Escribe Pablo Cabellos: 
La laicidad supone mutuo respeto entre Iglesia y Estado fundamentado en la autonomía de cada parte
La inefable Alcaldesa de Madrid ha hecho reír a media España y parte de la otra media, con el chiste gráfico, originado a su costa, por su decisión de no colocar Belenes donde solían hacerlo en la capital de España. La razón muy sencilla: no todos los madrileños son católicos. 
Rápidamente ha surgido el ingenio: sobre la bandera arcoíris, que Carmena hizo ondear en el Ayuntamiento de Cibeles, una inscripción, que más o menos decía: Se me ha creado una duda enorme: “Carmena dice que no pone el Belén en el Ayuntamiento porque no todos los madrileños son católicos; entonces, cuando pone la bandera del orgullo gay ¿quiere decir que todos los madrileños son homosexuales?” 
He escrito que más o menos era así porque he cambiado la última palabra por otra menos gruesa. Algo parecido se podría decir de un alcalde cercano que prohibió en un pueblo veraniego que celebrara la Misa dominical al aire libre, etc., etc.
Son situaciones que se vienen repitiendo amparadas por unas ideas, a cuyos detentadores respeto. Pero me parece que existe una grave confusión entre no confesionalidad del Estado, laicismo y laicidad. La Constitución Española, en su artículo 16, garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para la protección del orden público protegido por la ley.
 En el parágrafo tercero del mismo artículo, se lee: Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. Me parece claro que estamos ante un Estado aconfesional que ha previsto la cooperación −no la pelea− con la Iglesia Católica y con otras.
En el lenguaje al uso, laicismo se entiende como hostilidad o indiferencia contra la religión. Algo que está en las antípodas de lo que proclama nuestra Ley de leyes. El pensamiento dominante trata de que no sólo el Dios cristiano, sino también el Dios de la religión natural, llegue a ser para la ciudadanía algo que no cabe nombrar. Sin embargo, nuestra Constitución ha previsto cooperar con religiones que hablan de Dios. Los poderes públicos deben garantizar no reprimir ni menos aún obligar a recluir la religión al ámbito de lo privado. Cualquier prohibición −de hecho o de derecho− de las manifestaciones externas de la religión se debe considerar contraria a la letra de la Declaración de los Derechos Humanos y de la Constitución Española. No es misión del Estado laicizar la sociedad.
Los constitucionalistas contemporáneos −copio de una Revista prestigiosa− suelen poner el límite del orden público en el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad de religión −y de otros derechos− se puede interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia religiosa.
Como se ve, difícilmente se pueden justificar a la luz de la Declaración de los Derechos Humanos una actitud del Estado en que se prohíba el uso de signos distintivos de una religión, como el crucifijo o el velo en las mujeres musulmanas. También se pueden considerar protegidas por el derecho a la libertad religiosa otras manifestaciones, como la difusión de la propia religión ante otras personas, la propaganda siempre que sea respetuosa, o las manifestaciones colectivas como las procesiones, peregrinaciones y similares. El Estado que garantice a sus ciudadanos el ejercicio de la religión en todas sus manifestaciones sigue siendo, por ello, plenamente independiente de la influencia religiosa.
La libertad es un gran bien del hombre pero −como escribió Leonardo Polo− que seamos libres no depende exclusivamente de nosotros, sino de las ocasiones de ser libres que nos da la realidad con la que nos relacionamos, siéndolo tanto más cuanto más magnánimos seamos nosotros y aquellos que conducen la sociedad. Sabemos muy bien que la religión del laicismo es un corsé que aprisiona a personas y a sociedades intermedias porque, so capa de igualitarismo, impone dogmas en las materias más sensibles, tales como libertad religiosa, libertad escolar, la máxima libertad sanitaria posible, libertad de expresión. Ahora mismo, la posible supresión del distrito único escolar supondrá la anulación −si es que les es posible− de la sustancia del artículo 27 de nuestra Carta Magna.
Por el contrario, la laicidad supone mutuo respeto entre Iglesia y Estado fundamentado en la autonomía de cada parte. Precisamente esa laicidad hace posible la cooperación del Estado. Por tanto no puede equivaler a hostilidad ni a indiferencia por ninguna de las partes.
Pablo Cabellos Llorente
Fuente: Las Provincias.