Hoy he dado a tres personas la unción de los enfermos. Tengo fe, pero cada muerte me parece una tragedia. Por lo menos, a esta altura de mi vida, así me lo parece. No hay ninguna muerte, por anciano que sea el ser humano, que me parezca normal. Las mismas horas finales me parecen un proceso estremecedor.
Cuando comencé a administrar este sacramento, teniendo yo veintiséis años, veía la muerte de una manera completamente distinta. La muerta era algo de los otros, era algo que no me tocaba.
Ahora contemplo mi muerte en toda agonía. El agonizante se ha transformado en un espejo. Mi corazón contempla su último latido, casi lo siento dentro de mi pecho. Mi mente es consciente del último sufrimiento, lo siento dentro de mi cerebro.
Y he dicho sufrimiento y no pensamiento, porque, en la mayor parte de los casos, el último momento es de dolor del organismo, no de discursos interiores.
Sí, la muerte me parece algo tan impresionantemente biológico, doloroso y angustioso que parece eclipsar toda mi teología. Pero sólo la teología puede dar explicación final a un abismo de ese tipo. Precisamente por ser tan oscuro, tan profundo, señala tan vehementemente hacia ese túnel de luz del que tantos testigos me han hablado.
Santa Cuaresma
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