Homilía para el Segundo Domingo de Adviento C.
San Lucas, desde el inicio de su Evangelio, pone ante nuestros ojos por una parte a los poderosos de este mundo y por otra a los débiles y pequeños. La larga lista de personajes al inicio de este texto que se proclama, no es una simple demostración de erudición o una mera estrategia cronológica, su intención es colocar a Jesús frente a las potencias: El imperio Romano, representado por el Emperador Tiberio y el gobernador de Judea, Poncio Pilato; Herodes, su hermano Filipo, y también ante los jefes religiosos del pueblo hebreo, Anás y Caifás, su suegro, que aunque pontífice había sólo uno, todos sabían que el que mandaba realmente era el suegro, o mejor dicho, toda la familia. Estas tres potencias al fin se complotarán para hacer morir a Jesús. Es por eso que no podemos reducir, esta información, a unas coordenadas históricas y cronológicas, que obviamente, para los lectores poco conocedores de cuestiones bíblicas, también lo son, sin duda (coordenadas histórico-cronológicas).
Por parte de los pequeños está Juan, el bautista, P. Castellani dice: el Bautizador, que no vive en Palacios reales sino en el desierto. Este desierto simboliza los 40 años del Pueblo elegido en el desierto, y para describir la misión del Bautizador Juan utiliza la profecía de Isaías relacionada con el anuncio del fin del exilio en Babilonia.
Juan predicaba en el desierto de Judea, cerca de Jericó, no muy lejos de Qumrân. Ir de Jerusalén a Jericó en avión, hoy se hace en pocos minutos. Pero ir por tierra, en tiempo de Jesús, era una empresa. Hacía falta bajar varios cientos de metros, de la altura de Jerusalén hasta el nivel del Mar Muerto, utilizando senderos tortuosos a través de las majestuosas montañas de Judá, impresionantes por su nudosidad y peligros, porque cada curva era ideal para una emboscada. No sorprende entonces que, cuando Juan quiere llamar al Pueblo a la conversión, las palabras que le vienen a la cabeza son aquellas del Profeta Isaías: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos. Todo valle será llenado, toda montaña y colina abajadas. Los senderos tortuosos se enderezarán. Las calles deformadas se aplanarán; los pasajes tortuosos se volverán derechos y cada hombre verá la salvación de Dios” Este lenguaje imaginativo hablaba sin duda a su auditorio más que a nosotros.
Cuando nosotros hoy proclamamos estas palabras de Juan, le damos fácilmente un sentido figurado, esto es, que nosotros debemos enderezar nuestros caminos, que debemos corregir nuestra conducta, que debemos cesar de hacer el mal y ponernos a hacer el bien, etc. Todo esto está bien, evidentemente, pero no creo que sea esto lo que Juan intentaba decir. El Bautizador utiliza ciertamente este texto en el sentido que tenía en su contexto original, esto es la descripción del esposo que corre a través de las colinas para venir a reunirse con su amada, volando –en cierto sentido- por arriba de valles y colinas.
Por otra parte las primeras lecturas de la Misa nos ofrecen un sabor del todo terrestre. Nos recuerdan que nuestra fe no es una creencia desencarnada en un Dios lejano. Sino que es una fe encarnada, porque Dios se hizo carne, ha vivido nueve meses en el seno de María, y comenzó su ministerio treinta años más tarde, en un momento bien preciso e identificable de la historia, en un lugar particular.
Los hombres y las mujeres de hoy están frente a dos tentaciones: aquella de perderse en el goce de la creación, al punto de volverse esclavos y de olvidar a Dios; y aquella de querer perderse en Dios en una unión de tipo fusional, evitando la creación. Ceder a la primera tentación es locura, ceder a la segunda es ilusión.
La carta a los Filipenses, muy rica en su proclamación de la humanidad de Dios, nos enseña el verdadero camino a seguir, que es aquél del amor –el amor no solamente al prójimo sino a toda la creación, como nos recuerda el papa Francisco hablando de la ecología: “En mi plegaria pido que tu amor nos haga prodigar siempre más en el conocimiento verdadero y en la perfecta clarividencia que nos harán discernir lo que es importante”.
Como el esposo del libro de Isaías que corre al encuentro de su novia, con sus pies que se insinúan apenas en la cima de la montaña, precipitémonos al encuentro de Cristo que viene hacia nosotros, con toda la frescura de los corazones amantes y convertidos, tenemos ejemplos e intercesores: San Juan el bautizador y Santa María, la Inmaculada Señora nuestra del Adviento. Rellenemos los valles, dejemos de confiar en nosotros y dejémonos llenar de Dios, y abajemos las montañas, nuestro egoísmo y egocentrismo, el centro es Dios, y si Dios está en su lugar, entonces, el prójimo también. Entonces veremos la salvación de Dios, sin ella todo en nuestra vida es nada…
Publicar un comentario