23 de junio.

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SANTO TOMAS MORO

(†  1535)

En 1516 se publica la traducción del Nuevo Testamento y la institución del príncipe cristiano, de Erasmo; el Orlando furioso, de Ariosto; la traducción de la Epístola a los romanos, primera obra importante de Lutero, y la Utopía, de Tomás Moro. Unos meses después, ya en 1517, aparecerá también la otra gran obra ético-política de Erasmo, junto con la Institutio: la Querela pacis. Dos años antes Maquiavelo había escrito El Príncipe. Se trata, pues, de un momento intelectualmente decisivo en medio del desbordamiento de entusiasmo y de embriaguez creacional que caracterizan al siglo renacentista. Incluso parecen darse cita simbólicamente, en tan heterogéneos acontecimientos literarios, las mismas tres fuerzas colosales en cuyo conflicto vital consiste la época misma del Renacimiento: el Humanismo católico, la Reforma protestante y el espíritu y la dialéctica extracristianos de la Modernidad.

Los sociólogos nos desvelarán después los procesos desarrollados por las fuerzas y estructuras sociales que en esa época están bullendo. Weber, Sombart o Gómez Arboleya reconstruirán todo ese período configurador de la aventura histórica triunfante del burgués occidental. Paganización, secularización. Ruptura con el orden feudal y con todo un período histórico agotado-formal, esteticista, turbio ya de poderío y de desprestigio del cristianismo. Quiebra de la cristiandad y aparición de fuerzas creadoras decisivas no cristianas y descristianizadoras. Individualismo y racionalismo. Aparición de poderes temporales centrados en sí mismos y racionalizadores del orbe humano: Estado moderno y capitalismo. Florecimiento y cristalización entrecruzados de las naciones modernas y del sistema capitalista, en su vigorosa época juvenil: en las repúblicas mercantiles italianas; en la vida suntuosa y epicúrea —de difícil financiación— de la corte pontificia; en la Alemania de los Fugger, forjadora de las empresas, los negocios y el comercio germanos; en los Países Bajos, especialmente en la Holanda que ya se configura, primera nación cuya vida colectiva se presenta impregnada del espíritu capitalista; en la Francia, que aún se resiste perezosamente a secundar la acción audaz de sus primeros grandes empresarios; en la Inglaterra, que está atravesando la que se ha calificado de “edad heroica del capitalismo inglés”.

En ese momento, en 1516, Moro tiene treinta y ocho años, faltan trece todavía para que Enrique VIII le nombre canciller de Inglaterra. Cuatro años después, en 1533, el monarca establece la tiranía y provoca el cisma. Dos años más, y la cabeza de Moro rodará en el patíbulo. Pero en la Utopía se ha alcanzado ya la plenitud intelectual del gran humanista inglés. En la Utopía Moro centra todo su esfuerzo en un objetivo único: tomar el Evangelio, confrontarlo con la injusta sociedad de su tiempo, formular contra ella una denuncia airada y poner frente a tal situación el cuadro de lo que debía ser una sociedad inspirada íntegramente en la concepción evangélica de la vida. Luego, como hombre de acción, tratará de realizar lo único que a él le resulta viable: contener en lo posible el libertinaje político de los déspotas, neutralizando con su prestigio bien ganado el asesoramiento tradicional, complaciente y abyecto, de los dignatarios cortesanos. A unos y a otros, a déspotas y a nobles, hace en este sentido duras alusiones en su obra. Pero nos es más importante detenernos algo en la crítica de una situación económica en la que Moro nos declara hasta qué punto el lujo palaciego y la codicia del incipiente capitalismo lanero y textil están llevando al pueblo a la miseria.

“Vuestras ovejas, que tan mansas eran y que solían alimentarse con tan poco, han comenzado a mostrarse ahora, según se cuenta, de tal modo voraces e indómitas que se comen a los propios hombres y devastan y arrasan las casas, los campos y las aldeas”. ” … los nobles y señores, y hasta algunos abades, santos, varones, no contentos con los frutos y rentas anuales que sus antepasados acostumbraban sacar de sus predios, ni bastándoles el vivir ociosa y espléndidamente sin favorecer en absoluto al Estado, antes bien perjudicándolo, no dejan nada para el cultivo y todo lo acotan para pastos; derriban las casas, destruyen los pueblos, y si dejan el templo es para estabulizar sus ovejas; pareciéndoles poco el suelo desperdiciado en viveros y dehesas para caza. Esos excelentes varones convierten en desierto cuanto hay habitado y cultivado por doquier”. “Y para que uno solo de esos ogros, azote insaciable y cruel de su patria, pueda circundar de una empalizada algunos miles de yugadas, arrojan a sus colonos de las suyas, los despojan por el engaño o por la fuerza, o les obligan a venderlas, hartos ya de vejaciones. Y así emigran de cualquier manera esos infelices…”

La referencia aún podría ser bastante más extensa, con precisas alusiones de Moro a la conducta antisocial del oligopolio de la lana y de la carne, y a la cruel mecánica alcista en la formación de los precios. Así, hasta parar en la amarga conclusión a que le lleva el análisis del estado de su patria: “…la malvada codicia de unos pocos arrastrará a la ruina vuestra isla, que, precisamente por esta riqueza, parecía ser tan feliz”. Pero los párrafos transcritos han bastado para dejarnos sin disimulos ante la personalidad intelectual de Moro. Al menos, ante esa parte decisiva que en su espíritu juegan la pasión por la justicia y la mentalidad ya indiscutiblemente objetiva, positiva, científica, de su enfrentamiento con los problemas sociales; actitudes que nos van a servir de clave para interpretar los aparentes juegos de fantasía con que las circunstancias le obligan a revestir su pensamiento; actitudes, por otra parte, que le llevarán al enfrentamiento, como subraya Mesnard, “nada menos que con la monarquía inglesa y con el sistema económico-social que se le muestra estrechamente ligado”.

Hay otros rasgos salientes, que no pueden silenciarse en la semblanza de Tomás Moro. Bouyer nos habla de su figura, como de “la más bella del Renacimiento católico, porque es la de un hombre de acción mas que de un pensador… Su vida y su muerte son el más elocuente testimonio de la vitalidad del catolicismo humanista, penetrado por el espíritu de este Renacimiento, cuyo corifeo sigue siendo Erasmo”. Erasmo, su amigo admirado y venerado, promotor de cuanto de valiosa herencia humanista ofrece el catolicismo en tan turbulenta y dramática época, que nos dejará la entrañable evocación de la vida familiar de Moro, llena de sensibilidad, de afecto, de acierto pedagógico, discurriendo dichosamente en el jardín de la casa de Chelsea, junto al Támesis. Su decidida militancia humanista, que le llevará a cultivar los grandes temas de su tiempo, como lo hizo en su estudio sobre la impresionante figura de Pico de la Mirándola, o a concebir la vocación política como mero ejercicio del sentido cristiano del deber, hasta el extremo de acometer la empresa de dejar su testimonio insobornable de integridad como gobernante en un país que “desde 1422 hasta 1509”, “en la fatídica galería de monstruos que va de Enrique VI a Enrique VIII (Mesnard), había vivido un drama sangriento interminable que había de terminar por devorarle también a él mismo.

Pero el aspecto más valioso de su obra intelectual, transida de reiterados giros de humour sajón y de ironía universal, es, sin duda, el legado imperecedero que nos aporta como filósofo político y pensador cristiano. Su obra se centra en este aspecto en el ataque a los principios viciosos cuya extirpación consideraba único remedio capaz de devolver la salud a la sociedad de su tiempo. Estos dos principios permanentes de la corrupción política eran, a su juicio, la monarquía y la propiedad. Y a este fin, “para conmover a los espíritus rebeldes a la especulación filosófica; para forzar a los conservadores a evacuar posiciones en las que la crítica no tiene cabida, Moro ha dedicado cinco años a construir un mundo ideal, verdadero espejo de justicia y de prosperidad; mundo en el que, a partir de entonces, está invitado a penetrar el lector de todo país y de toda época” (Mesnard),

Por mi parte pienso que, no obstante ser Erasmo quien, en uno de los rasgos más permanentes de su obra intelectual y espiritual, sitúa doctrinalmente el problema de la evangelización de la política, a Moro es a quien corresponde hasta ahora la significación de figura máxima de cuanto a la respuesta dada al mismo por los cristianos todos los tiempos.

No podemos en esta ocasión acometer un estudio exhaustivo de la filosofía política de Moro, en cuanto discípulo y testigo del Evangelio. Pero desconocen en absoluto lo que él representa en la economía del plan divino sobre el género humano quienes hacen un deliberado alarde de ignorancia acerca de la magnitud trascendental de su concepción política. Concepción a la altura de la cual él supo estar sin duda, con el testimonio de una vida ejemplar como padre y esposo, como sabio, como gobernante, como mártir. Y ello en un trance en el que la organización eclesiástica de su patria, comenzando por un episcopado cobarde, a excepción del obispo Fisher, su compañero de cadalso, se hunde en la abyección ante el tirano. Sin embargo, ese testimonio de su vida no es lícito que pueda servir a nadie para intentar escamotear la importancia intrínseca de una aportación filosófica, cuyo autor mismo juzga con estas palabras: “Si hay que silenciar como insólito y absurdo cuanto las perversas costumbres de los hombres han hecho parecer extraño, habría que disimular entre los cristianos muchas cosas enseñadas por Cristo, cuando él, por el contrario, prohibió que se ocultasen y mandó incluso predicar las que susurró al oído de sus discípulos; pues la mayor parte de esas palabras son tan ajenas a las actuales costumbres como lo fue mi discurso”.

Precisamente desde este punto de perspectiva hay que enfocar los aspectos fundamentales de la teoría política de Moro: la construcción de una república ideal y el ataque a la monarquía y a la propiedad privada. Este último aspecto, que es el más radical de su pensamiento, emerge constantemente del texto de la Utopía. “Dondequiera que exista la propiedad privada y se mida todo por el dinero —nos dirá Moro por boca de Rafael Hytiodeo, el descubridor portugués que le sirve para expresar sin demasiado riesgo sus enérgicos juicios—, será difícil lograr que el Estado obre justa y acertadamente, a no ser que pienses que es obrar con justicia el permitir que lo mejor vaya a parar a manos de los peores, y que se vive felizmente allí donde todo se halla repartido entre unos pocos que, mientras los demás perecen de miseria, disfrutan de la mayor prosperidad”.

Pero esto no era una novedad en el cristianismo. Es la misma voz con que en el siglo IV habían clamado varonilmente los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, Lactancio: “Dios nos dio la tierra en común, no para que una avaricia irritante y despiadada se alzase con todo, sino para que los hombres viviesen en comunidad y nadie estuviera falto…”. Por ejemplo, Crisóstomo: “Cuando tratamos de poseer algo en particular trayendo continuamente en la boca las insípidas palabras “mío” y “tuyo”, entonces es cuando surgen las luchas fratricidas, envidias y rencores. Así, pues, la posesión en común es más natural que la propiedad privada”. Por ejemplo, Ambrosio: “…tú te apropias para ti solo lo que se ha dado para común utilidad de todos. La tierra no pertenece exclusivamente a los ricos; es patrimonio de todos; y, sin embargo, son muchos más los que no usan de lo suyo que los que usan de ello”. “La avaricia fue la causa de haberse repartido entre pocos las posesiones”. Y los mismos conceptos en Clemente Romano, en Basilio, en Jerónimo, en Agustín. Son los conceptos sobre los que Moro afirma que la igualdad de bienes, único camino para la salud pública, es casi incompatible con la propiedad privada; mientras que la república perfecta sólo podrá edificarse sobre la base de la comunión de bienes entre los hombres. Temas ambos que constituyen, respectivamente, el núcleo de la primera y segunda partes de la Utopía.

Y todavía distaba más esta doctrina de ser una novedad en la revelación bíblica, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, en el conjunto global del Libro dictado por Dios a los hombres. A partir del momento mismo de la creación Yahvé entrega a los hombres la tierra en común: “…los bendijo y les dijo: Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre la Tierra” (Gen. 1, 28). Y luego ya, sin cesar, la sed colectiva de justicia que sube de la tierra, con clamor de milenios: la expectación de las generaciones por la ciudad en que los hombres “construirán casas que habitarán; plantarán viñas cuyos frutos comerán. No edificarán para que habite otro, ni plantarán para que otro lo consuma” (Is 65, 21.22), “Este es el nombre que tendrá la Ciudad: “Yahvé —nuestra— Justicia” (Jer. 33, 16). “Son nuevos cielos y una nueva tierra lo que esperamos —según su promesa—, donde habitará la justicia” (2 Petr. 3,13). Esperanza de que Dios nos permita al fin construir una tierra en que reine la justicia y la paz, que culmina en el Apocalipsis: Después vi un cielo nuevo, una tierra nueva —el primer cielo, en efecto, y la primera tierra han desaparecido, y va no hay mar—. Y vi la Ciudad Santa, Jerusalén nueva, que descendía del cielo, de donde Dios; se había embellecido, como una joven casada radiante ante su esposo. Oí entonces una voz clamar, desde el trono: “Ved la morada de Dios con los hombres. Él tendrá su morada con ellos; ellos serán su pueblo y ÉI, Dios —con ellos—, será su Dios. El enjugará toda lágrima de sus ojos; de muerte, ya no habrá nada; de llanto, grito y pena, nada habrá ya, porque el antiguo mundo se ha ido” (Apoc. 21. 1-4).

El Evangelio rezuma esta misma conciencia profunda de la vida. La Iglesia primitiva también. Igual la época de los Padres. El pensamiento medieval, en sus líneas de conjunto, está lejos de romper con este legado. Lo que hace Moro es darle expresión moderna. Quizá demasiado moderna, demasiado arraigada en lo que empezaba a ser ya la Modernidad, el Occidente. A la concepción de la vida que es peculiar del hombre ibero, por ejemplo, le puede resultar demasiado comunista la república utopiana. La ética natural misma podría tomar noticia mucho más directa entre los iberos de la concepción evangélica de la vida, respecto a lo que pudieron lograrlo los ahistóricos pobladores de Utopía. Buena muestra son de estas afirmaciones nuestras, tanto el humanismo ibero de los siglos XVI y XVII, en lo que tiene de no-europeo y de no-contrarreformista, sino de Reforma católica española, como las grandes empresas utópicas de evangelización y civilización acometidas en Indias por los grandes misioneros —exponentes de una conciencia colectiva— que se llamaron Vasco de Quiroga, Zumárraga, Junípero Serra; o los jesuitas paraguayos. Pero eso no altera la significación crucial de la Utopía en la cultura humana y en el cristianismo. En realidad, si es grande la obra de Dios en Moro, tomándole para testigo suyo en la lucha por la justicia sobre la tierra, a costa del supremo sacrificio, la obra de Moro en Dios supone un punto culminante de ese mismo drama visto desde abajo, desde la perspectiva terrestre de la Historia. Hasta ahora supone, sencillamente, la aportación más valiosa de los cristianos a la sangrienta expectación de la humanidad por una sociedad justa y fraterna.

Pero lo cierto es que, a partir de Moro, los cristianos no habíamos vuelto a decirle al pueblo oprimido y explotado las grandes palabras encendidas de cólera y esperanza. Batida duramente la Iglesia por el burgués triunfante, fueron las generaciones católicas desvirtuándose y contagiándose en no pequeña medida de racionalismo y de formalismo jurídico y estético durante los siglos modernos. Parecieron incluso perder la fe en que “el fermento cristiano ha comenzado apenas a transformar las instituciones colectivas de la humanidad…; (en) que no estamos más que al comienzo de las victorias de la verdad evangélica a través de la Historia, y (en) que así, sirviéndola, el cristiano trabaja eficazmente, al mismo tiempo que por su propia salud, por la salud de toda la familia humana”. Y así las grandes ansias de las multitudes obreras de nuestro tiempo, su sacrificio, su combate, su inmensa y ruda energía creadora, no los han encauzado ya héroes cristianos, sino héroes y pastores brotados por millares al margen de la Iglesia. Saint-Simon, Prouelhon, Bakunin, Kropotkin, Marx, Sorel, Anselmo Lorenzo, Costa, Pablo Iglesias, Lenin y tantos otros teóricos y jefes del movimiento obrero occidental o soviético, o del movimiento revolucionario ibérico, tuvieron que formarse marginalmente al cristianismo, porque hacía doscientos años que yacía sepultada en el olvido, entre los cristianos, aquella filosofía de liberación del pueblo que Moro había sabido llevar a su expresión más audaz.

Pero el cristianismo guarda en sus senos una vitalidad inmensa. La gigantesca experiencia del hombre moderno ha empezado a tocar ya sus propios límites. Y es ahora, cuando esta vasta hazaña creativa presenta ya su entera dimensión, cuando al cristianismo le empieza a ser posible acometer la empresa de evangelizarla. Ahora, cuando ante los ojos apagados de los burgueses se han mostrado viables ya varias utopías siniestras, está más próxima que nunca la realización en el tiempo de la Utopía cristiana. Y es ahora cuando el cristianismo puede entrar de nuevo en las entrañas del pueblo. En la medida en que los cristianos volvamos a ofrecer a ese mismo pueblo —debatiéndonos contra la injusticia que nos asedia, codo con codo con el ejército de los que sufren, en la misma línea espiritual de Tomás Moro— los artesanos de paz y los luchadores perseguidos que necesitan para ser libres los hambrientos y sedientos de justicia.

El camino, quizá ya el camino final hacia la Ciudad Justa, vuelve a verse claro cuando el hombre actual se lava los ojos con ese ideal ético de la humanidad que Jesús nos traza en su Discurso evangélico, y al que la humanidad se acerca progresiva y trabajosamente en el tiempo: “Felices los pobres en espíritu…, los dulces…, los afligidos, los hambrientos y sedientos de justicia…, los misericordiosos…, los corazones puros…, los artesanos de paz…, los perseguidos por la justicia. Porque suyo es el reino de los cielos” (Mt. 5, 3-10).

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