Homilía para el X domingo durante el año C.
«Que vuelva al niño la respiración».
La resurrección del niño operada por Elías en la primera lectura se diferencia de la que realiza Jesús en el evangelio en la persona del hijo de la viuda de Naín. La viuda veterotestamentaria hace amargos reproches al profeta: le dice que ha venido a su casa para avivar el recuerdo de sus culpas, a causa de las cuales (se sobrentiende) habría muerto su hijo. En el fondo Elías pide primero a Dios que devuelva la fe a la mujer, se echa después tres veces sobre el cadáver de niño y finalmente se lo entrega vivo a su madre, quien acto seguido confiesa su fe.
«Al verla, le dio lástima».
La resurrección operada por Jesús en el evangelio está motivada únicamente por su compasión. Nadie le pide que haga semejante cosa (como tampoco en los otros casos de resurrecciones que se narran en el evangelio), y para la realización del milagro no precisa ni de una oración especial de súplica ni de una especie de transmisión de la vida (como el ritual de echarse tres veces sobre el cadáver que realiza el profeta en la primera lectura), sino únicamente del mayestático gesto que hace que se detenga el cortejo fúnebre y ordena levantarse al muerto. Jesús se muestra aquí (como en el caso de la hija muerta de Jairo y en la tumba de Lázaro) como el Señor de la vida y de la muerte. Por eso para él la resurrección de un muerto no es más difícil que la curación de un enfermo, y precisamente por eso puede ordenar de una vez a los discípulos que envía a la misión: «Resucitad muertos, limpiad leprosos» (Mt 10,8). Para él tanto lo segundo como lo primero es sólo un signo de lo decisivo: la resurrección y la liberación del hombre de la muerte espiritual del pecado, como muestra el episodio de Mc 2,1-12, donde al paralítico primero se le perdonan sus pecado y después se produce la curación: «¿Qué es más fácil: decirle al paralítico “tus pecados quedan perdonados” o decirle “levántate, coge la camilla y echa a andar”?». Como Jesús, por su muerte en la cruz, tiene el poder de perdonar los pecados, posee también el poder («más fácil») de curar físicamente a los enfermos y de resucitar corporalmente a los muertos.
«Pero cuando Dios se dignó revelar a su Hijo en mi».
La segunda lectura confirma en la conversión de Pablo el poder superior del Señor glorificado para operar una resurrección espiritual, que aparece como un acontecimiento mucho más poderoso en sus efectos que toda resurrección física a una vida física. La soberanía del Señor glorificado que se aparece a Pablo es mucho más elevada que su gesto terreno ante el ataúd del hijo de la viuda de Naín. Pues aquí toda una existencia es transformada en su contrario espiritual. La conducta pasada de Pablo era la de una existencia fanáticamente militante, que defendía con celo extremo las «tradiciones de los antepasados» y por eso perseguía con saña la novedad de la predicación de Jesús; pero esa existencia es desposeída ahora de toda esa tradición nacional para anunciar un evangelio que no ha recibido ni aprendido de ningún hombre, sino «por revelación de Jesucristo». Y sin embargo, esa expropiación para ponerse al servicio de una verdad extraña es precisamente para lo que Pablo había sido «escogido desde el seno de su madre», algo que marcó mucho más profundamente su personalidad que todo lo que había aprendido de la tradición. La violenta expropiación que se produce cerca de Damasco es en realidad un retorno a la vocación más originaria. Esto muestra una vez más que para Jesús la muerte física puede ser un simple episodio (la llama dos veces «sueño»: Mt 9,24; Jn 11,11). El mismo es «la vida», indivisa, y no una síntesis de vida y muerte.
Escribía san Ambrosio sobre este pasaje del Evangelio: «Este pasaje está enriquecido por una doble enseñanza: nos hace comprender como la divina misericordia es tocada por el dolor de una madre viuda, dolorida por la pérdida de su hijo único, de una viuda a la que en cierto modo la muchedumbre de luto restituye los beneficios de la maternidad, por otra parte, esta viuda, circundada por una muchedumbre del pueblo, nos parece más que una mujer: ella con sus lágrima mereció obtener la resurrección del adolescente, su hijo único, así como la santa Iglesia llama a la vida, de cortejo fúnebre y de la profundidad del sepulcro, al pueblo más joven, gracias a sus lágrimas, mientras está prohibido llorar a aquellos que les está reservada la resurrección. Ahora bien, este muerto era llevado a la tumba, en el ataúd, por los cuatro elementos de la materia; pero él portaba la esperanza de la resurrección porque era transportado en el leño. Aquél leño no ayudó rápido, es cierto: pero apenas Jesús lo tocó, él comenzó a comunicar la vida, porque era un claro símbolo de la salvación que debía difundirse sobre todos, desde el patíbulo de cruza. Después san Ambrosio habla de la tumba, hace la relación con los vicios y pecados y continúa diciendo: También si estás en grave pecado, un pecado que no puedes lavar con las lágrimas del arrepentimiento, que llore entonces por ti la madre Iglesia, que interviene por cada uno de sus hijos como interviene la madre viuda por su hijo único; ella llora por un sufrimiento espiritual que en ella es natural cuando ve a sus hijos empujados hacia la muerte por vicios funestos. Nosotros somos las vísceras de sus vísceras: son también vísceras espirituales, aquellas que Pablo mostraba de poseer cuando decía: “Sí, hermano, hazme este favor por nuestra unión con el Señor, para que confortes mi vísceras en Cristo” (Filemón 20). Nosotros somos las vísceras de la Iglesia porque somos miembros de su cuerpo somos hechos de su carne y de sus huesos. Que llore entonces la tierna madre, y un pueblo, un pueblo numerosísimo participe del dolor de la buena madre. Entonces tu te levantarás de la muerte, entonces serás liberado del sepulcro; y los portadores de tu ataúd se detendrán, y tu comenzarás a decir palabras de vida; todos tendrán temor. Y por el ejemplo de uno solo muchos se pondrán sobre la vía recta, y alabarán a Dios por habernos dado tantos remedios para evitar la muerte». Ambrogio, In Luc., 5, 89-92
Que María, santísima, la madre de la Vida, interceda para nunca nos cerremos a la Vida que es Dios y que Él nos ofrece.
Publicar un comentario