Homilía para el XXI Domingo B
Si buscamos un tema común recurrente en cada una de las tres lecturas de este domingo, y si queremos expresarlo de una manera popular, podremos decir que el tema es: “decídanse”.
Es esto lo que le dice Josué a las Tribus de Israel en Siquém, al ingreso de la Tierra Prometida, después que hubiesen conquistado la tierra, cuando el pueblo era atraído por la religión de las naciones que habían conquistado. Josué les dice que deben elegir, que deben servir o al Señor, el Dios de Israel, o a los dioses de las naciones. No pueden servir a ambos. No pueden tener un pie en dos zapatos al mismo tiempo.
En el Evangelio, después que Jesús se manifestó de manera explícita y claramente como la fuente de la Vida, que proviene del Padre y que literalmente hay que comerlo (Hay un crescendo Jn 6, 58: «Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron (éfagoon, comer, tomar alimento) sus padres y murieron. El que coma (tróogoon, comer triturando con la correspondiente fuerza y el correspondiente ruido) de este pan vivirá eternamente», muchos lo abandonaron y se fueron, encontrando muy duro ese lenguaje. Jesús entonces dice a aquellos que habían quedado que hagan una elección: “¿Ustedes también se quieren ir?”
También san Pablo, en su Carta a los Efesios, habla de la elección que hace el uno de la otra, la mujer y el hombre que contraen matrimonio. La superioridad del hombre sobre la mujer, de la cual habla la primera parte del texto (y que seguramente las mujeres de hoy no serán muy fanáticas de Pablo), debe ser atribuido al contexto histórico. No es esto lo que Dios quiere revelar en este escrito de Pablo, pues eso en ese momento era así. Lo esencial del mensaje es más bien el amor recíproco que debe ligar a los dos esposos. Es esta elección radical del uno por parte del otro lo que Pablo llama sacramento, es decir, manifestación visible y simbólica de la elección que Cristo ha hecho por su Iglesia, por cada uno de nosotros. El matrimonio es un sacramento referido al amor de Cristo por su Iglesia.
En el curso de nuestra vida tenemos muchas elecciones por hacer. Hacerlas es relativamente simple, en la mayor parte de los casos. Lo que no es fácil, es ser fieles y consecuentes con cada una de las elecciones hechas. Eligiendo a Dios, hemos renunciado a todos los otros “dioses”, particularmente a Mammona (el dios del dinero, de lo inmediato). Eligiendo esposa o esposo, el hombre y la mujer renuncian a todos los otros candidatos o candidatas posibles, y a todas las personas todavía más maravillosas que podrían encontrar más tarde en la vida. Eligiendo a Cristo se renuncia a todos los falsos profetas. Eligiendo una vocación se renuncia a las otras tan dignas y bellas.
Frecuentemente queremos tener la satisfacción de haber elegido algo y de haber renunciado a ciertas cosas, pero sin aceptar siempre las consecuencias de estas elecciones y queremos disponer todavía, al menos cada tanto, de algunas de las realidades a las cuales hemos renunciado. Creo que la mayor parte de los problemas, tanto psicológicos como espirituales, que se pueden encontrar en la vida, como ser la mayor parte de los obstáculos al crecimiento humano, a la madurez, provienen del hecho que las personas queremos atenernos, por una razón o por otra, a las elecciones que hemos hecho, pero sin aceptar todas las consecuencias y las exigencias de estas elecciones.
Por otra parte, el aspecto positivo de estas elecciones es que cada empeño que tenga carácter público, que sea un empeño en relación a otra persona, en el matrimonio o en relación a Dios y los hermanos en la vida religiosa o sacerdotal, nos pone en una situación nueva, no solo con Dios, sino también con el resto de la humanidad. Cuando dos personas deciden entregarse la una a la otra en la vida matrimonial, con este intercambio de promesas en público, expresan la convicción y el hecho que su relación humana más privada y más íntima es al mismo tiempo parte y expresión sacramental de una realidad mucho más grande, la comunión de amor entre Dios y su pueblo.
De la misma manera, cuando un religioso o religiosa, o un sacerdote expresan públicamente sus votos o promesas, expresan también la convicción y el hecho que su entrega hacia Dios y hacia una comunidad concreta es la manifestación sacramental de la misma realidad de la Iglesia. Es paradojalmente (parece contradictorio, pero no lo es) la libertad, la verdadera libertad, a la que todos nosotros aspiramos, no es alcanzada sino por aquellos que han tomado una decisión total, de un tipo u otro, empujando sus barcas mar adentro y derribando los puentes detrás suyo. Entonces solamente florece la libertad, que nos libera de la esclavitud y de la alienación que nos viene de nuestro egoísmo. Cuando nos viene la tentación de mirar atrás, a nuestras espaldas (y esto nos sucede un día u otro), podemos tener siempre la gracia de sentir la voz de Jesús que nos di e, como a sus discípulos: “Me querés dejar, tal vez?
“¿Ustedes también se quieren ir?” “¿A dónde?, dice Pedro, tú tienes Palabras de Vida eterna.” Para no equivocarnos en las elecciones debemos confiar en Dios y tener fe. No buscar todas las seguridades para elegir, nunca podremos estar absolutamente seguros, pero en las cosas de Dios debemos movernos también por la fe. En este sentido meditemos una cita, un tanto extensa, de San Agustín: «“Tu tienes palabras de vida eterna”. El Evangelista nos relata que el Señor se quedó con los doce discípulos los cuales le dijeron: “He aquí, Señor, aquellos te abandonaron”. Y Jesús responde “Ustedes también se quieren ir” (Jn 6, 67), queriendo demostrar que Él era necesario a ellos, y no ellos a Cristo. Ninguno se imagine intimidar a Cristo, amenazando hacerse cristiano, como si Cristo será más feliz si te haces cristiano. Hacerse cristiano, es un bien para ti: porque si no te haces cristiano, no le harás mal a Cristo. Escucha la voz del salmo: “He dicho al Señor: Tu eres mi Dios, porque no tienes necesidad de mis bienes” (Sal 15, 2). Por eso, “Tu eres mi Dios, porque no tienes necesidad de mis bienes”. Si tú no estás con Dios, estarás disminuido, pero Dios no será más grande, si tú estás con él. Tú no lo haces más grande, pero sin Él tú te vuelves más chico. Crece entonces en Él, no te retires, es como una disminución. Si te acercas a Él ganarás; te destruirás, si te alejas de Él. Él no sufre cambio sea que te acerques, sea que te alejes. Cuando, entonces, él le dice a los discípulos: “¿También ustedes se quieren ir?”, responde Pedro, aquella famosa piedra, y en nombre de todos dice: “Señor, a quien iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.” (Jn 6,68)… El Señor se dirige a aquellos pocos que habían quedado: “Por eso Jesús dice a los doce”, o sea aquellos pocos que habían quedado, “¿También ustedes se quieren ir?” (Jn 6,67). También Judas se había quedado. La razón por la cual se había quedado era ya clara al Señor, mientras que para nosotros será clara más tarde. Pedro responde por todos, uno por muchos, la unidad por la multiplicidad: “Le responde Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? (Jn 6,68). Si nos echas de tí, danos otro similar a ti: “¿A quién iremos?”. Si no vamos a ti, ¿a quién iremos? “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). Mira de qué manera Pedro, con la gracia de Dios vivificado por el Espíritu Santo, ha comprendido las palabras de Cristo. ¿De qué manera ha entendido, sino porque ha creído? “Tú tienes palabras de vida eterna”. Esto es, tú nos das la vida eterna, en el ofrecernos tu carne y tu sangre. “Y nosotros hemos creído y hemos conocido” (Jn 6,69). No dice Pedro, hemos conocido y hemos creído, sino “hemos creído y hemos conocido”. Hemos creído para poder conocer; en efecto, si primero quisiésemos saber y después creer, no seremos capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué cosa hemos creído y qué cosa hemos conocido? “Que tu eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Jn 6,69), esto que tú eres, la misma vida eterna, y tú nos das en tu carne y en tu sangre, eso que tú mismo eres. » (Agustín, Comment. in Ioan., 11, 5; 27).
Terminamos el capítulo 6 de San Juan, Cristo es el Pan de Vida y lo tenemos que comer de verdad para estar en comunión con Él y vivir de Él, tener acceso al Padre. Tener la vida verdadera es creer y conocer. ¿Lo queremos hacer, en la vocación en la que estamos, a ciencia y a conciencia? Terminamos como empezamos el tema de este domingo que nos invita a examinar nuestras elecciones. Debemos decidir. Que María Madre nuestra interceda para que no nos equivoquemos y siempre apreciemos y creamos en el alimento de su Cuerpo y su Sangre, única Vida Verdadera, ¿A quién vamos a ir, si no?
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