31 de diciembre.

Lecturas para la fiesta de La Sagrada Familia: Jesús, María y José – Ciclo B

Domingo, 31 de diciembre de 2017

Primera lectura
Lectura del libro del Eclesiástico (3,2-6.12-14):

Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.

Palabra de Dios

Salmo
Sal 127

R/. Dichosos los que temen al Señor
y siguen sus caminos

Dichoso el que teme al Señor,
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.

Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa; tus hijos,
como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.

Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.

Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (3,12-21):

Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y celebrad la Acción de Gracias: la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.

Palabra de Dios

Lectura del Santo Evangelio según san Lucas (2,22-40):

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor. (De acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

Palabra del Señor

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Homilía para la Fiesta de la Sagrada Familia 2017

No lo recordaremos nunca suficientemente. San Lucas no es un periodista sino un teólogo. No es necesario leer estos dos primeros capítulos de su Evangelio como bellos relatos edificantes, si no que partiendo de hechos concretos debemos tratar de desentrañar el sentido teológico escondido por la gracia de la inspiración y de la revelación. De todos los evangelistas, Lucas, es el que menos se interesa por las prácticas hebreas, que por lo demás no parece conocer muy bien. Lo que sí es cierto es que no es necesario detenerse en las descripciones rituales de la presentación del Señor y de su madre al Templo. Lo que es central son las personas que aparecen en la escena.

En realidad en su primer capítulo nos presenta diversas “parejas”. Inicialmente estaba la pareja: Zacarías-Elizabeth, de la cual nació san Juan Bautista, después, algún teólogo se permite decir, la pareja: Espíritu Santo-María, porque María concibió por obra del Espíritu Santo, después entonces la pareja: María-José, que van a presentar su hijo al Templo. Hay también otros binomios, los cuales, aunque, evidentemente, no son “parejas”, son grupos de dos, cuyos miembros se completan y están ligados el uno al otro por su vocación o su misión. Se trata de Juan Bautista y Jesús, que se encuentran ya en el seno materno, así como Simeón y Ana, que se encuentran los dos en el Templo, con la misma fe y la misma espera. Se podría agregar el grupo de dos: padre-hijo de la primera lectura de la misa de hoy.

San Lucas establece un parangón, y también una cierta oposición entre la pareja Zacarías-Elizabeth, que se coloca al final del Antiguo Testamento, del cual es símbolo la fe vacilante de Zacarías, llena de interrogantes, y la pareja María-José, humildemente fieles a la Ley, y sobre todo abiertos al Espíritu. Tras las dos parejas se encuentran los dos viejos, Simeón y Ana, en los cuales se encarna toda la “espera” fiel del Antiguo Testamento. Ellos están propiamente en el punto de ruptura. El lugar de la teofanía no es más el Templo, sino la persona de Jesús. Las promesas hechas a la familia de Abraham y a sus descendientes, después a David y a su descendencia, Israel, están ya cumplidas. Ellas no están más hechas para una familia particular, sino para la familia de las naciones.

Con Jesús la familia adquiere un nuevo sentido. No es más, para cada uno de los miembros que la forman, el corazón del mundo, al cual todo debe estar ligado y referido. La familia en Jesús se ha abierto de par en par. Es el lugar de donde se sale para entrar en el mundo –un lugar de paso y de iniciación al universo. Es la espada que atraviesa el corazón de María. Su corazón estará dividido: al hijo lo pierde cuando escapa al Templo, a la edad de doce años, o cuando lo deja, cerca de la edad de treinta años, cuando sale a predicar, también cuando es viuda, y al fin cuando se deja crucificar. Este corazón roto sana inmediatamente en el amor universal que comparte con el Hijo.

Se sabe muy poco sobre la Sagrada Familia, excepto que era pobre. José era un simple obrero (la palabra griega “Tekton” significa más bien un hombre “que hace de todo” -en España “manitas”; en Argentina alguien que “se da maña”- más que un carpintero en el sentido estricto. Al presentar a su hijo al templo, no llevan el cordero de los ricos, sino las tórtolas de los pobres. Y esta pobre familia (bienaventurados los pobres, dirá Jesús) se abrirá de forma rápida, en el sentido más positivo de la palabra “éclater” como una flor que se abre desplegando sus pétalos para abrirse a la gran familia de los discípulos de Jesús, la gran familia de las naciones: “quiénes son mi madre, quiénes son mis hermanos… aquéllos que escuchan mis palabras y las practican”.

¿No hay aquí un mensaje importante para nuestro tiempo? Donde, mientras la familia se va desintegrando en otro sentido, más bien negativo, y frecuentemente se rechaza formar una, contemporáneamente un viento de cerrazón sobre uno mismo sopla sobre los grupos humanos, en todos los niveles. ¡Cuánta gente sola! Y, por tanto cuántas sociedades solicitarías y aisladas, perdiendo características del ser plenamente humano a imagen de Jesús, capaz de compartir, capaz de ofrendarse.

Jesús de Nazaret nos enseña que la familia es un lugar de formación esencial e indispensable, pero ella cumple bien su rol cuando genera «sociedad» en la gran familia de las naciones, cuando en lo social se nota lo adquirido en el seno del que procede: individuos empapados de los valores del Evangelio.

El 4 de enero de 1964 el beato Pablo VI peregrinó a Nazaret, de aquella visita, quedaron en el Oficio de Lectura de esta fiesta, en la Liturgia de las horas, unas palabras profundas y sentidas que queremos recordar hoy, y algunas más que no vienen en el Oficio. Por la acción eficaz de la liturgia, nos hacemos presentes en ese lugar, como en una peregrinación mística a Nazaret y contemplamos el misterio de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, decía el beato papa: «Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio. Aquí se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios… Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar. Aquí se aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo. Aquí se comprende la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla. Todo tiene un sentido. Todo tiene una doble significación: una exterior, la que los sentidos y las facultades de percepción inmediata pueden sacar de la escena evangélica, la de aquéllos que miran desde fuera, que únicamente estudian y critican el vestido filológico e histórico de los libros santos, la que en el lenguaje bíblico se llama la “letra”, cosa preciosa y necesaria, pero oscura para quien se detiene en ella, incluso capaz de infundir ilusión y orgullo de ciencia en quien no observa con el ojo limpio, con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior el aspecto fenoménico del Evangelio, el cual concede su impresión interior, es decir, la revelación de la verdad, de la realidad que al mismo tiempo presenta y encierra solamente a aquéllos que se colocan en el haz de luz, el haz que resulta de la rectitud del espíritu, es decir, del pensamiento y del corazón… Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde, sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior de la divina verdad!
Pero nuestros pasos son fugitivos; y no podemos hacer más que dejar aquí el deseo, nunca terminado, de seguir esta educación en la inteligencia del Evangelio. Pero no nos iremos sin recoger rápidamente, casi furtivamente, algunos fragmentos de la lección de Nazaret.
Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología.
Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del “Hijo del Carpintero”, cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin».

Sagrada Familia de Jesús, María y José: antes que la Eucaristía termine y volvamos de esta peregrinación mística a Nazaret a nuestra vida cotidiana, te encomendamos a nuestra familia, la de la sangre y los parentescos políticos aunque no nos relacionemos óptimamente con todos y cada uno de sus integrantes bendícelos, bendice también a la familia que adoptamos o nos adoptaron, bendice a la familia extendida de los verdaderos amigos y a aquella, en lista de espera, de los conocidos y sobre todos haznos buenos alumnos de Nazaret para que comprendamos que la Iglesia es una verdadera familia, la familia de Jesús, familia de aquellos que escuchan la Palabra de Cristo y procuran vivirla. Amén

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