(1 Re 17,10-16) "Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó"
(Hb 9,24-28) "Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos"
(Mc 12,38-44) "Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie"
(Hb 9,24-28) "Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos"
(Mc 12,38-44) "Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie"
Homilía en la Parroquia de San Rafael (11-XI-1979)
En la lectura a la Carta a los Hebreos...He aquí que Cristo, Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, entra en el santuario eterno «para comparecer ahora en la presencia de Dios a favor nuestro» (Hb 9,24). Entra para ofrecer continuamente por la humanidad el Sacrificio único, que ha ofrecido una sola vez “para destruir el pecado por el sacrificio de sí mismo” (Hb 9,26).
Todos nosotros participamos en este único Santo Sacrificio.
Todos nosotros tenemos parte en el único y eterno sacerdocio de Cristo, Hijo de Dios.
Todos nosotros tenemos parte en la misión sacerdotal, profética y real (pastoral) de Cristo, como nos enseña el Concilio Vaticano II; para que, ofreciendo junto con Él y por Él nuestros dones espirituales, podamos entrar con Él y por Él en el santuario eterno de la Majestad Divina, el santuario que Él ha preparado para nosotros como «casa del Padre» (Jn 14,2).
Para llegar a la casa del Padre debemos dejarnos guiar por la verdad, que Jesús ha expresado en su vida y en su doctrina. Es verdad rica y universal. Desvela ante los ojos de nuestra alma los amplios horizontes de las grandes obras de Dios. Y, al mismo tiempo, desciende tan profundamente a los misterios del corazón humano, como sólo la Palabra de Dios puede hacerlo. Uno de los elementos de esta verdad es el que parece recordarnos la liturgia de hoy con un acento especial:
“Bienaventurado los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos” (Mt 5,3).
Se puede decir que la liturgia de este domingo ilustra de manera especialmente sugestiva esta primera bienaventuranza del sermón de la montaña, permitiéndonos penetrar a fondo en la verdad que contiene. Efectivamente, nos habla en la primera lectura de la viuda pobre de los tiempos de Elías, que habitaba en Sarepta de Sidón. Poco después nos habla de otra viuda pobre de los tiempos de Cristo, que ha entrado en el atrio del templo de Jerusalén. Una y otra han dado todo lo que podían. La primera dio a Elías el último puñado de harina para hacer una pequeña torta. La otra echó en el tesoro del templo dos leptos, y estos dos leptos constituían todo “lo que tenía” (Mc 12,44). La primera no queda defraudada porque, conforme a la predicción de Elías, “no faltó la harina de la tinaja, hasta que el Señor hizo caer la lluvia sobre la tierra” (cfr. 1 Re 17,14). La segunda pudo escuchar las alabanzas más grandes de labios de Cristo mismo.
Mediante esas dos viudas se desvela el verdadero significado de esa pobreza de espíritu, que constituye el contenido de la primera bienaventuranza en el sermón de la montaña. Esto puede sonar a paradoja, pero esta pobreza esconde en sí una riqueza especial. Efectivamente, rico no es el que tiene, sino el que da. Y da no tanto lo que posee, cuanto a sí mismo. Entonces, él puede dar aun cuando no posea. Aun cuando no posea, es por lo tanto rico.
El hombre, en cambio, es pobre, no porque no posea, sino porque está apegado -y especialmente cuando está apegado espasmódica y totalmente- a lo que posee. Esto es, está apegado de tal manera que no se halla en disposición de dar nada de sí. Cuando no está en disposición de abrirse a los demás y darse a sí mismo. En el corazón del rico todos los bienes de este mundo están muertos. En el corazón del pobre, en el sentido en que hablo, aun los bienes más pequeños reviven y se hacen grandes.
Ciertamente en el mundo mucho ha cambiado desde que Cristo pronunció la bienaventuranza de los pobres de espíritu en el sermón de la montaña. Los tiempos en que vivimos son bien diversos de los de Cristo. Vivimos en otra época de la historia de la civilización, de la técnica, de la economía. Sin embargo, las Palabras de Cristo nada han perdido de su exactitud, de su profundidad, de su verdad.
Más aún, han adquirido un nuevo alcance.
Hoy no sólo es necesario juzgar con la verdad de estas Palabras de Cristo el comportamiento de una viuda pobre y de sus contemporáneos, sino que es necesario juzgar con esta verdad todos los sistemas y regímenes económico-sociales, las conquistas técnicas, la civilización del consumo y al mismo tiempo toda la geografía de la miseria y del hambre, inscrita en la estructura de nuestro mundo.
Y así, como en los tiempos del sermón de la montaña, También hoy cada uno de nosotros debe juzgar con la verdad de las Palabras de Cristo sus obras y su corazón.
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