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(Ecl 24, 1-2.8-12) “Desde el principio, antes de los siglos, me creó”
(Ef 1,3-6.15-18) “Bendito sea Dios (…) que nos ha bendecido en la persona de Cristo”
(Jn 1,1-18) “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”
Jesús, a quien hemos contemplado en Navidad como un pequeño que no puede valerse por sí mismo y que fue bañado, vestido, abrazado, besado, criado y educado por María y José, esto es: un Jesús de carne y hueso, hombre verdadero, es la Palabra que originó todo lo que vemos y no vemos.
Jesucristo es Dios. No es un hombre tan sólo, ni siquiera un hombre excepcional o el más perfecto que haya existido, sino una criatura humana perfectísima que también es Dios, como declara el Símbolo Atanasiano. Jesucristo, el Hijo de Dios, vive desde siempre en el seno del Padre. Sólo desde esta filiación eterna se puede explicar la filiación terrena en el seno de María, como explicó S. Tomás de Aquino (S. III, q. 32).
“En el principio ya existía la Palabra…” Con la sencillez de unas líneas, S. Juan nos descubre el insondable misterio de Cristo. Orígenes pensaba que “sería necesario haber reposado sobre el pecho de Jesús, haber recibido a María por madre, ser un segundo Juan”, para calar todo el sentido de esta página incomparable. Y en su comentario a estos versículos, S. Agustín insiste en que “explicarlos supera a toda capacidad”, añadiendo: “No temo afirmar, mis hermanos, que ni el mismo Juan lo dijo como es, sino como pudo decirlo. Es un hombre el que habla de Dios. Dios le inspira, es verdad, pero no dejaba de ser hombre. La inspiración le hizo decir algo; sin ella, hubiera enmudecido del todo. No dijo todo lo que el misterio es, sino lo que puede decir el hombre”.
En el Discurso a Diogneto, atribuido a Cuadrato, se dice que “el Creador del Universo y Dios invisible, Él mismo hizo bajar de los cielos su Verdad y su Palabra santa e incomprensible y la aposentó en los hombres y sólidamente la asentó en sus corazones. Y eso, no mandándoles a hombre alguno como alguien pudiera imaginar, o a alguno de sus servidores o a un ángel…, sino al mismo Artífice y Creador del Universo”.
“La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”. El orgullo y la grandeza de Israel, el pueblo elegido por Dios, consistía en la viva conciencia de que la gloria del Señor habitaba en el Templo, sobre el Arca de la Alianza. La Encarnación nos dice que la humanidad de Jesús es el templo vivo de la gloria de Dios. Después de su Ascensión al Cielo, la divinidad y humanidad del Hombre-Dios moran allí donde sacramentalmente se conserva el pan transformado en su Cuerpo y Sangre, por eso llamamos a su morada tabernáculo, esto es, tienda de Dios que habita en medio de nosotros. No sabríamos lo que es la gratitud si no acudiéramos con la frecuencia y el fervor que nos sea posible a encontrarnos con Él en la Eucaristía.
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