1 de junio.
SAN JUSTINO
(† 166)
San Justino, hombre de su tiempo, fue filósofo, santo y mártir. Tres dimensiones de la vida humana, cada una de las cuales es suficiente para dignificarla si se realiza con plenitud, conciencia y autenticidad. San Justino cumplió con las tres. Como filósofo, amó la verdad y se entregó a su estudio; como santo, respondió con virtudes a la gracia suficiente, difundiendo la verdad con el ejemplo de su vida tanto o más pulcramente que con sus escritos, con ser éstos, en la opinión de algunos críticos, muy bellos. Su estilo literario es, a decir verdad, harto discutible; su estilo de vida es, sin lugar a dudas, admirable. Como mártir, confesó con valentía y serenidad, pero sin jactancia, su fe en Jesucristo, negándose a sacrificar a los ídolos.
Había nacido en Flavia Neápolis, en los primeros años del siglo II. Flavia Neápolis es la moderna Naplusa, Nabulus o Nablus. El nombre se lo dio a la ciudad Flavio Vespasiano al apoderarse de ella el año 72. El nombre samaritano primitivo fue Siquem; estaba considerada corno uno de los puntos más fértiles y hermosos de la Palestina central. Ciudad ancha y fecunda, centro de heredades bíblicas, granero y fortaleza. Veinticinco mil habitantes cuenta. En el siglo II, cuando San Justino nace, se mezclan judíos de origen, resentidos y torvos, con colonos paganos, orgullosos, privilegiados y en expectativa.
El nombre Justino, aunque de clara ascendencia samaritana, no engaña a los naturales. Denuncia el origen de la tierra, pero no supone ascendencia judía del linaje. Abuelo y padre de Justino fueron, a buen seguro, gentiles. Nuestro Santo parece tenerlo a gala, fundándose en la mejor disposición que muestran los paganos en abrazar la fe de Cristo y en la más firme voluntad para defenderla que la que demostraban los judíos.
San Justino parece como un primer anuncio de San Agustín. Su itinerario intelectual es muy semejante, y representa entre los apologetas lo que San Agustín significará, con majestad, entre los Padres de la Iglesia.
De la corteza de la lengua griega pasa, afilándola, al corazón de las ideas, sin que las bellezas literarias, que le cantan al oído, le encanten o detengan en la penetración de la verdad,
Sigue en el estudio y en la persecución de la verdad el camino que le señala la sinceridad de la búsqueda. Lee y escucha a los estoicos, porque es el sosiego del alma lo que busca, y en ellos parece que podrá encontrarlo; pero no alcanza la paz consigo mismo porque algo más hondo le grita. Es el primer destello de Dios en el alma de Justino. Un Dios presentido y querido, que los estoicos no aciertan a escuchar. Después asistirá a las lecciones de los peripatéticos, pitagóricos y platónicos, sin que la inteligencia de sus textos ofrezcan al corazón de Justino el fervor que el corazón le pide, y sin que el corazón entregue a la inteligencia la claridad y el amor que solicita.
Lo que no consigue la ciencia de los sabios lo logrará el ejemplo, la constancia y la fortaleza de los humildes. Justino advierte en los mártires cristianos cómo la ciencia vana se transforma en sabiduría plena. Al profundizar en las razones misteriosas que ordenan la formación de ejércitos de mártires y la sucesión de los tiranos en los primeros siglos del cristianismo convendrá no echar nunca en olvido la gracia santificadora de los tormentos, derramándose por todos los miembros de los que buscan la verdad por caminos de buena voluntad. La persecución de Adriano y la divinización de Antinoo pudieron abrir, en invitación sobrenatural, los portones del alma de Justino a la recepción de la gracia de la fe. “Cuanto más se nos persigue —dice en el Diálogo con Trifón— tanto mas crece el número de los que se convierten a la fe por el nombre de Jesús. Nos sucede como con la cepa, a la que se podan los sarmientos que han dado ya fruto para que broten otros más vigorosos y lozanos. La viña plantada por Dios y por nuestro Salvador Jesucristo es su pueblo. No hay quien amedrente o reduzca a servidumbre a los que por todo el ámbito de la tierra creemos en Jesucristo.”
El fenómeno de la conversión del hijo de Presco a la gracia sobrenatural del cristianismo, algunos años antes de cumplir los cuarenta, la edad de la gracia natural del filósofo, que diría Platón, sólo se explica suficientemente por la virtud y eficacia misteriosa de la gracia divina, es cierto; pero en las galerías del alma de Justino oímos cómo discurren los pasos de la sinceridad, de la inteligencia, del ejemplo de los mártires en vida y en muerte, de la meditación silenciosa, de la vigilancia de las pasiones y, finalmente, de la lectura de los profetas. Estos pasos andados con humildad ensanchan su mirada y ahondan sus ecos hasta llegar a la fuente divina de la voz primera y esencial. En efecto, Justino abraza el cristianismo sin tener por ello que abandonar la filosofía, sin apagar sus fervores didascálicos, sin renunciar su pujante vitalidad, sin contradecir a la fe con la razón ni humillar a la razón con la fe.
Justino, convertido al cristianismo, no desfallece en la búsqueda iniciada de la verdad —conviene repetirlo— ni abandona la filosofía. Este es el alcance que hay que dar a muchas de sus frases entusiásticas y que, lejos de racionalizar la fe, lo que señalan es la posibilidad racional de alcanzarla y la injusticia que supone atacarla. La filosofía no depone contra la fe, sino que el vivir en la fe delata una excelsitud sobre el mero pensar filosófico. En San Justino la fe es siempre un don de Dios, original y sobrenatural. Se opera en Justino una transformación. Es como una elevación del sentido, como un ahondamiento por profundidades, como una transverberación de luces inéditas y sobrenaturales en la constelación intelectual de sus conocimientos anteriores. La conversión al cristianismo le ha enseñado para qué sirve la vida, le ha descubierto una nueva faz de la verdad, le ha iluminado y enfervorizado el anhelo. Lejos de despreciar lo sabido, lo tiene en más, como si el cristianismo fuera la coronación de todos los saberes, por su superación sobrenatural. “He procurado —dice al prefecto Rústico– adquirir conocimiento de todo linaje de doctrinas, pero sólo me he adherido a las doctrinas de los cristianos, que son las verdaderas, aunque no sean gratas a quienes siguen falsas opiniones.”
Antes de convertirse su alma era como un desierto, ahora es como una antorcha; y abre escuela en Roma para mostrar y demostrar que la filosofía o conduce a la fe en Jesucristo, Verdad verdadera, voz entre los ecos, plenitud de tiempo y verdades, o se convierte en retórica vana. Para nuestro Santo la verdad que persigue la filosofía es una fuerza luminosa y penetrante. Pero no por ello le entregará las llaves de la fe. Grande es, ciertamente, Sócrates —nos dice—; pero a Sócrates nadie le ha creído hasta el punto de dar su vida por mantener esta doctrina. Por la de Cristo, sí; dan su vida los filósofos, los sabios, los artesanos y los humildes. Y ésta es la doctrina a que aspiran los hombres: una verdad por la que valga la pena morir, si llega el caso.
San Justino sabe muy bien que no ha sido la filosofía la que le ha abierto el cielo de su alma, pero no ignora tampoco que la filosofía no es obstáculo para abrazar la fe, y defiende que una filosofía con fe es una filosofía auténticamente humana. San Justino se percató de que cabe hablar de una filosofía cristiana, pues la razón sólo engendra monstruos cuando con ella se comete la monstruosidad de oponerla a la fe en Cristo. Tan fuerte es esta convicción en San Justino que llega a considerar como un deber de filósofo cristiano el predicar la fe con los medios de expresión de que cada uno dispone y que resulten inteligibles y comprensibles. El se vale de expresiones platónicas. Sólo si algún filósofo arremete contra la fe en nombre de la filosofía impugnará al filósofo y a su filosofía. Justino es antes que nada el filósofo de la sinceridad en la búsqueda, de la autenticidad en la conducta, de la humildad en el hallazgo, del fervor en la predicación de su fe, del heroísmo en el testimonio de su creencia.
La vida de San Justino es un testimonio palpitante de cómo ha de vivir su fe un filósofo cristiano. Cierto que su tiempo no es el nuestro, ni su circunstancia la que hoy nos rodea, ni su estadio es como nuestro anfiteatro; pero no es menos cierto que la situación radical es y seguirá siendo análoga o muy semejante hasta el final de los tiempos. Más aún: San Justino conserva un no sé qué de modernidad palpitante para esta Europa lacerada.
San Justino despliega sus actividades con una sencillez, entusiasmo y sinceridad que sorprende. Como la bondad y la verdad son difusivas, y el consejo evangélico señala que la luz de la inteligencia ha de manifestarse en público y en privado, San Justino escribe, habla, predica y peregrina. Suena un filósofo cínico, enemigo del cristianismo, y Justino entabla polémica pública en términos filosóficos. Surge un judío recalcitrante, y Justino abre diálogo en términos de milagros y profecías cumplidas por Cristo. Arrecian las persecuciones, y Justino alza solemne su voz, proclamando directa y audazmente la verdad y la seguridad de su fe en un Dios vivo y viviente, creador, conservador, redentor y juez. No hay en San Justino impertinencia, no hay tampoco imprudencia, pero jamás cederá en la defensa de la verdad ni celará su fervor. Su presencia intelectual, moral y religiosa se multiplica oportuna e importunamente, porque los tiempos exigían esta presencia en la importunidad. Resuena en él San Pablo como un eco potente.
San Justino está todo él, de cuerpo entero, en las llamadas Apologías y en el Diálogo con Trifón. Es de lamentar que otros escritos suyos se hayan perdido, pero sólo con lo que nos resta San Justino queda retratado maravillosamente. Dedica sus Apologías a Antonino Pío y a Marco Aurelio. Les imputa error, debilidad, cobardía e injusticia, basando la acusación en pruebas morales y en el influjo maléfico de los demonios. Las Apologías están esmaltadas de pensamientos luminosos y eficaces, relieves de sus lecturas platónicas, purificadas por la sinceridad de su fe cristiana. Conservan hoy su validez intacta. Son los hechos —alega San Justino— los que reflejan la piedad o la iniquidad, el amor o el odio que se esconde en los pensamientos y en el corazón de los hombres. El que acusa al cristianismo de iniquidad bastante castigo tiene con el delito que comete con la acusación. El que castiga a un cristiano quebranta la paz, porque el cristiano, por serlo, la busca y la defiende para él y para los demás. El que, conocida la verdad, la persigue comete iniquidad. Vosotros —dirá en los comienzos de la Apología— os oís llamar por doquiera piadosos y filósofos, guardianes de la justicia y amantes de la instrucción; pero que realmente lo seáis es cosa que tendrá que demostrarse. Vosotros —añadirá— matarnos sí podéis; pero dañarnos, no. Instruidos como estáis, no tendréis excusa delante de Dios si no obráis según la justicia.
En San Justino adquieren relieve expositivo los puntos fundamentales de la teología dogmática, de la moral y de la liturgia. Alcanzan un valor superior al meramente apologético. En él se lee con claridad la divinidad de Jesucristo Y su misión redentora. Cristo ha muerto para librarnos de la esclavitud de los demonios que rondan por el mundo desde el pecado del Paraíso. La madre virginal de Cristo aparece vinculada a la obra redentora. En la unidad de todos los cristianos se aprecia la comunión de los santos, mantenida por la fe. El valor de la tradición es claramente expuesto y defendido. La Eucaristía es el misterio en el que “no tomamos el pan consagrado como un pan común, ni el cáliz consagrado como bebida común, sino que sabemos que son el cuerpo y la sangre del mismo Jesucristo, que se encarnó por nosotros”. Es quizá el testimonio más expresivo y terminante si se advierte que una confesión tan explícita no podía resultar grata a los paganos ni a los judíos. El testimonio de San Justino sobre la Eucaristía, como transustanciación del pan y del vino en cuerpo y sangre de Cristo, revela la doctrina creída y defendida por todos los cristianos a los que nuestro Santo sirve y expresa. Aunque sus Apologías sólo nos hubieran legado las reuniones de los cristianos y la liturgia del sacramento, serían un documento maravilloso. Y aunque el Diálogo con Trifón se hubiera reducido a los pasajes en los que desarrolla el sacrificio de la misa, ya merecería la honra de todos los cristianos.
San Justino presiente el martirio, porque sabe que los demonios acechan, y ha podido comprobar cómo los enemigos de la fe son por naturaleza calumniadores. Una descripción de las reuniones cristianas como la que San Justino había escrito, y la exposición de la verdad eucarística, no podían menos que armar el brazo de los amigos y confidentes del emperador Marco Aurelio. Ante la doctrina expuesta por San Justino sobraban los testigos. El discípulo era tratado como el maestro, una vez confesada la divinidad. La fecunda semilla del Verbo Divino fecundó en sangre, que es una de las ramas en que maduran sus frutos cuando la persecución arrecia.
No hubo en la gracia del martirio de San Justino necesidad de purificación de errores doctrinales, pues los que pueden atribuírsele se desvanecen si se atiende bien al siglo en que vivió o se leen las páginas con benevolencia crítica. Que los filósofos griegos bebieran o no aguas de inspiración en lecturas y tradiciones del Antiguo Testamento no es asunto que inquiete demasiado al que lo asegure con denuedo, sobre todo si la convicción esconde una toma de posición subjetiva. Este convencimiento es el que permite al filósofo cristiano asegurar que en Platón o en los estoicos se descubren resplandores anunciadores de verdades más altas y sublimes. La concordia de verdades cristianas con sentencias estoicas no supone una dependencia de los dogmas cristianos, sino una proclamación, por diversos caminos, de la verdad divina. Es a las sentencias estoicas a las que San Justino obliga a descubrir sentidos que no pueden tener, no es a los dogmas cristianos a los que arrodillará ante la adivinación estoica o platónica. El panteísmo de los estoicos es algo que no cabe en la doctrina de San Justino. Todo aparece claro cuando leemos en San Justino que la fe es un don de Dios que se conquista con la plegaria humilde, y que es la oración la que nos descubre el significado y la inteligencia de las Sagradas Escrituras.
El apostolado seglar —seglar fue nuestro Santo— tiene en San Justino un buen maestro. El santo patrono de los filósofos se presenta a su vez, y con los mismos títulos, como el santo abogado de los creyentes humildes y sencillos. Todo un símbolo para nuestra época.