Le tengo afición al despacho parroquial, qué le vamos a hacer. Me encuentro cómodo y ya que estoy bien en su mesa, dejo abierta la puerta por si acaso.
Esta mañana tonta de lunes, día de los santos inocentes, en medio de las fiestas de la Navidad, llevo en el despacho desde las 8:30 h. Papeles que ordenar, correos que responder, pasar algunas partidas, solucionar pequeñas cosas… El caso es que cuando escribo esto son casi las dos de la tarde. ¿Ha merecido la pena estar en el despacho la mañana?
Creo que sí.
Ha merecido la pena por A., que ha pasado para contarme que acaba de fallecer su madre, y que, por encima de lo que haya querido tratar con un servidor, es caso es que yo estaba y se ha podido desahogar un rato.
O por B., que pasaba por la calle, ha visto la puerta abierta y ha aprovechado para hablar del bautizo de sus dos gemelitos.
He estado un rato con C., usuario del economato, que anda con problemas y que no le es fácil contar tantas cosas a los voluntarios y quería antes hablarlas conmigo.
Dos personas han entrado a confesarse.
Un rato he bajado a la capilla de la adoración perpetua porque me han avisado a última hora de que un responsable de turno había tenido que marchar a urgencias. Al poco rato una persona recién llegada ha cubierto la hora.
Y justo ahora, cuando quería contar la mañana, han venido dos chicas jóvenes a entregar comida para el economato.
Una mañana cualquiera de un día cualquiera. Sigo pensando que echar horas en el despacho tiene su sentido, y con estas líneas solo quiero animar a los compañeros a que intenten hacer en el despacho todas esas cosas que al cabo de día tenemos que sacar adelante: papeles, certificados, preparar homilías, leer, estudiar, mandar correos. El despacho abierto es toda una caja de sorpresas.
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