Las figuras del Adviento se suceden con una gran lógica interna: El centinela, que vigila en la noche; el heraldo, el mensajero que anuncia la llegada del Señor; el testigo, que no es la luz pero que apunta a la luz y, finalmente, la Virgen Madre, la señal de que Aquel a quien esperamos, consustancial con nosotros en su humanidad, porta consigo la novedad de Dios, ya que es el Hijo de Dios hecho hombre.
Jesús fue engendrado del Padre, antes de los siglos, en cuanto a la divinidad y engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto la humanidad, como define el concilio de Calcedonia. El es, en verdad, el Emmanuel, el Dios con nosotros y la Virgen es, por esta razón, la Madre de Dios.
Ya en la antigüedad los cristianos se encomendaban a su intercesión: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!”, reza esta bella oración que se encuentra en un papiro de finales del siglo III.
María es como una segunda Eva, nacida sin mancha de las manos de Dios. “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28), le dice el ángel Gabriel. El Nuevo Testamento, el Evangelio, es Buena Noticia, palabra de gozo, anuncio de salvación. María es invitada a alegrarse como la hija de Sión porque Dios viene a salvar a su pueblo.
La Virgen “comunica alegría, confianza, bondad y nos invita a distribuir también nosotros la alegría” (Benedicto XVI). Nos invita a ser, como el ángel, mensajeros de la Buena Noticia, llevando la alegría a los demás. Dios no está lejos, ni nos ha olvidado. Él está muy cerca, nos sale al encuentro en Jesús, el Hijo de María.
“No temas”, le dice también Gabriel. La alegría de la proximidad de Dios disipa el temor, el miedo, la angustia y las inseguridades que tantas vences nos invaden y nos atenazan. Pase lo que pase, Dios está cerca. Pase lo que pase, María es nuestra Madre.
La Virgen contestó: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Con esta respuesta, María indica lo que es verdaderamente importante: hacer la voluntad de Dios. Ese es el camino de la dicha, de la bienaventuranza: Dichoso el hombre cuyo gozo es la ley del Señor, dice el Salmo 1. Como a su Madre, Dios nos llama a la felicidad, a la bienaventuranza: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5,12).
A Ella, causa de nuestra alegría, nos dirigimos con las palabras de una de las antífonas que se cantan al final de la Liturgia de las Horas: “Madre del Redentor, virgen fecunda, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar, ven a librar al pueblo que tropieza y quiere levantarse. Ante la admiración de cielo y tierra, engendraste a tu santo Creador, y permaneces siempre virgen. Recibe el saludo del ángel Gabriel, y ten piedad de nosotros, pecadores”.
Guillermo Juan Morado.
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