Una de las diferencias entre un banquete y una comida ordinaria es que en un banquete normalmente se es invitado. En general, una persona no se presenta a un banquete sin haber recibido una invitación, y además, se responde a la invitación aún en caso de no poder ir. En los Evangelios de los últimos tres domingos hemos escuchado a Jesús invitarnos a un banquete que ha preparado para nosotros. Hoy, en la primera lectura, escuchamos la invitación de la Sabiduría para asistir a un banquete que ella nos ha preparado.
Todo esto nos recuerda una verdad funadamental, de la que eran bien conscientes todos los grandes profetas y místicos: que en la vida espiritual, en nuestra vida cristiana, todo comienza con una invitación, una llamada, una vocación.
La vida de oración y la experiencia mística no son cualquier cosa a las que podemos llegar con nuestros esfuerzos personales. Es una llamada que viene desde fuera. Esta llamada puede tomar una forma dramática, como en el caso de ciertos grandes profetas, como Isaías y Jeremías, o en el caso de Pablo, enceguecido por un rayo de luz camino a Damasco. En otros casos no es más que la caricia de una brisa ligera, como en la que se manifestó a Elías.
La experiencia espiritual cristiana comienza y termina con la experiencia de ser amados y la invitación a amar también nosotros a la vez. “Amamos –dice san Juan- porque Dios nos amó primero”. El secreto de la energía fundamental de san Pablo, de san Bernardo o de santa Teresa de Jesús residía en su convicción de ser amados. La primera cosa en la vida de un cristiano no es amar, sino más bien recibir el amor. Nuestro amor, sea a Dios o al prójimo, no puede ser más que una respuesta al amor de Dios por nosotros. La condición es tener confianza, tener fe en la persona que nos ama.
Es también importante considerar el contexto en el que se colocan estos discursos de Jesús en el Evangelio de Juan. Sabemos como está construido este Evangelio: una serie de signos, cada uno seguido de un discurso. En el capítulo 6 hemos tenido el signo de la multiplicación de los panes, después la muchedumbre quiere coronar a Jesús como rey, después Jesús camina sobre el lago. Vienen entonces los dos discursos sobre el pana de vida, uno lo hemos meditado la semana pasado el otro, hoy.
A la muchedumbre, que no entiende lo que Él dice, Jesús declara finalmente de manera muy clara: “Yo soy el pan de vida… La voluntad de mi Padre es que quien ve al Hijo y crea en Él tenga la vida eterna… La gente murmura… Jesús dice de nuevo: Yo soy el pan descendido del Cielo. Aquel que como de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. La palabra “carne” (sarx) más fuerte que “cuerpo” (soma), pone toda esta enseñanza en el contexto de la Encarnación. El Hijo de Dios se ha hecho Hijo del Hombre.
En realidad, el contexto entero es aquel de la fe. El significado original de este relato concernía a la necesidad de recibir con fe el mensaje de Jesús. Es así que después esta fe en su palabra es la misma fe en la eucaristía que es comida, que es concreción de la Encarnación. Esta unión entre los dos elementos –creer en su Palabra, creer en su Cuerpo y Sangre- debe hacernos reflexionar nuestra manera de concebir la celebración eucarística. Si nosotros venimos al santo sacrificio eucarístico un poco como quien va a cargar combustible para llenar el tanque del coche, la Misa se vuelve un simple rito, en el que solo pensamos en cargar energías y fuerzas espirituales. Si esta es nuestra actitud no debemos sorprendernos que después de muchos años de esta práctica, siempre nos encontremos en el mismo punto de nuestro camino espiritual.
Si en cambio encontramos a Cristo en cada Misa y profundizamos nuestra relación de fe, de oración y de caridad en nuestra vida con el prójimo, entonces sí, la Eucaristía será una expresión sacramental de esta fe y de este amor, y el alimento que es la presencia real de Jesús en la comunión, que no será un talismán sino un profundizar nuestra unión a Él, y por lo tango un dejarnos transfigurar, un convertirnos en lo que comemos. Como escribió san Pablo: “no soy yo quien vive es Cristo quien vive en mí”.
Es el sentido de la palabras de un monje del siglo XII, Guigo, el cartujo: «Por lo tanto seguir a Cristo, adherir a Él. “mi bien” – está escrito- “es unirme a Dios” (Sal. 72, 28); y “A ti se une mi alma y la fuerza de tu derecha me sostiene” (Sal 62, 9). “Quien se una al Señor forma”, en efecto, “con Él un solo espíritu” (1Co 6, 17). No solamente un solo cuerpo, sino también un solo espíritu. Del espíritu de Cristo vive todo su cuerpo. A través del Cuerpo de Cristo, se llega a su espíritu. Busca entonces estar en el cuerpo de Cristo y serás un día un solo espíritu con él. Ya, por la fe, estás unido a su cuerpo; por la visión, después, estarás unido también a su espíritu. Sin embargo, ni la fe aquí abajo, puede estar sin el espíritu, ni el espíritu podrá estar, allá arriba, sin el cuerpo, porque nuestros cuerpos no serán entonces unos espíritus, sino espiritualizados (1Co 15, 44). “Quiero, oh Padre” –dice en efecto Jesús- “que como tu estás en mi y yo en ti, sean también ellos una sola cosa, para que el mundo crea” (Jn 17, 21). He aquí el hombre de la fe. Y poco después: “Para que también ellos sean perfectos en la unidad, y el mundo conozca” (Jn 17, 23). He aquí la unión por la visión. Esto significa comer espiritualmente el cuerpo de Cristo: tener en él una fe pura, y buscar siempre con la atenta meditación de la misma fe, y encontrar esto que buscamos con la inteligencia; amar después ardientemente esto que se encontró, imitar esto que amamos con todas nuestras fuerzas, e imitando adherir constantemente a él, y adhiriendo, estar permanentemente unidos.»
Que nuestra Madre, la Virgen, haga que la Misa nunca sea mero rito sino un crecimiento real en la comunión con Cristo y los hermanos que nos haga avanzar para mejor en el camino de la vida.
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