El aburrimiento

La opinión universal, o casi universal, en nuestros días es que no hay pecado más imperdonable que ser un pelmazo. Se trata de un grave error. Puestos a emplear esta horrible fraseología, es posible afirmar que el pecado imperdonables es aburrirse. El aburrimiento es, desde luego, un gran pecado; el pecado por el cual el universo entero tiende a ser infravalorado continuamente y a desvanecerse de la imaginación. Pero es una cualidad de la persona que lo siente y no de la persona que lo produce. La diferencia entre saber que estamos aburriendo y saber que otro es un pelmazo es exactamente la misma que hay entre saber que nos están asesinando y saber que otro es un asesino. 

Si de pronto alguien nos pega un tiro en mitad de la calle, tendremos razones lógicas para asegurar que, en esencia y basando nuestro razonamiento en el uso más habitual de las palabras, nos han asesinado. Pero que el hombre que nos disparó pueda, en general, ser descrito como un asesino es una cuestión mucho más sutil, y nos enreda directamente en la maraña de la controversia legal que se remonta a la Carta Magna y el código de Justiniano. Puede que no sea, personalmente, ningún asesino. Puede habernos disparado en defensa propia, tras confundir el gracioso movimiento con el que llamábamos a un taxi con un ataque o un gesto agresivo. Puede habernos disparado en un arrebato de abstracción, confundido por nuestro parecido físico con una redonda diana. Nuestra propia condición tras el disparo está muy clara; la condición del hombre que nos disparó es particularmente dudosa y puede ser cualquiera entre diabólica e infantil. La muerte, por abreviar, es una condición clara y distinta, pero se refiere por completo al muerto.


Del mismo modo, el aburrimiento, que se parece mucho a la muerte pues supone un decaimiento de la vitalidad, es también una condición clara y distinta, pero sólo en lo que concierne al que se aburre. Quien produce el efecto puede ser un pelmazo o puede ser justo lo contrario. Puede haber estado explicando algo del mayor interés o de un humor delirante (…) El asunto no es aburrido; nada en el mundo lo es. El mero hecho de que nuestro interlocutor, una persona que, según toda apariencia, es mucho más estúpida que nosotros, haya descubierto el secreto y captado el encanto del asunto es una prueba suficiente de que no tiene por qué ser algo eterna o necesariamente aburrido. Si él puede emocionarse con el principio de la palanca o la abominable conducta de los robinsones, ¿por qué no íbamos a poder nosotros? Nos ha vencido y está exultante; ahí, en una sola frase, radica su definitiva e inconmensurable superioridad. El hombre feliz es necesaria y naturalmente superior al hombre hastiado. La melancolía y la inercia del hombre que se aburre pueden ser eruditas o intelectuales, pero no pueden ser tan buenas en sí mismas como el gran designio, el estelar entusiasmo y la celestial felicidad de un pelmazo.

Gilbert Keith Chesterton
De Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos)

09:42

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