Un tema magnífico para reflexionar, nunca lo he hecho ni en mis libros ni en este blog, es el del clérigo que pierde la fe. Una cosa es el sacerdote pecador, pero que cree. Y otra muy distinta es el sacerdote que ha perdido la fe.
No dudo de que, en la mayoría de los casos, esa pérdida de fe ha ido precedida de una traición moral que durante años ha socavado los fundamentos de ese acto de fe. Pero pueden darse otros casos en los que no haya tanta malicia moral y que ese hundimiento se deba, más bien, a una cuestión intelectual.
Además, caben todas las combinaciones posibles. Es decir, sin duda, se han dado casos de presbíteros ancianos, buenas personas, que tras una vida no excesivamente pecadora, se han encontrado con que les ha faltado la fuerza de la fe.
Repito que doy por supuesto que casi siempre esta erosión de los pilares de ese acto de creer se debe al pecado reiterado grave que se convierte en vicio. Pero puede hacer otros casos más interesantes por la bondad de la persona y la edad avanzada tras una vida de servicio a Dios. Tremenda situación solo comparable a la de un hombre al que, de pronto, se le hunde el suelo bajo sus pies.
Unamuno divagó sobre este asunto en una de sus novelas. Pero ese título me defraudó totalmente cuando lo leí. Unamuno no es, ni mucho menos, Pío Baroja a la hora de describir psicologías. Incluso Blasco Ibáñez le da mil vueltas como novelista.
Voy a meditar sobre este tema y espero escribir algún post más. Es un tema que constituye un abismo personal para el que lo sufre. Hay simas en la tierra y hay simas en las almas. Algunas almas se convierten enteras en un abismo.
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