Homilía para el V Domingo durante el año C
Toda la Biblia, sea el Antiguo como el Nuevo Testamento, es la historia de testigos vivientes que manifiestan aquello que han visto y sentido, pero también manifiestan algo de su experiencia espiritual personal. Esta vocación a testimoniar fue aquella de todo el pueblo de Israel, llamado para anunciar delante de las Naciones (o gentiles, los pueblos que no son el pueblo elegido) el hecho que Yahwé es el único Dios. Dentro del pueblo de Israel esta fue la vocación de Moisés, de David y especialmente de los grandes profetas llamados a dar testimonio de su experiencia del Dios vivo, en su propia vida y en la del pueblo.
Cada uno, puesto delante de tal misión, reacciona de una manera distinta, según el propio carácter. Isaías, como hemos escuchado en la primera lectura, se ofrece voluntario, después que sus labios han sido purificados con carbón ardiente: “envíame”, dice. Jeremías tiene objeciones: “soy sólo un niño…” Moisés tiene necesidad de signos que prevengan al pueblo que es verdaderamente Dios que lo ha mandado, e intenta evitar esta misión. Pero al final obedecen todos y aceptan la misión que les es propuesta; también Jonás, aunque hace una pequeña escapada hacia el vientre del cetáceo. Jesús fue el testigo fiel, que dio testimonio a la humanidad de cuanto había visto y oído con el Padre, y del amor que el Padre tiene por Él y por nosotros. Y cuando confió a los Doce su misión, los constituyó simplemente como testigos de cuanto habían visto y oído.
En el Evangelio de hoy, Jesús habla a la muchedumbre, y por eso sube a una barca, y se dirige a la gente desde una cierta distancia, para que no lo apretujen y seguramente por motivos acústicos. Después los discípulos tendrán que predicar a la muchedumbre, Pedro lo hará el día de Pentecostés, dirá: “Este Jesús… nosotros somos sus testigos”. Y Pablo nos dice describiendo su misión: “He recibido del Señor el ministerio de testimoniar la Buena Noticia”.
Todos los ministerios que se afirmaron en la Iglesia en los siglos, como respuesta a las necesidades variadas y cambiantes, son, de una manera u otra, ministerios de la Palabra. Al inicio estaban solamente los Doce, que obraban como testigos de la Resurrección y se hacían animadores del amor fraterno entre los fieles de Cristo. Matías es elegido para que “dé testimonio de la Resurrección con los once”. Después, cuando se manifestaron tensiones entre los helenistas y los hebreos, los Apóstoles instituyeron los diáconos para el servicio de las mesas, pero estos servidores se pusieron a anunciar la Palabra. Después de la primera persecución y la dispersión de los cristianos, Felipe fue a predicar la Palabra a Samaría, Bernabé a Antioquía, y de allí volvió con Pablo, el apóstol por excelencia, el testigo de la Palabra, que había sido mandado no para bautizar, dice, sino para predicar, los apóstoles enseguida configuraron el ejercicio del ministerio episcopal y presbiteral que, por voluntad divina, son los actuales ministerios Episcopal y Presbiteral, oficios que en primer lugar están referidos a la Palabra.
En tiempo de las primeras generaciones cristianas, se desarrolló otro ministerio de la Palabra de nuevo género: la vida monástica. Hombres y mujeres se retiraron en soledad para ponerse a la escucha de la Palabra de Dios; después algunos fueron a buscarlos, desde pocos a muchos, diciéndoles, como nos enseñan en patrología: “Abba, dame una palabra”, también las otras expresiones religiosas desde san Francisco de Asís, santo Domingo de Guzmán y un largo etcétera son modos de vivir la fe en relación directa con la Palabra y el testimonio.
Vemos en este pasaje del Evangelio como nos tenemos que relacionar y aprender a confiar en Cristo, el Verbo, la Palabra, para aprender a ser testigos, experimentar, para anunciar lo visto y oído.
Hoy la Palabra tiene todavía y siempre necesidad de testigos, que puedan rendir cuenta de su esperanza y que sepan proclamar con la voz pero también con la vida, el mensaje central del Evangelio –el eterno mensaje de amor, de esperanza y de gozo. La Palabra tiene necesidad de hombres que sepan testimoniar su encuentro personal con Dios, que sepan gritar con gozo, y hasta con exuberancia: “He visto al Dios viviente y ahora vivo”. Y como hay tanta confianza en la Palabra aunque mi experiencia y profesión me digan que aquí no encontraré peces, igualmente nosotros tiremos las redes para después asombrarnos y reconocer nuestra pequeñez ante la generosidad y magnificencia de nuestro Dios.
Hermanos la Palabra, el Verbo, es el centro de la fe, el miércoles comenzaremos la cuaresma con el miércoles de ceniza. Estemos atentos a la Palabra de Dios, acerquémonos a los ministros de la Iglesia, escuchemos sus enseñanzas, si hace mucho que no lo hacemos, pidamos el sacramento de la confesión, no esperemos a semana santa, y ejercitémonos en el encuentro con Dios y los hermanos.
Que santa María Virgen nos ayude con su plegaría materna a crecer como testigos y, de hecho, testimoniar aunque no solo con palabras, sino con las obras de misericordia, que hemos conocido a Dios y creemos en Él, ¡qué buen programa para este año santo!
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