“Por último, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”. “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir; son como ángeles; son hijos de Dios porque participan de la resurrección”. (Lc 20,27-40)
Los saduceos no tenían el sentido del humor.
Se cuenta por ahí que un viejito se murió y fue al cielo. La vieja quedó desconsolada.
Pero al tiempo, también ella se murió. Y lo primero que hizo fue preguntarle a San Pedro ¿dónde andaba el viejo? San Pedro sonriendo le dijo: Mire por allá, creo haberlo visto divirtiéndose por allí.
La vieja fue, y después de largo rato lo encontró. Cuando lo vio le grito llamándolo.
Pero el viejo, listo, le respondió: “Un momento. El contrato fue hasta que la muerte nos separase, así que aquí nada, cada uno por su camino”.
Los saduceos hicieron la pregunta con malicia porque para ellos no existía la resurrección. Y si algo existía no era sino la prolongación de la felicidad humana.
Yo espero que todos mis amigos crean que la resurrección sí existe.
Yo espero que todos mis amigos vivan con la alegría de que la muerte no es sino el paso a lo definitivo.
Sin embargo se dan también hay curiosidades.
Hay quienes dicen: “Disfrutemos de la vida que el cielo está aquí en la tierra”
“Saquémosle jugo a la vida porque es la única que tenemos”.
Son los saduceos de hoy.
Hay otros que se imaginan que el cielo debe ser la prolongación de esta felicidad terrena. El cielo es la continuación de lo bien que lo pasamos aquí, claro que mucho mejor. Incluso hasta es posible podamos casarnos con alguna con menos inflación.
Es una manera de quedarnos con lo de aquí.
Es una manera de no aceptar que existe algo en el más allá.
Es una manera de no saber ver más de nuestra propia sombra.
Es una manera de no ver que al otro lado está Dios.
Los discípulos no reconocían a Jesús.
Todavía llevaban la imagen del Jesús anterior a la Pascua.
Y la Resurrección les ofrecía un Jesús distinto, para ellos desconocido.
Es lo que nos sucederá a nosotros.
La muerte no es un “final”, sino una “transformación”.
La muerte pone término a lo de aquí abajo.
Pero nos abre las puertas de una realidad nueva.
San Pablo que tuvo la oportunidad de ver el cielo por una rendijilla tampoco supo explicar: “Ni ojo vio ni oído oyó”.
La muerte nos transforma y nos hace y de humanos nos “hace como ángeles”.
La muerte nos transforma y nos hace “hijos de Dios”.
La muerte no prolonga la felicidad de la tierra, sino que nos abre a una felicidad nueva.
El cielo no es la prolongación del matrimonio.
Ni tampoco tendremos que buscar enamorada y novia.
Porque la verdadera novia será el mismo Dios.
Y el única boda y matrimonio será nuestra comunión con Dios.
Y nuestra luna de miel será “contemplar la gloria de Dios”.
El Dios que contemplemos no será el Dios de nuestra fe.
Un Dios que lo vemos desde las oscuridades de la fe y en imagen.
El Dios que contemplaremos será El mismo, un Dios nuevo para nosotros.
El Dios del amor.
Como nosotros seremos los mismos pero distintos.
Como nosotros seremos los mismos pero también resucitados y glorificados.
¿Se verán los esposos?
Claro que se verán pero en la luz de Dios y no en el amor humano y carnal.
¿Se verán padres e hijos?
Claro que se verán pero en la luz esplendorosa de la paternidad divina.
Seremos distintos y nos veremos de manera distinta.
Seremos distintos y nos veremos envueltos en la luminosidad de la divinidad.
No seremos esposos y esposas de nadie, sin peleas por caracteres distintos, ni problemas de pagar la luz y el teléfono, ni las notas de los hijos, ni las tentaciones de la infidelidad.
Nos bastará el gozo y la alegría de nuestra filiación divina glorificada.
Amigos, que todos nos veamos un día en esa gloria, en la única boda y en el único matrimonio del amor del Padre.
Clemente Sobrado C. P
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