe como más cruel y feroz que nadie.


Pero lo importante no es la ferocidad de esos imperios, sino la visión que viene a continuación: el trono de Dios, los miles y miles de seres que le aclaman y, finalmente, la aparición de “una especie de hombre que viene entre las nubes del cielo: a él se le dio poder, honor y reino. Su reino no acabará”.


b) De aquí viene el nombre de “Hijo del Hombre” referido en lo sucesivo al futuro Mesías, y que al mismo Jesús le gustaba aplicarse. “Una especie de hombre”, “uno con la apariencia de hombre”. “un hijo de hombre”. Es un nombre que los evangelios dan más de ochenta veces a Jesús.


Jesús, el Mestas, es el que sabe interpretar la historia, el que -como dirá el Apocalipsis- puede “abrir los sellos del libro”, el que recibe el reino perpetuo y aparecerá al final como Juez supremo de la humanidad.


La lectura de Daniel nos ayuda a situarnos en una actitud de mirada profética hacia el futuro, al final de los tiempos, con el reinado universal y definitivo de Cristo, el Triunfador de la muerte, como celebramos el domingo pasado en la solemnidad de Cristo, Rey del Universo, y que seguiremos haciendo durante el Adviento.


Terminamos el año litúrgico con la mirada fija en Cristo Jesús. Es la dirección justa, la que da sentido a nuestro camino.


2. Lucas 21,29-33


a) Jesús toma una comparación de la vida del campo para que sus oyentes entiendan la dinámica de los tiempos futuros: cuando la higuera empieza a echar brotes, sabemos que la primavera está cercana.


Así, los que estén atentos comprenderán a su tiempo “que está cerca el Reino de Dios”, porque sabrán interpretar los signos de los tiempos. Algunas de las cosas que anunciaba Jesús, como la ruina de Jerusalén, sucederán en la presente generación. Otras, mucho más tarde. Pero “sus palabras no pasarán”.


b) Jesús inauguró ya hace dos mil años el Reino de Dios. Pero todavía está madurando, y no ha alcanzado su plenitud.


Eso nos lo ha encomendado a nosotros, a su Iglesia, animada en todo momento por el Espíritu. Como el árbol tiene savia interior, y recibe de la tierra su alimento, y produce a su tiempo brotes y luego hojas y flores y frutos, así la historia que Cristo inició.


No hace falta que pensemos en la inminencia del fin del mundo. Estamos continuamente creciendo, caminando hacia delante. Cayó Jerusalén. Luego cayó Roma. Más tarde otros muchos imperios e ideologías. Pero la comunidad de Jesús, generación tras generación, estamos intentando transmitir al mundo sus valores, evangelizarlo, para que el árbol dé frutos y la salvación alcance a todos.


Permanezcamos vigilantes. En el Adviento, que empezamos mañana por la tarde, en vísperas del primer domingo, se nos exhortará a que estemos atentos a la venida del Señor a nuestra historia. Porque cada momento de nuestra vida es un “kairós”, un tiempo de gracia y de encuentro con el Dios que nos salva.


“Vi venir una especie de hombre: a él se le dio honor y reino, y su reino es eterno, no cesará” (1ª lectura I)


“La primavera está cerca. Está cerca el Reino de Dios” (evangelio)






“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21, 29-33). Aunque el mundo en el que vivimos en este siglo XXI -neo-pagano, materialista, hedonista, relativista-, parece haber decretado tanto la muerte de Dios como de Cristo, su Mesías, al fin de los tiempos se verá que las palabras de Jesús eran verdaderas: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.


Este mundo, tal como lo conocemos, tomado en sus dos acepciones, tanto en el sentido de creación como de construcción pecaminosa del hombre, desaparecerá, porque tiene que hacerlo para dar paso a “los cielos nuevos y la tierra nueva” prometidos en la Escritura.


El mundo, con toda su carga de malicia, de mundanidad y de pecado, debe desaparecer indefectiblemente, para dar paso a un mundo nuevo, regenerado por la gracia divina. El hombre ha demostrado que sin Dios, solo construye una catástrofe social, porque las leyes contrarias a la naturaleza humana, con las cuales el hombre pretende construirse su falso paraíso terrenal, solo le provocan angustia, dolor y muerte.


Parecerían ser nuestros días los días en los que el hombre, llevado por su ceguera y su necedad, ha conseguido construir un mundo sin Dios, un mundo al que él le llama “feliz”, porque los Mandamientos de Dios han sido suplantados por los mandamientos del hombre y la Voluntad de Dios ha sido suplantada por la voluntad del hombre. El hombre cree que puede legislar contra la naturaleza y por eso aprueba por ley toda clase de aberraciones: eutanasia, eutanasia infantil, aborto, fertilización in vitro, familias y matrimonios alternativos, consumo de drogas.


“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Pero cuando el hombre crea que es él quien ha triunfado con su malicia, Dios intervendrá en la historia humana de modo visible, haciendo desaparecer el mundo de perversión construido por la malicia humana. En ese momento, darán inicio los cielos nuevos y la tierra nueva prometidos en el Apocalipsis, en donde ya no existirá más el mal ni la perversión, sino que será Dios Uno y Trino, el Dios que es Amor, quien reinará en todo y en todos.



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