Hubo un tiempo en que los grandes conceptos de la Navidad parecían demasiados elevados al pueblo cristiano para entenderlos y vivirlos: intercambio, admirable comercio de la Encarnación, desposorio con la humanidad, etc.
Aquello había que visualizarlo de algún modo, dramatizarlo. Sólo así se vería y conmovería, movería el sentimiento. Esto va a ocurrir en la Edad Media (con la devoción afectiva hacia Jesús). Se prestará más atención a la humanidad de Jesús para mover la afectividad: el pesebre, un Niño, unos pastores, etc. Hay que “ritualizar” la escena, que entre por los ojos y que dé devoción.
Comenzó la representación del Belén: S. Francisco de Asís lo representó en Greccio, en 1223. Despierta ternura y emoción.
Fue un modo de poner al alcance del pueblo sencillo lo histórico, lo que pasó aquella noche, que llega hasta nosotros. Luego la religiosidad popular fue enriqueciendo esto: la construcción de belenes llenos de detalles y personajes, los villancicos populares, los regalos, el beso a la imagen del Niño Jesús, el árbol de Navidad y los adornos navideños.
Todo esto tiene un sello medieval que dura hasta hoy. Es una ayuda enriquecedora, pero debe brillar el verdadero núcleo: la liturgia, sus textos, sus lecturas bíblicas, su bella solemnidad, sus grandes contenidos teológicos y espirituales… no vaya a ser que la liturgia la empobrezcamos dando solamente relieve a esas expresiones bonitas de la piedad popular. Cada cosa tiene su momento.
Publicar un comentario