(389) Hoy bautizan a un «nieto» mío

bautizo

–¿Y usted cree que esto es noticia para los lectores de InfoCatólica?…

–Es noticia para mí, y como este blog es mío, es noticia para mi blog. ¿Pasa algo?

«Hijos espirituales» son para mí aquéllos que, porque así lo quiso Dios, han recibido el servicio espiritual del Abajofirmante en alguna fase de su vida o a veces durante muchos años, y algunos hasta hoy. En más de medio siglo de apostolado ha querido el Señor que, en mayor o menor grado, hayan sido numerosos los «hijos míos» en Cristo. Unos están casados, otros célibes como sacerdotes y religiosas. Con unos apenas he podido prolongar el trato por causas diversas, otros han seguido relacionados conmigo de modo permanente. Todos, en un grado u otro, son «hijos» míos. De un modo especial lo son aquellos a quien yo bauticé; los que siguieron una vocación sacerdotal o religiosa; y a quienes con mi ayuda se unieron en un matrimonio, y que quizá incluso se unieron en el sacramento con mi bendición sacerdotal. Todos son «hijos»… Ante el Señor, en la Misa y en la oración especialmente, a todos los llevo siempre en el corazón, con zapatos y todo.

San Pablo fue muy sensible a entender su ministerio apostólico como una «paternidad espiritual» (1Cor 4,15; 2Cor 12,14), fecunda por Cristo y la Iglesia en hijos para Dios. Y muchos santos sacerdotes han sentido y expresado lo mismo. San Juan de Ávila, por ejemplo, vivió  profundamente esta paternidad sacerdotal en su ministerio y la expresó con gran frecuencia. «Este cuidado [pastoral] tan perseverante es una particular dádiva de Dios y una expresa imagen del paternal y cuidadoso amor que nos tiene. De arte que yo no sé libro, ni palabra, ni pintura, ni semejanza que así lleve al conocimiento del amor de Dios con los hombres como este cuidadoso y fuerte amor que Él pone en un hijo suyo con otros hombres» (Cta. 1,75).

Pues bien, considerar «nietos» a los hijos de mis «hijos» no parece, pues, un exceso. Y si lo fuera, sería un exceso bueno y sano, del que sólo pueden esperarse buenos frutos. Permítanme, por tanto, que me permita comunicarles: hoy bautizan a un «nieto» mío. «Bendigamos al Señor, porque es eterna su misericordia».

* * *

San Paciano, obispo de Barcelona ( (310-391), colaboró con sus trabajos pastorales y con sus escritos a la formación fascinante de la Iglesia en el siglo IV, recién obtenida de Constantino la libertad civil (313). De él es la frase: «Christianus mihi nomen est, catholicus cognomen» (Cristiano es mi nombre, católico mi apellido; Epístola 1,4).) De su obra Sobre el bautismo (5-6), y para celebrar con familiares y amigos el bautismo de mi nieto, ofrezco este maravilloso fragmento:

«El pecado de Adán se había transmitido a todo el género humano, como afirma el Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres. Por lo tanto, es necesario que la justicia de Cristo sea transmitida a todo el género humano. Y, así como Adán, por su pecado, fue causa de perdición para toda su descendencia, del mismo modo Cristo [el nuevo Adán], por su justicia, vivifica a todo su linaje. Esto es lo que subraya el Apóstol cuando afirma: Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos. Y así como reinó el pecado, causando la muerte, así también reinará la gracia, causando una justificación que conduce a la vida eterna.

«Pero alguno me puede decir: “Con razón el pecado de Adán ha pasado a su posteridad, ya que fueron engendrados por él. ¿Pero acaso nosotros hemos sido engendrados por Cristo para que podamos ser salvados por él?” No penséis carnalmente, y veréis cómo somos engendrados por Cristo. En la plenitud de los tiempos, Cristo se encarnó en el seno de María: vino para salvar a la carne, no la abandonó al poder de la muerte, sino que la unió con su espíritu y la hizo suya. Éstas son las bodas del Señor por las que se unió a la naturaleza humana, para que, de acuerdo con aquel gran misterio, se hagan los dos una sola carne, Cristo y la Iglesia.

«De estas bodas nace el pueblo cristiano, al descender del cielo el Espíritu Santo. La substancia de nuestras almas es fecundada por la simiente celestial, se desarrolla en el seno de nuestra madre, la Iglesia, y cuando nos da a luz [en el sacramento del bautismo] somos vivificados en Cristo. Por lo que dice el Apóstol: El primer hombre, Adán, fue un ser animado, el último Adán, un espíritu que da vida. Así es como engendra Cristo en su Iglesia por medio de sus sacerdotes, como lo afirma el mismo Apóstol: Os he engendrado para Cristo[1Cor 4,15]Así, pues, el germen de Cristo, el Espíritu de Dios, da a luz, por manos de los sacerdotes, al hombre nuevo, concebido en el seno de la Iglesia, recibido en el parto de la fuente bautismal, teniendo como madrina de boda a la fe.

«Pero hay que recibir a Cristo para que nos engendre, como lo afirma el apóstol san Juan: A cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios. Esto no puede ser realizado sino por el sacramento del bautismo, del crisma y del obispo. Por el bautismo se limpian los pecados, por el crisma se infunde el Espíritu Santo, y ambas cosas las conseguimos por medio de las manos y la boca del obispo [o del presbítero, su colaborador]. De este modo, el hombre entero renace y vive una vida nueva en Cristo: Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva. Es decir, que, depuestos los errores de la vida pasada, reformemos en Cristo nuestras [ideas y] costumbres, por obra del Espíritu Santo».

¿Hermoso, no? Gran verdad y gran belleza. Veritas, bonum et pulchrum convertuntur… Ya quisiéramos que hoy muchos Obispos predicaran así. Pidámoslo al Señor.

José María Iraburu, sacerdote

Post post. –Oiga usted ¿no querrá terminar el artículo sin decirnos que nombre le van a imponer a su «nieto»?

–Se va a llamar Jorge.

 

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01:07

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