1 de noviembre.

Homilía Solemnidad de Todos los Santos

“Y viendo las gentes, subió al monte; y sentándose, se llegaron a él sus discípulos.”

¡Hoy día, la Iglesia recuerda a todo hombre y mujer, de toda edad y nación, de todo idioma y cultura, admitidos para siempre a participar en la gloria de Dios en el Cielo! ¡Desde la Creación del hombre, una inmensa multitud – una asamblea incalculable de seres humanos – se encuentra ante Dios, que es Padre, Hijo, y Espíritu Santo! ¡A todas estas criaturas celebra la Iglesia en este día, bendito entre todos los días! Esta fiesta tiene su origen en el Panteón de roma, allí en el siglo IV comienza a celebrase la memoria de todos los mártires, y de allí a todos los santos.

Con la excepción de la Virgen María, todos los santos y santas del Cielo viven junto a Dios no en cuerpo y alma, ya que el cuerpo permanece en la tierra: solo sus almas están en el Cielo, junto a Dios. No obstante, al recordarlos aquí en la tierra, formamos junto a los santos y santas del cielo un solo y único Cuerpo de Cristo: en cierto sentido, los habitantes del Cielo encuentran nuevamente su cuerpo mediante nuestra oración. Porque la oración concede al hombre la salvación no solo en esperanza, sino la salvación en cuerpo y alma, anticipando asimismo la venida del Señor y la Resurrección del cuerpo.

La oración requiere la presencia completa del ser: cuerpo y alma, tanto en la causa como en el efecto. Recordemos la oración intensa de Jesús en el Jardín de los Olivos: la angustia de su alma era tal que ésta le brotaba del cuerpo, a tal punto que surgía del Señor como gotas de sangre (cf. Lc. 22:24). ¡Cuántas veces hemos visto la plegaria del alma sanar parcialmente o totalmente un mal del cuerpo! ¿Entonces, por qué no pensar al menos hoy, fiesta de todos los santos, que nuestra plegaria – si bien sea modesta – puede servir para procurar a los habitantes del Cielo una cierta felicidad al encontrar ya su propio cuerpo, aun antes que el Señor lo resucite?

Hemos venido a la Iglesia en esta solemnidad, por amor, y en algunos lugares por obligación. En algunos países, como en España e Italia, es fiesta de precepto. Porque la Iglesia impone la asistencia a la Misa todos los domingos y fiestas de guardar. ¿Pero, a qué se debe tal obligación? ¿Por qué ser obligado a participar de la Eucaristía todos los domingos y todas las fiestas de precepto? Muchas veces oímos decir: “Sí, creo en Dios y rezo, pero a misa no voy…” Para algunos – no me atrevo a decir, para muchos – no se debe hablar de obligación en la religión: “¿Mandamientos de Dios? Quizás… rigurosamente… ¿Mandamientos de la iglesia? ¡Entonces no!” Sin embargo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo; un cuerpo cuya Cabeza, es decir, el Principal, es Cristo…

“Y viendo las gentes, subió al monte; y sentándose, se llegaron a él sus discípulos.” Hoy también, estas palabras se cumplen: cuando vamos a la Iglesia, vamos hacia Cristo, que está presente en todos lados pero de modo especial en la Eucaristía, que es su Cuerpo. Así cumplimos lo que Cristo mismo nos pide mediante su Iglesia. Y así también, nos hacemos partícipes con todo nuestro ser de la alabanza de Dios: nuestro cuerpo se desplaza, hace esfuerzos para llegar a la Iglesia, y ayuda al alma a rezar en voz alta, con palabras y cantos. La orden de Dios, la orden de la iglesia no es un constreñimiento: ¡es una bendición, una gracia que nos permite unir todo nuestro ser a la alabanza de los elegidos que se encuentran en la Gloria del Paraíso!

“Y abriendo su boca, les enseñaba…”

“Y abriendo su boca…” Este giro especial del evangelista san Lucas no es de poco interés. Más allá del estilo del autor, este giro de frase pone en evidencia el hecho que Jesús es la Palabra de Dios hecha CARNE. El Hijo de Dios, el Verbo del Padre quiere comunicarse con los hombres mediante la humanidad que recibió al encarnarse en el seno de la Virgen María, mediante el Espíritu Santo. Dios quiso que todo en el hombre sea santificado, cuerpo y alma. Mediante el uso de su cuerpo y alma de una manera justa y medida, evitando los excesos y las carencias, el hombre – es decir, todo hombre, sea quien sea – logra la beatitud celestial.

¡En el Paraíso, los elegidos de Dios están junto al Señor Jesús, sentados a la derecha del Padre, viviendo para siempre con el Espíritu Santo! Sin cansarse y en la espera de la resurrección de su cuerpo, los santos y santas del Cielo escuchan esta única melodía del Hijo de Dios que vive de la vida de su Padre: la PALABRA de VIDA sustenta sin cesar a todos los elegidos del Cielo, eternamente felices de oír y apreciar “Cosas que ojo no vió, ni oreja oyó, Ni han subido en corazón de hombre.” (1 Cor. 2:9)

“«Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos: porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores: porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia: porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos!»”

Ante todas estas “Buenaventuras” hay solo una que Jesús no pudo pronunciar él mismo, ya que aún no había nacido… fue aquella que Isabel dirigió a María, poco tiempo después de la Encarnación del Verbo en ella: “¡bienaventurada la que creyó, porque se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc. 1:45) Esta primera “Buenaventura” resume de hecho todas las demás que Jesús pronunció. La fe es necesaria en todas circunstancias. Entre otras, si hoy hemos venido para rezar con la Iglesia, es antes que nada porque somos creyentes. Y queremos alimentar esta fe, nuestra fe, con la Palabra de Dios, fortificándola a través de la Plegaria, ¡y sobre todo con el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo!

¡Pidámosle a la Santísima Virgen María de ayudarnos a rezar, a crecer, a amar a todos los hombres, todas las mujeres, y todos los niños y niñas del cielo y de la tierra! ¡Que el Espíritu Santo venga en nosotros para transformarnos en verdaderos santos, viviendo ya en el Cielo, y permaneciendo todavía en la tierra!

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