Homilía para el XIV domingo durante el año C
En el Evangelio, tenemos dos versiones del mandato misionero de Jesús: el primero, común a los tres Evangelios sinópticos, se dirige a los Doce Apóstoles, el otro, más largo, que hemos proclamado, y es propio de san Lucas, se dirige a los setenta y dos discípulos.
Jesús quiere que todos los misioneros – todos sus discípulos – sean auténticos peregrinos, es decir, personas que están totalmente comprometidos con su misión, que vayan derecho por el camino, mirando hacia adelante, sin dejarse distraer por todo lo que puedan encontrar interesante en el sendero: “No lleven dinero, ni alforja, ni sandalias, y no se detengan a saludar en el camino.”
La persona que llegó a esta libertad interior, que se reconcilió con su propia pobreza, es una persona llena de paz, por lo tanto puede transmitir paz a los demás. “En cualquier casa donde entren, primeramente digan: Paz a esta casa, si hay un amigo de la paz, su paz reposará sobre él, de lo contrario, se volverá a ustedes”. La Paz se comparte entre personas libres. Quien no tiene esta libertad, quien sigue siendo un esclavo de sus deseos es a menudo una fuente de tensiones, si no de conflictos.
Pablo fue uno de estos peregrinos, uno de los más pobres. A diferencia de todos los demás apóstoles, Pablo parece que nunca ha tenido en la cabeza la idea de una iglesia local. Ha fundado varias, pasando constantemente de una a otra, poniendo a otras personas a la cabeza de las comunidades fundadas por él, va directamente a otra misión. Se basa en su amor por Cristo y el amor de Cristo por él, como en su voluntad de sufrir por Cristo, amó hasta el punto de ser capaz de decir: “Que la cruz de nuestro Señor Jesucristo sea mi solo orgullo“.
Este mensaje se aplica no sólo a los predicadores del Evangelio, sino a todos los discípulos, entre ellos ustedes, los fieles laicos. Recordemos que en el Evangelio del domingo pasado Jesús pidió un desprendimiento radical de todo el que quisiera seguirlo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos, en cuanto a ti, ve y anuncia el Reino de Dios” Para estar arraigado – arraigado en Cristo – es necesario estar libre de otros ataduras. Esta es la vocación no sólo de aquellos que están llamados a predicar la Buena Nueva, de los ascetas que están llamados a vivir en soledad, y de todo bautizado llamado a ser discípulo y misionero.
Al principio de su santa Regla san Benito habla de las diversas categorías de monjes. Menciona los cenobitas (los que practican la vida en común) y para quien escribió su Regla y los ermitaños, por los que tiene un gran respeto cuando son genuinos. También habla de “girovagos”, una palabra que se refiere a las personas que pasan constantemente de un lugar a otro, impulsadas no por el Espíritu de Dios, sino por sus caprichos e instintos.
Pero hay una diferencia radical entre los girovagos mencionados por Benito y los peregrinos. Mientras que un giróvago es desarraigado, y por lo tanto no puede crecer, el auténtico peregrino es una persona arraigada. O bien tiene una casa de la que parte y a la que regresará al final de su peregrinación, o, si adoptó una vida de peregrino perpetuo (que fue la primera forma de monacato cristiano en Siria), encontró suficientes raíces en su interior para apoyarse en otras raíces geográficas y culturales. Si la “estabilidad” en un lugar y una comunidad es importante, la dimensión característica del caminante espiritual continúa siendo esencial para el bautizado.
Este mensaje puede parecer un poco austero. Pero en este compromiso con la persona de Cristo y con la misión recibida de él, es también una profunda alegría – una alegría que está en proporción de la radicalidad en el don de sí mismo. Esto se expresa bien en la primera lectura, tomada del libro de Isaías, en Jerusalén, figura de Cristo se describe en términos muy tiernos como una madre amorosa que alimenta a sus hijos de su pecho, los lleva en sus brazos y acaricia en su regazo.
San Gregorio magno tiene palabras duras con nosotros sacerdotes, pero que nos sirven a todos los bautizados para comprender la importancia de la predicación y sobre todo de la necesidad de esta, dice Gregorio, en Hom., 17, 1-4.7 s. (Lezionario “I Padri vivi” 184): “Escuchemos ahora que cosa dice el Señor a sus predicadores: “la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rueguen entonces al señor de la mies, que envíe operarios a su mies,” (Lc 10, 2). La mies es mucha, pero los trabajadores son pocos. No lo podemos decir sin amargura. Son muchos aquellos que están dispuestos a escuchar, pero pocos a predicar. El mundo está lleno de sacerdotes pero en la mies es difícil encontrar un trabajador, ¿por qué hemos aceptado el oficio sacerdotal, pero no hacemos el trabajo de nuestro oficio? Pero reflexionen, reflexionen, hermanos, en las palabras: “recen al señor de la mies, que envíe trabajadores a su mies”. Recen por nosotros, para que podamos trabajar adecuadamente para ustedes, para que nuestra lengua no desista de exhortar, porque, después de haber tomado el oficio de la predicación, nuestro silencio no nos condene. Frecuentemente la lengua calla por culpa de los predicadores; pero sucede otras veces que calla por culpa de quien debe escuchar. A veces la palabra falta por la maldad del predicador, como dice el salmista: “Dios dice al pecador: ¿por qué osas hablar de mi justicia?” (Sal 49, 16); y a veces el predicador está impedido por culpa de los que escuchan, como en Ezequiel: “Y haré que tu lengua se te pegue al paladar y enmudecerás, y no serás para ellos el hombre que reprenda, porque son una casa rebelde.” (Ez 3, 26). Como si dijese: Te quito la palabra, porque un pueblo rebelde, que me exaspera con sus acciones, no es digno que se les enseñe la verdad. No es fácil, entonces, discernir por culpa de quien es quitada la palabra al predicador; pero es cierto que el silencio del pastor, si a veces es dañoso al mismo pastor, al rebaño siempre es dañoso...”
La mies es mucha. Como Jesús nos pidió, roguemos al Señor de la mies que envíe obreros a su viña. Por encima de todo, cultivemos en nosotros la pobreza, el desprendimiento y la libertad que requiere toda persona que ha sido llamada y enviada a una misión. Que todos escuchemos y prediquemos la palabra, con María santísima lo pedimos humildemente.
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