2 de noviembre.

El Buen Pastor, s. II/III. Catacumbas de Priscila. Roma.

El Buen Pastor, s. II/III. Catacumbas de Priscila. Roma.



Conmemoración de todos los fieles difuntos 2014.-


En esta semana, en una misa que celebro, a veces, temprano me hicieron una pregunta, a la cual respondí aludiendo a la pintura paleocristiana, de las catacumbas de Priscila en Roma: El buen Pastor. Las catacumbas son, para los primeros cristianos, más un lugar de fe y esperanza en el culto a los difuntos, que un lugar para celebrar la eucaristía, como vulgarmente se cree.


Desde que el hombre existe se ha preocupado de sus muertos buscando dar una suerte de segunda vida mediante sus cuidados y solicitud. Así en el mundo de los muertos se conservó de algún modo su pasado de vivientes; la muerte conservó lo que la vida no podía. Cómo han vivido los hombres, que cosas amaron, qué han temido, qué han esperado y que han detestado, en ninguna parte lo descubrimos tanto como en las tumbas, que nos han quedado como un espejo de su mundo. Y en ningún lado sentimos la cristiandad antigua tan cercana y presente como en las catacumbas: cuando caminamos en sus oscuros corredores es como si nosotros mismos hubiésemos superado la línea del tiempo y fuéramos cuidados por aquellos que allí han custodiado su dolor y su esperanza.


¿Por qué es así? Puede haber muchos motivos; pero el más decisivo es que la muerte nos preocupa hoy exactamente como entonces, y también si muchas cosas de ese tiempo ahora son extrañas, la muerte permanece la misma. En las inscripciones frecuentemente torpes que los padres han dedicado a sus hijos o conyugues unos a otros, expresan dolor y confianza, allí tal vez nosotros nos podemos reconocer. Todavía más: delante a la oscura pregunta por la muerte todos buscamos un apoyo que nos deje esperar, un signo que nos indique el camino, un consuelo. Quien recorre las galerías de las catacumbas, no está solo envuelto en la solidaridad de todo el dolor humano que ahí encuentra expresión: no puede tomar sólo la melancolía de lo que pasó, puesto que a su vez está sumamente embebida, hasta las raíces, de la certeza de la liberación. Esta calle de la muerte es en realidad una vía de la esperanza que aquí habla con todas las imágenes y palabras.


Con todo esto, sin embargo, se ha dicho muy poco de nuestro comportamiento ante la muerte, ¿por qué tenemos miedo a la muerte? ¿Por qué la humanidad no se ha resignado nunca a creer que más allá de ella esté solamente la nada? Hay muchos motivos. Sobretodo nosotros tenemos miedo a la muerte porque simplemente tenemos temor a la nada, de esa partida a lo totalmente desconocido. Nos revelamos contra ella porque no podemos creer que todo lo grande y sensato que se haya realizado en una vida, deba imprevistamente precipitarse a la nada. Nos defendemos de ella, porque el amor exige eternidad y porque no podemos aceptar la destrucción del amor que la muerte porta consigo. La tememos porque ninguno puede quitarse completamente la sensación que sea un juicio, que al aproximarse hace crecer, sin ningún atenuante, la memoria de nuestros fallos, que, de costumbre, sabemos rápidamente quitar, justificándonos y repartiendo culpa (mejor a los demás, que a nosotros mismos). La cuestión del juicio ha dejado su impronta sobre la cultura sepulcral de cada época (ahora como no se asume la culpa y se huye de las situaciones, se crema, la ausencia de sepulcro también explica cosas). El amor, que circunda al muerto, debe protegerlo; el hecho que tanta gratitud lo acompañe no puede permanecer sin efecto sobre el juicio; así piensan los que tienen un sano culto a los difuntos.


Hoy, empero, nos hemos vuelto racionales, o al menos así pensamos. No nos contentamos con algo vago, queremos precisión. Por eso a la cuestión de la muerte no se quiere responder con la fe, sino a partir de conocimientos verificables, empíricos. Se han estudiado científicamente a aquellos que han vuelto de la muerte, sus experiencias (recordemos Sueiro). A veces este cientificismo hace recaer en lo arcaico, en un espiritismo más o menos enmascarado en forma científica, en el deseo de un contacto directo con el mundo de más allá la muerte. Pero aquí también las prospectivas son oscuras. En efecto lo que se puede encontrar es el duplicado de esta vida terrena, pero, ¿qué sentido tendría vivir sin lugar y sin fin en este mismo modo? Sería una descripción del infierno. Una segunda vida que sea simplemente el duplicado de aquella vivida hasta aquí pero sin más términos temporales, sería la condenación para siempre. Nuestra vida terrena tiene sus límites temporales para que la podamos soportar, expuesta a la eternidad sería muy pesada tal como es. ¿Pero entonces qué sucede? No queremos la muerte y la vida que conocemos vemos que no puede ser para siempre, entonces ¿el hombre es un error de la naturaleza?


Caminemos una vez más con estas preguntas en el corazón de las catacumbas. Sólo el que puede reconocer una esperanza en la muerte, puede vivir una vida a partir de la esperanza. ¿Qué cosa les dio a los hombres, que han dejado en las catacumbas los signos de su fe, la posibilidad de tener una confianza tan trasparente que nos interpela todavía? Ante todo ellos estaban completamente convencidos que el hombre, tomado por sí mismo, limitado exclusivamente a su dimensión empíricamente percibible, no tiene ningún sentido. Si ya en esta realidad temporal el aislamiento es mortal y solo el estar en relación, el amor, nos sostiene, entonces la vida eterna pude tener sentido solo en una totalidad de amor completamente nueva, que supere toda temporalidad. Desde el momento que los cristianos de entonces sabían esto, veían también que el hombre es explicable solamente si existe Dios. Si existe Dios: para ellos este “sí” condicional no era condicional, en esto está la solución. Dios había salido de su lejanía, trascendencia, y entró en su vida y les decía: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). El temor del juicio era iluminado por lo que Jesús dijo desde la cruz al ladrón crucificado con Él: “hoy mismo tu estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Dios no era un “si” lejano sino que estaba allí. Estaba en serio. Se había mostrado y era accesible.


Entonces todo se resuelve enseguida. Si Dios existe y si este Dios ha querido y quiere al hombre, entonces es claro que su amor puedo eso que nosotros deseamos: tener en vida al amado más allá de la muerte. Nuestros cementerios, con sus signos de afecto y apego, son propiamente tentativas del amor de tener amarrado al otro, de darle todavía un poco de vida. Y de alguna manera vive en nosotros no él mismo sino algo de él. Dios puede más, no sólo tener recuerdo, pensamientos de los otros sino tenerlos a ellos mismos.


Debemos apegarnos a lo que es eterno, de modo de pertenecer a lo eterno y participar de su eternidad. Estar unidos a la verdad es pertenecer así a eso que no puede ser destruido; todo se vuelve ahora plenamente real y cercano: permanezcamos unidos a Cristo, Él nos sostiene a través de la noche de la muerte que el mismo atravesó. Así la inmortalidad adquiere sentido. Ella no es entonces una infinita copia del presente tiempo, sino que es algo completamente nuevo, es realmente nuestra eternidad: estar en las manos de Dios y entonces ser una sola cosa con los hermanos todos que Él ha creado por nosotros, una sola cosa con la creación. Sólo esta es la verdadera vida, que ahora podemos mirar como sumergidos en la neblina, ayer y hoy, que meditamos en el misterio de la comunión de los santos. Dios se mostró en Jesucristo que es el camino la verdad y la vida, la vida verdadera.


Recemos por la purificación de nuestros seres queridos difuntos hoy y siempre en la fe de la Iglesia.


Hemos comenzado recordando la imagen funeraria del buen Pastor, a la cual guía nos podemos confiar sin temor, porque Él conoce el camino, también a través del oscuro valle de la muerte. “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar… Si debo andar en medio de las sombras de la muerte nada temo, porque tú vas conmigo…” (Sal 22, 1. 4).


Que María santísima nos ayude a vivir siempre inmersos en la comunión de los santos viviendo en plenitud nuestra vocación cristiana.


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