“Había una profetisa Ana, hija de Fanuel, de Aser. Era una mujer muy anciana; de joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”. (Lc 2,36-40)
Primero fue el anciano Simeón.
Ahora es la anciana Ana.
El nacimiento de Jesús está señalado:
Por el comienzo de la vida.
Por el atardecer de la vida.
Yo diría que el nacimiento de Jesús está como marcado por la presencia de “los abuelos”.
No se dice mucho de ellos, pero lo suficiente como para valorarlos.
Simeón es el anciano, que a su vejez, nos presenta a Jesús “como luz de las naciones”.
Ana es la anciana, que en la sencillez y pobreza de su vida, nos da el ejemplo de la anciana piadosa.
Y sobre todo, la anciana que “hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén”.
Una anciana que vivió toda su vida piadosamente.
Posiblemente una anciana con muy pocos conocimientos.
Pero con un corazón enamorado religiosamente de Dios.
Un Dios a su manera.
Pero un Dios que llenó durante tantos años su viudez.
Viuda a los siete años de casada, no cayó en la desesperación y frustración.
Llenó el vacío de su marido con la experiencia de Dios.
Una experiencia que termina y florece con el encuentro con el Niño Jesús, que marca una nueva etapa de su vida.
Lucas tiene una frase que debiéramos destacar en la vivencia y experiencia de nuestros ancianos y abuelos.
Muchos de nosotros les debemos mucho.
Personalmente encuentro en Ana un símbolo de lo que fue mi abuela para mí.
Huérfano a los siete años, quedé bajo su amparo y cariño.
Una mujer pobre y curiosamente también ella “viuda”.
Que no sabía leer ni escribir, pero con gran corazón.
Y que, a pesar de su ignorancia, fue la sembró el sentido de Dios, de la oración y la honestidad en mi corazón.
Si mi vocación germinó en mi corazón se lo debo a ella.
Por eso, en mi Primera Misa en la aldea, la hice mi “madrina de Misa”.
Ana “habla a todos del niño”.
A mí me habló de Dios mi abuela.
Cuánto bien pueden hacer los ancianos,
Sobre todo ahora que los hijos apenas tiene padres porque trabajan.
Son ellos los que cuidan de los hijos.
Socialmente no producen nada.
Pero espiritualmente ¡cuánto les debemos!
También ellos están llamados a ser agentes de pastoral.
También ellos están llamados a anunciar el Evangelio.
Es posible que no nos lo puedan leer porque son analfabetos.
Pero lo llevan en su corazón.
Señor:
Bendice a nuestros ancianos en el atardecer de sus vidas.
Bendice a nuestros ancianos por el cariño que aun saben regalar.
Bendice a nuestros ancianos que han sembrado tu amor en nuestros corazones.
Te doy gracias por la abuela que me regalaste.
Te doy gracias porque muchas veces me exigía.
Te doy gracias porque, más de una vez, me castigó por mentir.
Te doy gracias porque, más de una vez, se privó de comer para que yo comiese algo.
Te doy gracias por todos los abuelos que también hoy “siguen hablando de Jesús”.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo C, Navidad
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