(408) La muerte cristiana, 4. –en la Biblia (A.T.)

Giotto, 1300

–Antes, es cierto, se pensaba más en la muerte.

–Antes se pensaba más.

En la imagen, Caifás, Sumo Sacerdote judío, saduceo, que no cree en la resurreción de los muertos, condena a Cristo… «Rasgó sus vestiduras diciendo: “¡ha blasfemado!”… Reo es de muerte» (Mt, 26,65) (Giotto, 1300-1305: Capilla de los Scrovegni, Padua).

 

El gran misterio de la muerte se va desvelando en la Historia de la salvación muy lentamente, y sólo en Cristo, en la plenitud de los tiempos, es revelado totalmente por su predicación, y sobre todo por su Resurrección de entre los muertos.

 

Israel no recibe de Yahvé una clara revelación acerca del misterio de la muerte. Por eso hallamos en textos de las antiguas Escrituras expresiones de una oscuridad notable, como aquellos que aluden a la muerte como un final absoluto o como un modo de existencia indeciblemente precario:

«El hombre no dura más que un soplo, el hombre pasa como pura sombra… [Señor], «aplácate, dame respiro, antes de que pase y ya no exista» (Sal 38,7.14). «Pronto me dormiré en el polvo, y si me buscas, ya no me hallarás» (Job 7,21). Otros textos, más numerosos, expresan la existencia de los muertos en el seol no como aniquilamiento, sino como una situación sombría, silenciosa, sin esperanza: «¿Vamos a caer juntos en el polvo?» (Job 17,16). «Da luz a mis ojos, para que no me duerma en la muerte» (Sal 12,4). «En el reino de la muerte nadie te invoca, y en el Abismo ¿quién te elabará?» (6,6). «Tengo mi cama entre los muertos, como los caídos que yacen en el sepulcro, de los cuales ya no guardas memoria, porque fueron arrancados de tu mano» (87,6). Son pensamientos desoladores, que en buena parte reflejan las convicciones de muchas religiones primitivas ante la proximidad de una muerte inexorable: «¿Quién vivirá sin ver la muerte, quién sustraerá su vida de la garra del Abismo?» (88,49).

Israel participa de las tradiciones religiosas casi universales, enterrando ritualmente a sus difuntos, cuidando con piedad familiar de las tumbas (Gén 23), haciendo incluso en ellas ciertas ofrendas (Tob 4,17). Pero la Revelación divina lo libra de prácticas supersticiosas, como el culto a los difuntos, que eran comunes en otros pueblos; y muy especialmente lo libra de la nigromancia: «Todo hombre o mujer que evoque a los muertos y se dé a la adivinación, será muerto, lapidado; caiga sobre ellos su sangre» (Lev 20,27).

 

Yahvé, sin embargo, revela a Israel desde el principio la relación entre el pecado y la muerte. En el Génesis advierte Dios a Adán y Eva que vendrán a ser mortales el día en que se separen de Él por  el pecado de la desobediencia, comiendo del árbol que les ha prohibido (Gen 2,16-17). Por tanto, «Dios no hizo la muerte, pues Él creó todas las cosas para la existencia e hizo saludables a todas sus criaturas, y no hay en ellas principio de muerte, ni el reino del ades impera sobre la tierra» (Sab 1,13-15). San Pablo afirma, pues, lo que ya había sido revelado en el AT: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; y así la muerte pasó a todos los hombres» (Rm 5,12).

 

La esperanza de una vida posterior a la muerte se apunta ya en algunos lugares de la Revelación antigua: «no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el camino de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15,11; cf. 48,16). Hallamos estos destellos de luz sobre todo en textos proféticos: «el Señor destruirá la muerte para siempre, y enjugará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,8; cf. Ap 21,4).

En libros tardíos de la Escritura, dos siglos antes de Cristo, se revela aún más claramente esta esperanza:

«La muchedumbre de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para eterna vergüenza y confusión» (Dan 12,2). Judas Macabeo, después de una batalla de Israel, colecta dos mil dracmas, «que envió a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado» de aquellos combatientes difuntos, que habían escondido en sus ropas amuletos prohibidos. Realizó así «una obra digna y noble, inspirada en la esperanza de la resurrección. Pues si no hubiera esperado que los muertos resucitarían, vano y superfluo sería orar por ellos» (2Mac 12,43-44).

 

En todo caso, los judíos del tiempo de Cristo no han recibido una revelación divina clara sobre la muerte y la resurrección. Prueba de ello se da en que los saduceos eran considerados judíos ortodoxos, hasta el punto que los Sumos Sacerdotes, como Caifás, solían ser saduceos, y ellos, que formaban la clase aristocrática y más rica, eran mayoría en el Sanedrín. Pues bien, los saduceos negaban la resurrección de los muertos (Mt 22,23; Mc 12,28; Lc 21,17), y negaban incluso la inmortalidad del alma (cf. Mt 22,29-32) y la existencia de ángeles y demonios (Hch 23,8).

San Pablo, cuando comparece ante el Sanedrín, para eludir una condenación, alega con fuerza: «¡Hermanos, por la esperanza en la resurrección de los muertos soy ahora juzgado! En cuanto dijo esto se produjo un alboroto entre fariseos y saduceos, y se dividió la asamblea. Porque los saduceos niegan la resurrección y la existencia de ángeles y espíritus, mientras que los fariseos profesan lo uno y lo otro» (Hch 23,6-9).

 

Es Cristo quien revela con toda claridad la muerte y la resurrección, el juicio de cada hombre según su conducta en la tierra, así como la existencia de ángeles y demonios. Lo comprobaremos en el próximo artículo.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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